Letra 15. Revista digital
Revista digital de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» de Madrid - ISSN 2341-1643

Sección CARPE VERBA

Carpe Verba

4.
Novela por entregas
El hedonista o los laberintos del placer

Entrega tercera. La seducción del poder

Azucena Pérez Tolón:

Azucena Pérez Tolón

Licenciada en Filología Hispánica y Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Posee un Máster de Radio y en los años 90 ejerció su labor periodística en RNE y Onda Cero. Catedrática de Educación Secundaria en Lengua Castellana y Literatura ha desarrollado su labor docente desde 1982 en diversos centros públicos de la Comunidad de Madrid, en la que también ha sido Asesora de Formación del Profesorado. Es coautora de varios libros de texto de Educación Secundaria y Bachillerato de la Editorial Edelvives y Casals. Ha colaborado en diversos proyectos educativos y culturales como Guía didáctica para la visita del Museo del Romanticismo en Madrid. Ha publicado la novela El peso de la ausencia con el sinónimo de Azucena Charmes. Actualmente es la secretaria de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» y cofundadora de la revista Letra 15.

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El contenido de esta novela erótica está reservado a personas adultas. Por favor, si usted no pertenece a ese grupo no siga leyendo.

A modo de prólogo

La entrega primera de la novela erótica por entregas El hedonista o los laberintos del placer, titulada  El hedonista no nace, se hace, se publicó en el número 11 de la revista Letra 15 en mayo de 2021. Los cuatro capítulos de la entrega segunda, titulada El placer es el camino, se ha ido publicando sucesivamente en la sección Biblioteca APEQ de la web de la Asociación. Aquí y ahora se publica la entrega tercera, y la cuarta lo será de nuevo en la página de Biblioteca APEQ a partir de septiembre.

 

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3.1. Desde las alturas

La curiosidad es la llave del aprendizaje en todos los ámbitos de la vida.

Conocí a Jorge Prádena a finales de octubre de 1981. En un primer acercamiento parecía un hombre serio y distante; alto aunque un poco cargado de hombros, delgado, manos blancas y cuidadas, ojos pequeños y vivarachos bajo unas cejas bien perfiladas con algunas canas, pelo gris y una elegancia innata con la que se ganaba la admiración de los demás.

Poco antes, había entrado en la recepción del bufete con mi traje gris marengo, una secretaria desconocida me miró de arriba abajo y sonrió; cuando le dije que me anunciara a doña Claudia Baltés me explicó que estaba ocupada y tendría que esperar. Era mi sino, esperar. Minutos después la vi salir del despacho grande, acompañada de un hombre mayor, se detuvieron en la puerta unos instantes en animada charla, luego el hombre le dio un beso en la mejilla y volvió a entrar. Claudia me hizo una señal para que la siguiera hacia la salida, ya en el ascensor me aclaró que tenía que ir al juzgado para un asunto urgente, me preguntó por los exámenes y me anunció que su marido había accedido a que hiciera un período de prácticas en la empresa.

─Podrías empezar mañana mismo, si quieres─ recalcó, ya en la calle.

La acompañé hasta el coche, Julián, el chófer la esperaba. Me estrechó la mano como viejos camaradas y se metió en el vehículo. La encontré fría, desde aquella noche en que hicimos el amor sobre la alfombra, en su casa de la Florida, no la había vuelto a ver, sólo habíamos hablado por teléfono; esperaba un encuentro más afectuoso y no pude evitar decepcionarme. Así era Claudia, «una de cal y otra de arena»

─No hay quien entienda a las mujeres─ dije en voz alta, cuando crees que han caído en tus redes te sorprenden con un paso hacia atrás.

Mientras me alejaba volví la mirada al edificio y comprobé que en el quinto piso un hombre de mirada vivaracha y pelo gris nos había estado observando desde las alturas. Seguí caminando.

Me olvidé de suspicacias y al día siguiente, tras las debidas presentaciones, empecé mis prácticas, el bufete estaba lleno de gente, en plena ebullición, nada que ver con el mes de agosto en el que todo había funcionado a medio gas. Todos los despachos estaban ocupados, la gente entraba y salía y las recepcionistas no daban abasto para recibir a las visitas y atender el teléfono. A Jorge Prádena solo lo vi unos minutos, la propia Claudia me lo presentó en su despacho.

─Este es el joven del que te hablé, hoy mismo empieza las prácticas en nuestro bufete. Prádena me miró detenidamente, esbozó una leve sonrisa, mientras estrechaba mi mano con firmeza.

─Bienvenido, muchacho, te deseo mucha suerte─ dijo con voz grave.

Era la primera vez que lo oía hablar.

Me asignaron una mesa y me puse a las órdenes de un abogado de la casa, Ricardo Mena; conectamos de inmediato a pesar de la diferencia de edad, Mena debía estar cerca de los 40, era bajito y con una incipiente calvicie pero poseía un atractivo natural que no pasaba desapercibido, él mismo se describió como un juerguista empedernido pero serio en el trabajo, «la responsabilidad es lo primero que se aprende a ejercitar en este bufete».

─¿Qué esperas de este negocio de la abogacía? ─Me preguntó poco después.

─No sé bien ¿ganar dinero, tal vez? ─Contesté burlón.

Me dio una palmadita en el hombro y se echó a reír.

─Para eso además de trabajar bien, tienes que tener bastante suerte ─sentenció.

Mena enseguida me puso al día de las costumbres de la empresa; me contó que Jorge Prádena era de familia aristocrática por parte de madre, que había heredado el bufete de su padre y que a pesar de ser un señorito y nadar en la abundancia, era un buen jefe, tolerante y generoso. Claudia era su segunda mujer, se habían conocido en el bufete cuando ella entró a trabajar de becaria, por aquel entonces, todavía estaba casado con su primera mujer que era marquesa o duquesa, con la que tenía dos hijos, pero se enamoró perdidamente de Claudia, abandonó a su familia y se casó con ella.

─Yo aún no estaba en la empresa pero los empleados más viejos me lo contaron con pelos y señales, cuando me incorporé ─añadió─. Al parecer durante algún tiempo el despacho fue un hervidero de chismes y rumores, incluso se vivieron algunas escenas violentas por parte de la exmujer que vino al despacho buscando pelea.

─Cuánto tiempo hace de eso ─le pregunté.

─Casi diez años. Yo ya llevo ocho en el bufete y siempre la he conocido de jefa. Es una chica muy lista y tiene al viejo en el bote, con seguridad sucederá a Prádena cuando se jubile porque su hijo mayor no quiere saber nada, creo que es Diplomático o algo por el estilo.

Me quedé con ganas de saber más, pero no me pareció oportuno hacer preguntas al respecto, acababa de llegar y debía ser discreto, se lo había prometido a Claudia.

Ricardo Mena fue un auténtico maestro, con él aprendí a moverme en aquel mundo de delincuentes y señoritos, delitos y leyes, cortesías y apariencias. Era un trabajo que requería don de gentes, manejo de la palabra y ciertas artimañas persuasivas que iba aprendiendo poco a poco. Algunos días, al terminar la jornada Ricardo me invitaba a tomar una copa.

─Es la santa costumbre de esta casa ─decía socarrón.

En el mundo de la noche madrileña se movía como pez en el agua, conocía innumerables garitos, besaba efusivamente a un montón de chicas, llamaba por su nombre a los diferentes camareros y siempre tenía una botella a su nombre. Mena tenía una novia con la que salía los fines de semana pero el resto de los días no perdía el tiempo. En una de aquellas salidas encontramos a un tipo al que saludó cordialmente, su cara me resultaba conocida, después de una breve conversación recordé que era uno de los hombres que había visto en el despacho de Claudia durante el verano, aquel que con familiaridad le dio un beso en la mejilla mientras sus otros dos acompañantes sólo le extendieron la mano. Cuando nos retiramos Ricardo me contó que se trataba de Luis Tejada, también abogado, ex trabajador de Prádena, que fue despedido por el viejo, se rumoreaba que se acostaba con su mujer, de aquello hacía más de tres años.

─Y… ¿era verdad que se acostaba con su mujer? ─pregunté con curiosidad.

─No lo puedo asegurar, son rumores, pero no me extrañaría, en absoluto. Tejada entró de pasante y de inmediato, la señora se encaprichó de él, nada nuevo─ replicó con sorna.

Por el tono utilizado, supuse que Claudia tenía fama de caprichosa y comehombres, de pasarse por la piedra a todo aquel que se le ponía a tiro. Yo mismo ya sabía de lo que hablaba.

─Y ¿Prádena? ─insistí.

─El viejo sabe que no es una santa, pero está colado por ella. Solo ellos saben lo que pasa en su matrimonio. Si algún asunto sale a la luz, Prádena con amabilidad despide al contrincante, pero a ella siempre la perdona, dicen las malas lenguas que lo tiene embrujado y punto.

Llevaba en la empresa algo más de un mes cuando un lunes por la mañana, Ricardo se acercó a mi mesa, enfadado.

─¿Por qué no me habías dicho que fuiste alumno de la jefa y que ya habías estado aquí en verano? ─me espetó. Aquí todo se acaba sabiendo. No hay secretos.

No supe qué decir, sólo puse cara de circunstancia y por un momento temí que Mena dejara de confiar en mí.

─No creí que fuera importante, otros ex alumnos han pasado por aquí ─contesté en mi descargo.

─¡Vaya, vaya, así que estás enchufado por la gran jefa y yo sin saberlo! Entonces no necesitarás mucho mi ayuda ─prosiguió con ironía.

No quería echarlo todo a perder, Ricardo me caía bien y se merecía una explicación antes de que corrieran otros rumores.

─No es lo que parece ─me atreví a decir. Fui alumno suyo el último año de carrera, me dirigió el trabajo final y se ofreció a enseñarme el bufete en agosto, ya que había poco trabajo. Sólo vine por aquí en un par de ocasiones.

Lo solté de un tirón, Ricardo me miraba fijamente a los ojos, con una sonrisa maliciosa.

─ Ya, ya… Eres inocente. Entonces, cuál es tu relación con ella ¿Te la has tirado ya?

Me sobrepuse y sin dejar de mirarle lo negué:

─ Solo ha sido amable conmigo y me ha dado una oportunidad, ofreciéndome estas prácticas. Apenas la he visto desde que he llegado.

Mena se dio por contento, al menos en apariencia y no indagó más, se lo agradecí.

─Yo sólo te digo que mantengas los ojos abiertos, muchacho y no desaproveches la oportunidad si se te presenta, a nadie le amarga un dulce, y qué dulce ─concluyó con guasa.

Lo cierto es que durante ese primer mes apenas si había cruzado dos palabras con Claudia, había estado de viaje más de una semana y además se ocupaba de un caso difícil por lo que apenas se dejaba ver. En todo ese tiempo, no había intentado contactar con ella, seguía su consigna de máxima discreción y me había mantenido en un segundo plano. Intenté, ante todo, aprovechar la oportunidad y aprender en mi propio beneficio sin dejar de disfrutar de la vida, tenía tiempo para ambas cosas.

A las puertas de la navidad, Jorge Prádena me llamó a su despacho para comunicarme que en enero podrían hacerme un contrato temporal de un año, por el momento.

─He recibido buenos informes de ti, muchacho, tu comportamiento en la empresa es exquisito y aprendes con facilidad. Por eso voy a darte una oportunidad, espero que la aproveches bien ─añadió, mirándome fijamente a los ojos.

Me pareció un hombre apuesto y refinado, con una seguridad innata que abrumaba un poco, pero también había algo en su mirada que me desconcertaba, tal vez una notable necesidad de caer bien, a toda costa.

Dos días después Claudia me llamó para felicitarme.

─Sabía que podía confiar en ti, Alejandro. Tras la navidad me ayudarás en algunos casos personales, aunque seguirás a las órdenes de Mena.

Aquellas navidades estuve muy excitado, salía cada noche, ligaba, me emborrachaba con frecuencia. Llamé a Lucas para quedar, me apetecía contarle lo del trabajo, las expectativas que se me abrían en aquel bufete, compartir con él mi suerte. Me costó convencerle, ya apenas nos veíamos, él salía poco, estaba preparando el MIR y estudiaba muchas horas pero finalmente aceptó. Había cambiado poco, conservaba su mirada penetrante, sus ademanes distinguidos y su discreción. Le conté a grandes rasgos mi historia con Claudia.

─Ten cuidado ─dijo. No vayas a enamorarte, con esas mujeres nunca se sabe.

─No te preocupes, lo tengo todo controlado, es solo un juego al que me encanta jugar.

Le pregunté por su vida social, si salía con alguien pero estuvo esquivo.

─Sólo me dedico a estudiar ─afirmó. Cuando apruebe el MIR ya veremos. A pesar de la «democracia» todavía algunos no lo tenemos fácil.

No insistí sabía que se estaba refiriendo a su homosexualidad aunque le costaba hablar abiertamente de ella.

Recordamos los viejos tiempos en el internado, hablamos de Gonzalo, de su carrera artística y sus éxitos, me contó que había tenido una hija, llamada Clara: me sorprendí.

Gonzalo siempre va por delante ─dije riendo.

El año 1982 iba a ser mi gran oportunidad, había iniciado el despegue y tenía que aprovechar la buena estrella. Aprendí rápido y me convertí, sin darme cuenta, en un yuppi de la época, me compraba trajes caros, me engominaba el pelo, me hacía la manicura y aprendí a jugar al golf; en apenas dos años pasé de estudiante en prácticas a un contrato laboral en un bufete de prestigio de la capital. Los chanchullos legales, las artimañas, la palabrería y el poder del dinero fueron formando parte poco a poco de mi forma de pensar y vivir. En aquel tiempo había conocido a un número incontable de personas de todas clases, banqueros, financieros, abogados, constructores, inspectores de Hacienda o fiscales, hombres y mujeres que se movían en el mundo elitista de las altas finanzas que manejaban dinero y poder, que caminaban en la cuerda floja dando rodeos a la legalidad sin salirse de ella y que se pegaban la gran vida. Aprendí a ser discreto y astuto, a guardar las apariencias y volver la vista hacia otro lado cuando era necesario. Mena fue un gran maestro pero sobre todo Claudia Baltés se convirtió en mi guía espiritual. Fueron unos años de aprendizaje sin límite que intenté aprovechar al máximo. La noche era mi fuerte, jueves y viernes no dormía, Madrid era un hervidero, los locales estaban a tope hasta el amanecer, se respiraba libertad y diversión. Empecé a consumir cannabis casi a diario y descubrí que el sexo estando «colocado» era aún más excitante. Fue una época memorable.

En la celebración de mi 25 cumpleaños, Claudia me propuso que me instalara en un apartamento que había adquirido la empresa con dinero negro y que Prádena había puesto a su nombre. Tuve algunas dudas de lo que aquello significaba realmente pero accedí, con eso me convertí en un auténtico amante a la antigua con piso incluido. Hasta ese momento Claudia y yo manteníamos nuestra relación con discreción, al menos eso creía. Tras los primeros meses en los que me sometió a aquella prueba de indiferencia reanudamos nuestra historia de sexo y pasión.

Inauguramos el nuevo apartamento un viernes por la noche. Habíamos pedido comida china para celebrarlo pero antes quise probar la ducha; al cabo de unos minutos me estremeció el contacto de un cuerpo desnudo contra mi espalda. Claudia me frotaba con suavidad, los hombros, las caderas, los glúteos. Se oía el ruido del agua y mi propia respiración, mientras me concentraba en sus hábiles movimientos. Me di la vuelta, Claudia tenía los pezones erguidos y el pelo suelto totalmente mojado. Una nube de vapor nos envolvía. Le acaricié los senos, las caderas, me abrí paso entre sus piernas, masajeé su clítoris húmedo con movimientos circulares. El agua anegaba nuestros más recónditos deseos. En un acto reflejo la penetré con fuerza mientras la empujaba contra la pared. Su respiración se aceleró, nos acomodamos el uno al otro, intentando no perder el equilibrio, nuestros fluidos se mezclaron con el agua tibia que seguía resbalando por nuestros cuerpos exhaustos. Después me besó en la boca, con un beso largo, profundo, sin prisas que se me antojó lleno de ternura.

A partir de entonces, nos encontrábamos en el apartamento cuando podía zafarse de su marido. Ella lo proponía y yo obedecía, una nota, un mensaje telefónico o a veces una simple mirada me indicaba si el camino estaba despejado. Los momentos eran diversos y las horas a veces intempestivas, las once de la mañana mientras los demás desayunaban, después de la comida, a media tarde o incluso en la medianoche podía recibir su consigna y yo corría al apartamento o al lugar que ella eligiera, como un adolescente en celo. En cada uno de aquellos encuentros furtivos, nuestros cuerpos se entregaban al placer como si fuera la primera vez. Claudia nunca dejaba de sorprenderme, para ella el dinero y el sexo por este orden eran el motor de su existencia y no tenía ningún problema en reconocerlo.

Cuando disponíamos de un fin de semana entero para nosotros era tierna, delicada y sutil, nos entreteníamos en gozar de nuestros cuerpos en todas las posturas posibles y con los más diversos artilugios a su alcance. Preparaba la escena con todo tipo de productos afrodisíacos, entre sus preferidos la miel y la menta y sacaba de una vitrina una figura de madera del dios Príapo con el pene erecto que presidía nuestros encuentros pasionales.

A Claudia le gustaba utilizar todo tipo de juguetes sexuales, tenía una gran colección de vibradores de todos los colores y texturas, algunos de ellos los había conseguido en sus viajes por Asia. No sólo los utilizaba para masturbarse en soledad también lo hacía en mi presencia para provocarme, para ponerme cachondo y siempre lo conseguía.

─¡Sabes que fue Cleopatra la que utilizó por primera vez un vibrador! ─me dijo una tarde de sábado que estaba jugando con uno de aquellos artefactos delante de mí. Cuenta la leyenda que utilizaba un consolador hecho de calabaza hueca en el que introducía abejas vivas que al revolotear provocaban la vibración.

Su voz era cada vez más sensual, su respiración agitada y yo cada vez más excitado me acercaba y le impedía seguir hablando, introduciendo mi lengua desesperadamente en su boca.

La mayoría de nuestros encuentros eran breves, rápidos y en los lugares más insospechados, a Claudia le excitaba el riesgo, en el asiento trasero de un taxi, bajo la mirada furtiva del taxista, en el aparcamiento de la empresa donde podríamos ser descubiertos por cualquier empleado o en el baño de caballeros del aeropuerto; le gustaba la aventura y le «ponía» el peligro, entonces no necesitaba preámbulos, se moría por follar, siempre estaba dispuesta, se despertaba en ella una fuerza interior irracional y primitiva, gozaba con los cinco sentidos y gemía hasta romperse en un acto animal, sin complejos. Aprendí a gozar del sexo y del peligro y las dos cosas conseguían excitarme más de lo que quería reconocer. En una ocasión lo hicimos en el mismo despacho de su marido, sabiendo que él podría aparecer en cualquier momento. Mientras me subía la bragueta y ella se retocaba el vestido, llegó Prádena, supe de inmediato que era consciente de lo que había pasado, observé una luz desconocida en sus ojos mientras dedicaba a su mujer una sonrisa cómplice. Yo salí y ella se quedó dentro largo rato, por un momento creí que reñirían, que se oirían voces, que se iba a armar un lío gordo, pero nada de eso ocurrió, Prádena llamó por el interfono a la secretaria para que no le molestaran y permaneció con su mujer en el despacho hasta la hora de comer, luego salieron risueños y relajados.

Otras veces Claudia me provocaba en cenas de negocios o reuniones con clientes importantes, incluso aunque su marido estuviera presente, dejaba caer su servilleta para que se la recogiera y le acariciara de paso el muslo, a veces se abría de piernas para que pudiera observar que no llevaba ropa interior y me entretuviera debajo de la mesa en busca de su lápiz de labios o de su mechero. Al principio era incapaz de controlar mi nerviosismo mientras ella se reía, sin pudor, clavándome su mirada felina, aquello la excitaba y era aún más dura en la negociación y más salvaje conmigo cuando nos quedábamos a solas. Claudia era una mujer muy fuerte, le gustaba dominar la situación, tomar la iniciativa, llevar la batuta, la pasión se satisfacía en la posesión total y ella me poseía sin más. Era cuestión de poder.

 

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3.2. El factor sorpresa

Durante los primeros años sólo tuve aventuras de una noche, en algún local nocturno de Madrid, bebido y «colocado», nada serio, me dedicaba, ante todo, a aprender, a trabajar y a follar con Claudia. A la casa donde vivía con su marido fui en varias ocasiones, allí gozábamos de todo el lujo del que le gustaba rodearse, baños relajantes de burbujas, masajes con aceites especiales y un buen cava, terminábamos haciendo el amor en la sala de lectura en la alfombra anaranjada frente a la chimenea encendida. Claudia siempre dejaba la persiana de la ventana subida y más de una vez creí ver una luz y una silueta en la casita de invitados.

Luego me convencía a mí mismo de que eran alucinaciones propias del alcohol y las drogas. Una de aquellas noches, después de haber pasado una horas de amor descontrolado, cuando me subía al coche para volver a Madrid, distinguí con cierta precisión una figura en la ventana de aquella casa, cuando encendí las luces del coche habría jurado que aquellos ojos que me observaban eran los de Jorge Prádena. Claudia se echó a reír cuando al día siguiente le comenté mis sospechas y zanjó la cuestión con un beso húmedo y clandestino.

En primavera, se las arregló para que la acompañara a un viaje de negocios a Barcelona al que también iba su marido. Ellos ocuparon la suite del hotel y yo una habitación individual en otra planta. Me había sentido incómodo desde el primer momento pero a Claudia parecía gustarle aquel juego. Prádena era correcto conmigo, a veces notaba en su mirada un halo triste, de súplica, pero nunca se dirigió a mí con malos modos aunque estaba seguro de que sabía los tejemanejes de su mujer y de que yo era el causante actual de su cornamenta.

Uno de aquellos días cerca de la medianoche, llamó a mi puerta y me dijo que la acompañara a tomar una copa, su marido estaba cansado y había preferido irse a dormir. Me llevó a un local cutre en el exterior y oscuro en el interior al que se accedía mediante una contraseña. Por su comportamiento, intuí que no era la primera vez que lo visitaba. El local tenía dos plantas. En la planta baja una barra y mesas esparcidas con cómodos sillones en los que parejas de diversas edades se metían mano sin remilgos. Me condujo hacia la parte superior, una luz violácea me cegaba, nos sentamos en un sofá grande compartido con un hombre cuarentón de pelo rizado que besaba desaforadamente a una pelirroja algo más joven; frente a nosotros, en una pequeña pista, algunas parejas bailaban con movimientos sensuales.

Claudia empezó a besarme sin preámbulo, mientras me acariciaba la entrepierna, respondí inmediatamente; al cabo de unos minutos el del pelo rizado colocó su mano en la pierna de Claudia y la empezó a acariciar por debajo de la falda sin dejar de besar a su acompañante, me sorprendió que Claudia aceptara aquella caricia sin inmutarse como si fuera lo más natural del mundo, al instante me susurró al oído:

─Déjate llevar, sígueme y haz lo que yo haga, no preguntes, merecerá la pena, confía en mí.

Segundos después, dejó de besarme aunque seguía acariciando mi pene por encima del pantalón, para volverse hacia el desconocido, el hombre, que se había separado de su pareja, lamía el cuello de Claudia con una lengua larga y carnosa, mientras ella gemía. Contuve la respiración, cerré un momento los ojos e intenté concentrarme en mis propios sentidos. Al abrirlos, ya no eran las manos de Claudia las que jugaban con mi sexo sino las manos de la pelirroja, huesudas y pintadas de rojo sangre, que lo habían liberado y lo masajeaban sin pudor, Claudia por su parte había abierto sus piernas y el desconocido la acariciaba afanosamente, sin levantar la cabeza. Casi al instante, se inclinó ligeramente, buscando mis labios, le metí la lengua hasta la garganta en un incontrolado embate. La mujer que me acariciaba se había desabrochado la blusa, sus pechos prominentes esperaban ser atendidos, me cogió la mano y la dirigió hasta una de sus tetas que empecé a pellizcar. Experimenté múltiples sensaciones desconocidas, dudaba si era la lengua de Claudia o la de la pelirroja la que jugueteaba con la mía, si mis manos tocaban un pecho u otro.

El hombre susurró algo al oído de Claudia que se levantó, arrastrándome de la mano, tenía el pelo revuelto, la mirada lasciva, la falda subida prácticamente hasta las nalgas. Me condujo hacia un reservado, se tumbó en una cama grande y se abrió de piernas, el del pelo rizado se arrodilló a su lado, le bajó las bragas y se concentró en su sexo con ansiedad, jadeaba, yo le desabroché la blusa y mordisquee sus pezones ardientes a punto de estallar; mientras se revolvía como una leona entre los dos, había conseguido bajarme los pantalones y me masturbaba compulsivamente. Ella se corrió unos instantes antes que yo flaqueara y me derramará en sus manos. Había perdido de vista a la otra mujer pero estaba allí observando la escena, mordiéndose la lengua sentada en el suelo, con las piernas abiertas y frotando su clítoris acompasadamente.

Cuando salimos de aquel reservado, apenas separado del resto del local por una mampara con motivos chinos, vi otras parejas en las mismas difíciles posturas que nosotros habíamos protagonizado antes, en la pista otras se acariciaban al compás de la música, los jadeos se confundían con las canciones y estallaban contra las paredes forradas de fieltro.

─No podía decirte donde veníamos ─dijo ya en la calle Claudia, el factor sorpresa funciona y excita mucho más, tú mismo lo has comprobado.

En la oficina algunos sospechaban de nuestra relación pero a ella no parecía importarle, actuaba con la mayor naturalidad, me provocaba en el pasillo, cerraba la puerta de su despacho cuando yo entraba, me piropeaba si me había cortado el pelo o estrenaba corbata, a mí, sin embargo, me preocupaba que su marido lo descubriera y me despidiera del bufete cuando empezaba a cogerle el gusto a la profesión. Intenté distanciar nuestros encuentros y tener más cuidado pero ella seguía siendo la dueña y señora de aquella historia, llegaba a horas intempestivas a mi casa que era su casa, follaba y se marchaba como quien va a hacer la compra. Aunque me seguía gustando como el primer día, empezó a enfurecerme el hecho de estar a su merced cuando y cómo ella quisiera.

Había cumplido los treinta, los años habían pasado, me sentía seguro en el trabajo y en la vida y no me gustaba el dominio que ejercía sobre mí. Incrementé mis salidas con Ricardo Mena por la noche madrileña. Aunque Mena ya se había casado, los jueves se las arreglaba para inventarse cenas de trabajo, reuniones nocturnas u otras excusas y poder trasnochar. Nunca me volvió a preguntar por Claudia pero en su mirada descubrí que lo sabía todo, o al menos lo intuía. Con él viví por aquellos años otras experiencias curiosas y no menos placenteras, fue él quien me invitó a una reunión muy especial en casa de otro abogado Sebastián Salcedo que también había pasado por Prádena y asociados.

Salcedo era un cincuentón de buena presencia y ademanes exquisitos, Ricardo me había dicho que era un vividor de manual, soltero y forrado de pasta que dirigía una compañía de seguros de éxito. Era una reunión sólo para hombres, alcohol, cocaína y juegos de mesa en los que se invertían grandes cantidades de dinero. Pasadas algunas horas, cuando íbamos a iniciar otra partida el dueño de la casa nos condujo a otra habitación amplia, donde había una gran mesa redonda cubierta por una faldeta de colores vivos, nos sentamos en torno a la mesa riéndonos, un poco ebrios ya.

─ La noche es joven, ¿otra partida de póquer? ─preguntó.

A los veinte minutos de repartir las cartas, percibí unos movimientos sospechosos debajo de la mesa. Observé a mis compañeros, todos tenían cara de circunstancia, de risa contenida; instantes después, sentí que alguien me empezaba a desabrochar la bragueta, unas manos desconocidas manoseaban mi falo hasta conseguir empalmarlo, sentía contracciones hasta en el estómago, yo seguía disimulando, me sudaban las manos, me había quedado sin saliva en la boca y apenas podía articular palabra, ignoraba si todo el mundo estaba viviendo lo mismo que yo, si era el alcohol, las drogas o la imaginación, pero habría jurado que alguien me está haciendo una señora mamada por debajo de la mesa sin mi consentimiento. Estaba desconcentrado, sentía un sofoco infernal que me subía hasta las orejas pero seguía jugando, la vista se me nublaba y estaba a punto de estallar cuando noté que la presión había disminuido y parado. Respiré con cierta satisfacción a pesar del dolor de huevos. Aguanté estoicamente hasta que terminó la partida. Por supuesto, perdí. Después oí los aplausos y la palmada de Ricardo en el hombro me devolvió a la realidad. El juego había terminado.

Todos me miraron, debajo de la mesa salió una mujer despampanante con un tanga y un minúsculo sujetador que apenas si le cubría los pezones, sus labios rojos y sus ojos maquillados me recordaron a las chicas de la gatita presumida.

─Te has portado como un macho ─me dijo el dueño de la casa dándome una palmadita en el hombro. Bienvenido al club.

Me eché a reír y comprendí la jugada. Era la prueba de fuego, todos los presentes, antes, habían pasado por ella.

─Como recompensa ─siguió mi recién estrenado amigo, es tuya por unas horas, se llama Mimí. Puedes utilizar el cuarto del fondo ¡Qué aproveche!

La chica me tomó de la mano y nos adentramos en una habitación de cortinas verdes y cama grande. Mis huevos necesitaban un poco de sosiego, pero no se podía perder ninguna oportunidad, ese era mi lema.

Llevaba diez años en la empresa cuando Jorge Prádena se jubiló y todos los poderes pasaron a Claudia, meses después me hizo socio del bufete. Seguíamos siendo amantes aunque sin compromisos, ambos vivíamos otras aventuras. Ella tenía una mayor responsabilidad y menos tiempo libre, su marido viajaba menos y tenía que atenderle, yo me aprovechaba de ello y me corría algunas juergas memorables con Sebastián Salcedo del que me había hecho muy amigo.

En verano decidí ir a visitar a Lucas que se había trasladado a Nueva York para realizar un proyecto de investigación médica. Lo vi muy cambiado, más alegre, más charlatán y tan atractivo como siempre, parecía que por fin había encontrado su sitio. Tenía, además, un amigo especial, llamado Mike. Pasamos unos días inolvidables que me sirvieron para alejarme de Claudia y del control que ejercía sobre mí.

─Esta tarde iremos con Mike a un club muy especial. Te gustará. No puedes irte de Nueva York sin conocerlo ─me anunció mientras comíamos, un día antes de regresar a España.

A las siete de la tarde, nos recogió el amigo de Lucas, un tío alto y fornido, con una sonrisa amplia y ademanes un poco bruscos. Llegamos a un local, un tanto lúgubre, situado cerca del Bronx. Un portero descomunal nos abrió la puerta. Pronto me dí cuenta que solo había hombres, supuse que seria un local de «ambiente» pero yo siempre estaba dispuesto a experimentar. Las paredes estaban decoradas con grafitis bajo una luz tenue e indirecta, había taquillas de seguridad para los objetos de valor y sonaba música de jazz suave. Nos sentamos en un sillón amplio de color indefinido. Mientras daba el primer sorbo al güisqui, observé que delante de nosotros había una pantalla gigante que emitía vídeos de hombres masturbándose y no era la única. Tras el desconcierto inicial comprendí realmente qué tipo de lugar era aquel, hombres que buscaban sin complejos la compañía de otros para compartir y disfrutar del placer de la masturbación. Instantes después subió la música y el tono pornográfico de los vídeos, empecé a excitarme ante el espectáculo, hombres adultos de todos los rangos de edad se estaban masturbando, casi a la vez, sin complejos, se veían penes de diferentes tamaños y colores, se oían jadeos intermitentes, Mike y Lucas participaban también. Tras unos momentos de duda, yo mismo me hice una paja con todas las de la ley, la respiración entrecortada de mis vecinos dio paso a gritos de placer sin pudor que resonaban en toda la sala. Luego, como si nada hubiera pasado, todo el mundo bebía alcohol en animada charla. Aquello se repitió varias veces a lo largo de la noche, en la última ocasión fue Lucas el que despertó mi falo y consiguió sacarle todo el jugo escondido. Por un momento retrocedí a otro tiempo, otro lugar y reconocí las mismas manos suaves, firmes, amigas. Fue excitante y sorprendente.

Cuando subíamos al coche de madrugada, miré hacia el local y me fijé en un neón que iluminaba la puerta: Jack off club ─leí en voz baja.

─¿Qué te ha parecido la experiencia?─dijo Lucas sonriente, de camino a casa.

─Aun no lo he digerido del todo ─contesté. Algo singular desde luego.

─Sabía que te iba a gustar. Recuerdo que siendo adolescente te encantaba descubrir nuevas formas de placer. Nada te detenía ─siguió con una media sonrisa.

─No vayas a creer que todos eran gays, desde luego que no ─intervino Mike─, no tiene nada de malo reunirse para masturbarse, sin prejuicios, sin negociación, sin miedo, los hombres se han masturbado en grupos, grandes y pequeños, desde siempre, ¿no crees? Todos tenemos recuerdos de hacernos pajas con los colegas del instituto ¡Viva el placer!

Recordé, entonces, las sesiones de películas porno que veíamos en casa de Toño y la timidez con la que todos acabábamos haciéndonos una paja después.

Lucas y yo nos miramos y sonreímos, chocamos nuestras manos, los dos compartíamos los mismos recuerdos adolescentes.

De regreso en Madrid, seguí con mi rutina habitual. El trabajo y mi «historia» con Claudia que también había regresado ya de las vacaciones. La tarde de un domingo de septiembre me invitó a tomar café en su casa, supuse que estaba sola y accedí. Cuando llegué, me sorprendió el que Prádena estuviera en casa y que él mismo me abriera la puerta, imaginé entonces que querría hablar de negocios.

─Bienvenido─ dijo Prádena al verme entrar ¿Cómo le va la vida, Leyva? Espero que en el despacho todo siga en su sitio.

─Sí, señor ─contesté. Los negocios marchan bien, afortunadamente para todos y a pesar de la feroz competencia.

─Me alegro ─prosiguió─. Claudia está en la sala de lectura, supongo que conoce la casa, le espera para tomar café, yo me retiro a recostarme un poco, ya sabe los viejos tenemos que dormir para recuperar fuerzas.

Me dirigí a la habitación que tenía la puerta entreabierta. Claudia leía el periódico, sentada en la alfombra, a su lado una bandeja con un café humeante y dos tazas. Tomamos el café y hablamos del despacho, de algunos casos pendientes, del futuro de la empresa; tras el café sirvió un gin tonic con mucho hielo. Oscurecía cuando Claudia me besó aquella tarde por primera vez. Me incomodé, pensando en que Prádena podía entrar en la sala, pero ella no se cortó nada. No pude negarme a sus requerimientos, nunca había podido; hicimos el amor, desnudos sobre la alfombra, como la primera vez que había ido a aquella casa.

─ ¿No te preocupa que tu marido pueda descubrirnos? ─le susurré al oído mientras acariciaba su cuello.

─No te inquietes, él no vendrá, sabe que queremos estar solos y lo entiende perfectamente ─dijo suavemente mientras me besaba─. Él lo ve todo.

Salté como un resorte de la alfombra e instintivamente cogí la camisa que caía a mi lado. Claudia se echó a reír.

─ ¿Qué te ocurre? ¿Te ha entrado un ataque de pudor a estas alturas? No seas chiquillo. No es la primera vez, mi marido sabe cómo tienes la polla, cómo me la metes y cómo me haces gozar. Es un voyeur delicioso y a mí me gusta que lo sea.

No supe qué decir. Recordé todas aquellas ocasiones en las que me había sentido observado en aquella casa, la silueta en la ventana, la luz de una vela fluctuante y por primera vez me sentí utilizado. No me gustó aquella sensación.

 

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3.3. La mirada indiscreta

En un ataque de dignidad, quise dejar Prádena y asociados y montar mi propio despacho, ya tenía la experiencia y los contactos suficientes para hacerlo, pero no acababa de dar el paso, seguía amarrado a aquel bufete en el que me había convertido en lo que era. La relación con Claudia empezaba a ser insostenible y perjudicaba mi trabajo. Me sentía en deuda con ella, se lo debía casi todo y seguía disfrutando de su cuerpo pero la idea de volar solo me rondaba por la cabeza cada vez con más fuerza. El tiempo había pasado para todos. Prádena estaba fuera de juego, apenas se le veía por el despacho, se rumoreaba que había envejecido mucho en los últimos meses debido a un problema cardíaco importante, Claudia era la dueña y señora de todo y todos pero su carácter también había cambiado, se había vuelto inflexible y aún más caprichosa. Su afición al sexo y al dinero no tenía límites, coqueteaba con todos los jóvenes nuevos sin ocultarse, su marido ya no estaba y él era al único que respetaba.

Aquel año entró en el bufete una nueva becaria, Rocío Aguilar, era una chica menudita y pecosa, me recordaba a Sofía, mi amiga de la adolescencia. Cuando se dirigía a mi, empleaba un tratamiento respetuoso, siempre de usted y si yo la miraba a los ojos, enrojecía como una colegiala. No era especialmente guapa, pero me atraían sus ojos vivos, siempre sorprendidos, brillantes y reverentes hacia mi persona. Decidí que fuera mi asistente y me acompañara a algunas reuniones, me seguía como un perrito faldero y me recordaba a mi mismo cuando escoltaba a Claudia Baltés. A los tres meses de su llegada no había perdido aún aquel aire tímido e ingenuo que tanto me gustaba, aunque era una chica lista y aprendía rápidamente. Una tarde en mi despacho a solas con ella le acaricie la barbilla y permaneció rígida, sin moverse, luego le besé los labios suavemente que tenía cerrados herméticamente, se sonrojó. Había en ella algo indefinido, asexual, pero me gustaba coquetear con ella y hacer que se ruborizara, me producía un placer intenso, el poder de la posesión. Nunca fui más allá.

Claudia descubrió mi complicidad con la chica y se enfadó, pareciera que solo ella podía seducir a los empleados jóvenes, me insinuó que despediría a la chica si no dejaba de coquetear con ella inmediatamente. Tuvimos una bronca monumental, la primera, de las muchas que vinieron después. Los gritos se oían en la recepción, fuimos la comidilla de la oficina durante algún tiempo. Claudia se había vuelto celosa e insegura, pretendía dominarme haciendo uso de su poder en la empresa. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Le presenté mi dimisión. Claudia no se lo esperaba y se desdijo; me rogó, lloró, pataleó hasta que accedí a quedarme. Me prometió que me daría absoluta libertad, nada de compromisos ni imposiciones. Quise creerlo pero aquel episodio fue el principio del fin.

Desde el momento en que me enteré que Prádena estaba al tanto de mi «historia» con su mujer, no quería fornicar en su casa, pero aquel día no pude negarme. Claudia había cumplido 50 años, tras una fiesta por todo lo alto en su mansión con sus amigos y a la que no fui invitado, al día siguiente me llamó:

─Estoy deprimida, Alejandro. Te necesito, me gustaría pasar una tarde de sofá, mantita y champán contigo. No me lo puedes negar. Soy una mujer mayor mendigando un poco de cariño.

Accedí. Se lo debía, tal vez para una mujer como ella cumplir 50 años era más deprimente de lo que aparentaba a simple vista.

A media tarde me presenté en su casa. Me abrió la verja desde el interior, no había nadie del servicio, supuse que estarían de fin de semana, tampoco había rastro de Prádena. Entré en la casa, en la percha había una chaqueta femenina y un bolso de mujer que no reconocí, me inquietó que pudiera tener invitados.

Oí ruido y me dirigí a la biblioteca, la puerta estaba entornada y por una pequeña ranura se divisaba parte de la alfombra y la chimenea. Me quedé momentáneamente paralizado, Claudia estaba tumbada, desnuda sobre la alfombra, una chica menuda, de cuerpo joven a la que no le veía la cara estaba a horcajadas sobre ella, le besaba los pechos, el vientre, el sexo mientras con la mano le acariciaba la cadera y el muslo. Era la primera vez que veía a Claudia montárselo con una mujer. Los dos cuerpos de frotaban y gemían. Claudia se dejaba hacer, la chica más joven se movía con habilidad, sus sexos se agitaban unidos, se mordisqueban los labios, la lengua, las mejillas. Sentí una atracción perversa, no podía dejar de mirar, recordé a Prádena y su afición al «voyeurismo», tal vez en ese mismo momento él también estaba mirando ¡tendría gracia! ─pensé.

Era una sensación desconcertante, noté un ligero e involuntario pinchazo en la entrepierna, cuando los cuerpos de las dos mujeres rodaron como uno solo por la alfombra. Al cambiar de posición, la chica joven, con un gesto intuitivo miró hacia la puerta, entonces la reconocí. Un nudo cruzó mi pecho y se instaló en mi garganta. Era Rocío Aguilar. No podía creerlo, la chica tímida que se sonrojaba nada más mirarla, que cerraba los labios cuando intentaba besarla estaba allí fornicando con Claudia, ¿era lesbiana? ¿bisexual? o simplemente se había dejado seducir por la gran jefa?. Y Claudia ¿por qué lo hacía, quería provocarme, demostrarme quién mandaba?

Di un paso hacia atrás, Rocío me siguió con la mirada sin moverse de su posición, pero Claudia se percató de la desconcentración de la chica y alzó la vista. Estaba sudorosa, despeinada con ese brillo de placer que se instalaba en sus mejillas cuando estaba excitada. Se recompuso de inmediato, con su natural habilidad. Desnuda como estaba se incorporó sin pudor, mientras Rocío se cubría con una camisa blanca.

─Pasa Alejandro. No te quedes en la puerta. Espero que no te importe que hayamos empezado sin ti.

Rocío estaba callada y un poco tensa, con los ojos fijos en el suelo.

─Lo siento ─contesté, no sabía que estabas ocupada. Puedo volver en otro momento.

─De ninguna manera, te estábamos esperando ¿no es cierto Rocío?

La joven no se movió de su sitio ni contestó. Claudia se levanto, coqueta y me tomó de la mano.

─Estoy segura de que te mueres por participar en este juego ─se rió enseñándome sus dientes blancos, manchados de carmín.

La chica también se había levantado y en silencio se dirigió hacia mi, entre las dos me desabrocharon la camisa y me quitaron los pantalones, lentamente, a mi pesar estaba ya empalmado. Disimulé. Ya tumbado en el suelo me quitaron los calzoncillos con la boca, cada una tirando de un lado. Claudia tomó la iniciativa, empezó a besarme el cuello, el lóbulo de la oreja, los ojos hasta meterme su lengua experta hasta la garganta, Rocío, entre tanto, me chupaba los dedos de los pies, no pude por menos que emitir un gemido ahogado, como el de un perro callejero, abandonado a su suerte. Mientras Claudia se dedicaba a mis pezones, al abdomen o las caderas, Roció lamía mis tobillos, mis piernas, la parte interior de los muslos hasta llegar a los genitales. Las dos mujeres se afanaban por mantener mi verga erecta, una chupaba el glande, la otra pellizcaba los testículos, mientras sus manos recorrían cada centímetro de mi anatomía. El placer era infinito. Me revolvía tocando con mis manos sus caderas, sus pechos, su sexo, gemía cada vez con más fuerza hasta que me corrí en una boca caliente que no supe distinguir. Me quedé exhausto, con los ojos cerrados, tumbado sobre la alfombra.

Cuando me incorporé, Rocío estaba concentrada en el sexo de Claudia hasta que empezó a contraerse en un orgasmo prolongado.

Tras un breve silencio, la risa de Claudia sonó en la habitación.

─Creo que es el turno de Rocío, espero que puedas estar a la altura, querido ─me susurró al oído─. El mundo es de los jóvenes.

Rocío me miraba con timidez, su cuerpo temblaba, me acerqué a ella con decisión, le besé en los labios, esta vez abrió la boca y me dejó entrar, le introduje dos dedos en su vagina caliente y húmeda, su cuerpo respondía, y sin mucho preámbulo la penetré hasta el fondo, me acoplé a su cuerpo como si fuera un terreno conocido, como si ya antes hubiera estado dentro, cabalgamos unos minutos mientras intentaba presionar su clítoris con los dedos. Ella clavaba sus uñas en mi trasero hasta hacerme daño, no pude controlar mucho la embestida, conseguí que un grito ahogado de placer saliera de su boca con un espasmo continuado de su cuerpo pegado al mío, poco después me corrí aquella tarde por segunda vez.

Quedamos los tres tendidos en el suelo, Claudia nos sirvió champan frío. A los pocos minutos, Rocío se levantó, se puso una camisa y salió de la habitación, apenas había dicho una palabra en toda la tarde. Después oí la puerta de la calle, Claudia seguía abrazada a mí.

Se había hecho de noche, en la pequeña casa de enfrente aprecié una luz tenue y una figura familiar asomada a la ventana. No hice caso.

Aquella noche cenamos como dos buenos amigos, degustamos una tarta de cumpleaños y brindamos con champán.

─¿Desde cuándo sois amantes, te has pasado a las mujeres? ─le pregunté.

─Tal vez no lo creas, pero es la primera vez. Hasta ahora sólo hemos flirteado un poco, supe que a ella le iban las mujeres hace poco y yo siempre estoy dispuesta a disfrutar, como tú sabes. Nunca me pongo límites.

─Ya. Pero esto ha sido una encerrona por tu parte.

─No digas que nos has disfrutado. Lo he visto en tu cara. Recuerda el factor sorpresa: funciona ─acercó su copa para brindar de nuevo.

─Por la juventud ─sentenció burlona.

Nos habíamos quedado dormidos ligeramente cuando oímos un ruido extraño, llegaba del exterior. Miré por la ventana y observé que la casita de invitados estaba a oscuras. La luz que creía haber visto horas antes había desaparecido.

Claudia se levantó como un resorte, se puso una bata y salió al jardín, por la ventana vi que se dirigía a la casa. Luego oí un grito estremecedor y salí corriendo. Jorge Prádena yacía en el suelo, y a su lado un candelabro apagado.

Después fue todo muy deprisa. La ambulancia, los médicos que certificaron la muerte. Parada cardiorrespiratoria, las explicaciones y los preparativos del sepelio.

Me mantuve en un segundo plano. Claudia dirigía con firmeza cada detalle, sólo la vi llorar en los primeros momentos, cuando descubrimos el cadáver, luego mostró una entereza admirable. Fue un funeral multitudinario: familiares, amigos, trabajadores y curiosos llenaron la iglesia y los alrededores; conocí a sus hijos y nietos, mantuve una breve conversación de cortesía con ellos. Claudia se comportaba como la abeja reina, de luto riguroso, cubierto el rostro con un velo negro hasta la boca, parecía realmente afectada; a pesar de su elegancia, su saber estar, su prestancia natural, la descubrí débil, humana, vulnerable por primera vez.

 

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3.4. Un giro de guion

Mi amigo Gonzalo y Beatriz, su mujer, murieron en un accidente de coche un sábado de septiembre de 1996, Gonzalo tenía 40 años, dos años más que yo, leí la noticia en el periódico del domingo cuando intentaba combatir la resaca con un café bien cargado. El suceso me dejó clavado al sillón durante largos minutos, luego mi corazón se disparó rememorando un montón de recuerdos del pasado. Hacía tiempo que no veía a Gonzalo, en los últimos años nos habíamos encontrado en unas cuantas ocasiones: el día de su boda con Beatriz, en la primera comunión de su hija, en algún estreno sonado y una última vez en la que me había visitado en el despacho para formalizar su testamento.

Llamé a Lucas, al que tampoco había visto desde que había regresado de Estados Unidos y quedamos al día siguiente para ir juntos al tanatorio. Pasé el día en casa, nervioso, rebelándome contra la muerte, enfadado con la vida, tratando de comprender el porqué de aquella fatalidad, aquella tragedia inesperada que me estaba rasgando las entrañas.

Recogí a Lucas en la puerta de su casa, caminaba con paso firme, los ojos fijos en el suelo, distraído como casi siempre. Se había convertido en un tipo refinado y apuesto. Vestía impecablemente de negro, gafas de profesor universitario, barba bien recortada y en su pelo ondulado, aunque más corto de lo habitual, se vislumbraban ya algunas canas. Sentí envidia de su inteligencia y su serenidad. Salí del coche y nos abrazamos en silencio unos instantes.

─Lucas, ¡cuánto tiempo! ─acerté a decir.

─Estás estupendo, amigo. ¡Cómo ha podido pasar tanto tiempo sin vernos! ─dijo en un tono amistoso y sincero.

─No tengo respuestas, la vida, supongo ─le contesté casi al oído mientras le apretaba contra mi pecho.

En el tanatorio me sentí incómodo. Hacía mucho calor, era un lugar desolador y al mismo tiempo bullicioso, innumerables personas entraban y salían, olía a cera e incienso, parecía un acontecimiento social, compañeros de profesión de Gonzalo, rostros conocidos, periodistas y cámaras de televisión daban a la situación un aire de representación dramático-festiva.

Supe quién era en cuanto mis ojos se posaron en ella, rubia y menuda, vestía de oscuro, lo que resaltaba su tez blanca, con ese aire desgarbado de las jovencitas, su rostro aniñado pero travieso miraba a todas partes con ojos desorientados, buscando su lugar. Siguiendo a Lucas me acerqué a ella, la chica se abalanzó a los brazos de mi amigo llorando, él la besó con cariño mientras yo observaba la escena en silencio. Al cabo de unos instantes me miró con curiosidad.

─Alejandro ¿ te acuerdes de Clara? es la hija de Gonzalo ─dijo Lucas.

La chica me miró intensamente con sus ojos enrojecidos por el llanto y me dio dos besos en las mejillas. Sentí inquietud y nostalgia mientras correspondía a aquellos besos húmedos por las lágrimas.

─Te has convertido en una mujercita ─dije con mimo─. Parece mentira que Gonzalo tenga una hija tan mayor. Soy un buen amigo de tu padre, creo que no te veo desde que hiciste la primera comunión.

─Si. Sé quién eres ─contestó la chica con desparpajo, mirándome fijamente a los ojos. Alejandro Leyva, abogado, amigo de mi padre desde el colegio.

Me sorprendió la apostura y seguridad con la que aquella chiquilla pronunciaba cada una de las palabras, esa firmeza contrastaba con su rostro infantil, su aspecto desaliñado, casi desprotegido y la melancolía de sus ojos. No pude evitar sentir una atracción fatal.

Quince días más tarde, fui citado para la lectura del testamento de Gonzalo. Allí estaban, ya sentados: Clara, un matrimonio de mediana edad que supe trabajaban en la casa de los Molina y un hermano de Beatriz Moreno con su mujer. En aquel testamento, tras el reparto de bienes, se me nombraba albacea de la chica hasta que cumpliera la mayoría de edad y en su tutor en todos los asuntos fiscales y financieros. Sentí vértigo por la responsabilidad, de repente me encontraba con una chica de dieciséis años a mi cargo, al menos de manera legal porque ella seguiría viviendo en la casa familiar al cuidado de aquel matrimonio tal como había hecho hasta el momento, cuando sus padres viajaban por el país.

Clara me miraba con la misma curiosidad con la que yo observaba sus movimientos, pero no dijo nada, ella también tenía que asimilar todo aquello. Desde aquel momento tendría que tratar con un desconocido.

Contra todo pronóstico, empecé a cumplir con bastante celo mi misión; me involucré sin darme cuenta en la vida de aquella jovencita, la llamaba por teléfono con frecuencia, al menos una vez por semana, la invitaba a comer algún que otro sábado, me interesaba por sus estudios, sus amistades y sus aspiraciones. Clara era tremendamente despierta para su edad aunque a veces irradiaba un halo desvalido e inocente que despertaba en mí un aire protector persistente y obsesivo.

─¿Cómo he de llamarte ─me dijo una tarde, mientras comíamos en un restaurante italiano─ tío, tutor, padrino, abogado, asesor fiscal?

Me miró con sus ojos claros, casi transparentes que había heredado de su madre y casi consigue ruborizarme.

─Llámame Alejandro ─contesté intentando mantenerle la mirada─. Como tutor, procuraré que nadie te engañe, al menos en lo que a finanzas se refiere.

─ Claro. Seguiré tus consejos en lo que pueda ─continuó─, aunque te advierto que siempre he sido muy independiente y me gusta hacer las cosas a mi manera. Mis padres me dejaban a mi aire.

Esbocé una ligera sonrisa. Era solo una chiquilla, con la coleta rubia, el flequillo despeinado que constantemente retocaba en un tic nervioso, dientes blancos y alineados, barbilla respingona, presidida por un hoyuelo minúsculo que le temblaba cuando sonreía pero su presencia me producía un efecto que no me atrevía a analizar. Mi amigo desde la tumba me estaba retando y yo sentía, sin quererlo, un pinchazo de placer en el estómago.

Mis sentimientos hacia Clara eran confusos, la protegía, la cuidaba, la aconsejaba, me interesaba por sus cosas pero además quería impresionarla. La llevaba a sitios elegantes, le presentaba a personas importantes, le hacía regalos caros y me complacía gratamente que me considerara un tío interesante y que me hablara de la envidia que sentían sus amigas cada vez que iba a recogerla al colegio.

A veces creía que hacía esos comentarios con toda la intención para despertar mi vanidad pero otras la veía simplemente como una niña que iba descubriendo el mundo sin malicia. Su ingenuidad era una de sus mayores virtudes pero en ocasiones aquella ingenuidad se convertía en picardía como si meditara cada una de sus palabras, consciente de su fuerza y de su poder. No me atrevía a confesar abiertamente, ni siquiera a definir con palabras lo que sentía, era un deseo encubierto, apenas perceptible que me desasosegaba cuando estaba cerca y me dolía cuando estaba lejos.

En el despacho la llamaban mi protegida y se burlaban cuando destacaba su inteligencia o su creatividad.

─ ¡Ojo! Un pañuelo para la baba de Leyva ─decía Mena muerto de risa.

Fue Claudia con su habitual ironía y perspicacia la que, un buen día, soltó delante de todos:

─¿No te gustará esa chica para algo más? ¿Quieres que sea tu ahijada o tu amante?

Todos rieron y yo me enfurecí. Sentí rabia, la habría estrangulado, pero contesté con el mismo tono irónico y sereno, tratando de imitar el suyo.

─Tiene dieciséis años, podría ser mi hija. Confieso, sin embargo, que me gusta pasear con ella, cenar con ella en un restaurante romántico a la luz de las velas y que alguna mente maliciosa como la tuya piense que es mi amante y se muera de envidia.

─Ya, lo imaginaba ─siguió Claudia en un tono más hiriente que sólo yo parecía percibir, esa chica debería tener cuidado, te acercas a los cuarenta y eso es muy peligroso en hombres como tú, empiezan a volverse locos por las «lolitas» de turno.

─Es el relevo generacional ─dije en el mismo tono, los discípulos se convierten en maestros. «C'est la vie».

Claudia me miró con ojos de loba acorralada y puso tierra por medio. Desde la muerte de Prádena no era la misma, se mostraba a veces intransigente y otras vulnerable, perdía los papeles con facilidad y se había convertido en una mujer alterable y gruñona. A pesar de todo seguía siendo la dueña y señora, conservaba sus encantos y seducía a cuantos jóvenes entraban en el bufete. Nosotros nos habíamos distanciado irremediablemente, no había conseguido perdonarle la encerrona de aquel trágico día en que murió su marido y nuestra relación se había ido deteriorando. Aún follábamos de vez en cuando en mi casa o en algún hotel pero nunca en su casa de la Florida adonde no había vuelto a pisar desde aquel día. Rocío se fue de la empresa, tras su periodo de prácticas, decidió marcharse, nunca hablamos de aquella noche, ni de aquel trío al que seguramente nos vimos forzados los dos. Mi vida ahora tenía otras prioridades.

Fragmento siguiente recitado por la autora.

En el decimoséptimo cumpleaños de Clara, a principios de verano, preparé una gran celebración; comimos en mi casa los más allegados, también Lucas y más tarde ella recibió a sus amigos en el porche donde habíamos montado una gran fiesta. Mientras los jóvenes se divertían, Lucas y yo charlábamos tomando un whisky en la sala pero no podía dejar de mirar de reojo lo que ocurría en el jardín: Clara riendo, bromeando con algún chico, Clara bailando, Clara sirviendo los refrescos. Cuando ya entrada la noche, Lucas se marchó, me quedé solo, vigilante, celoso, escondido en la oscuridad sin dejar de observar por la ventana. La música se había suavizado, una voz femenina que no reconocí entonaba una melodía y algunas parejas se habían puesto a bailar, Clara se acurrucaba en los brazos de un chico alto, desgarbado, con coleta y patillas puntiagudas, una desazón innombrable recorrió mis entrañas ¿celos, envidia, ansia de protección?

─Venga Alejandro, ven a bailar. Hemos puesto una canción en tu honor. Clara me sacó de golpe de mis pensamientos y me condujo a la pista de baile improvisada.

Sonaba Yesterday. La tomé entre mis brazos suavemente y empezamos a bailar, su cuerpo menudo se movía acompasadamente mientras su cabeza reposaba en mi hombro con naturalidad, como una niña pequeña que quisiera dormir en los brazos de su protector. A mí, sin embargo, me inquietaba su olor de mujer, su respiración cercana, su cuerpo joven pegado al mío. Tuve la tentación de estrecharla aún más contra mi cuerpo, de abarcar totalmente su pequeña cintura y besarle el pelo rubio que se movía suavemente con la brisa. No lo hice. Debajo de la blusa de seda italiana, muy entallada, que le había regalado Lucas percibía su pecho terso y redondo, sentía escalofríos y miedo. Afortunadamente la canción terminó y un ruido estridente llenó el jardín, Clara me besó en la mejilla y con toda naturalidad se alejó hacia un grupo de chicos que la piropeaban. Me retiré como un pájaro herido.

Aquella noche se quedó por primera vez a dormir en mi casa, le había preparado un cuarto para que lo usara siempre que quisiera. Apenas pegué ojo en toda la noche, me despertaba con frecuencia, tenía sueños eróticos imprecisos, me veía siendo adolescente con Gonzalo y luego su rostro se convertía en el de su hija y yo la besaba con los ojos cerrados y cuando los abría era el rostro y los labios de Gonzalo lo que besaba. Por la mañana desperté empalmado y tuve que darme una ducha de agua fría antes de preparar mi primer desayuno para dos.

Entonces, intuí, por segunda vez, que aquella chiquilla/mujer se iba a colar en mi vida descaradamente, irremediablemente y sonreí, nervioso, por la temeridad del augurio.

 


 

[Continuará con la entrega cuarta que se publicará a partir del próximo septiembre en la Biblioteca APEQ de la web de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» de Madrid].

 

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