Letra 15. Revista digital
Revista digital de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» de Madrid - ISSN 2341-1643

 

En este segundo número contamos con tres colaboraciones de gente relacionada con el mundo de la docencia y la literatura.

 

1.
Dos grados centígrados

Jorge Riechmann

El autor, profesor titular de filosofía moral en la UAM, escribe poemas y ensayos, además de practicar la traducción literaria (desde el alemán y el francés). Dos extensos tramos de su poesía están reunidos en Futuralgia (poesía 1979 a 2000, Calambur 2011) y Entreser (poesía 1993 a 2007, Monte Ávila 2013). Otros poemarios recientes son El común de los mortales (Tusquets, 2011), Poemas lisiados (La Oveja Roja, 2011) e Historias del señor W. (Eds. de la Baragaña 2014). Es autor de varias decenas de ensayos sobre cuestiones de ecología política y pensamiento ecológico. Milita en Ecologistas en Acción y en Izquierda Anticapitalista. Dirigió el Observatorio de la Sostenibilidad en España en su fase de constitución. Su blog: www.tratarde.org.

El poema publicado es inédito.

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Tras muchos años de investigación

y minuciosas encuestas

entre novias amantes compañeras amigas meras conocidas

o desconocidas incluso

uno llega a la siguiente conclusión científica:

la diferencia promedio

en la sensación de confort térmico

entre mujeres y varones occidentales de raza blanca

oscila en torno a dos grados

con un error de +/- 0’1 ºC

Cuando mi amigo Nacho

—poeta y traductor empedernido

del poeta Gary Snyder— me cuenta

las disputas domésticas con su chica

en torno al termostato de la calefacción

sonrío para mis adentros:

¿cómo pueden ignorar

hechos científicos tan básicos?

Convivir en pareja

es una negociación inacabable

donde los pactos arreglos e inevitables

componendas han de perseguirse

sin vencedores ni vencidos

En este caso

un mediador avezado podría proponer:

Nacho, dos horas más de calefacción al día

Ana, medias de lana y suéter también dentro de casa.

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2.
Desnudo

Javier Lostalé

El autor nace en Madrid en 1942, es poeta, periodista, crítico literario y antólogo. Profesional de Radio Nacional durante más de treinta y seis años, obtuvo el Premio Nacional de Fomento de la Lectura a través de Medios de Comunicación. Autor de seis libros de poemas, su poesía reunida está publicada por Calambur bajo el título La rosa inclinada. Premio Francisco de Quevedo por el libro de poemas en prosa La estación azul. En 2010 apareció, también en Calambur, Tormenta transparente, poemario al que siguieron las antologías Rosa y Tormenta (Cálamo 2011) y Azul relente, publicada por Renacimiento la pasada primavera. Este otoño Pre-Textos editará su nuevo libro El pulso de las nubes. Es autor asimismo de un libro sobre la lectura, Quien lee vive más (Polibea 2014).

El poema es inédito.

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I

 

Tu desnudo tiene la quietud

de una rosa antes del amanecer.

Abandonado en el límite

de la ausencia más pura

emite una luz

en la que entera leo mi vida

sin alterar el secreto de la tuya,

pues quien así se entrega

es solo ascensión sin tacto,

eternidad de lengua absuelta.

Nadie habite entonces la flotación dormida del amante

hasta que su corazón desborde

y se produzca el bautismo del mundo.

No hay conquista en tu desnudo,

sino postrimería en revelación,

pues principio y fin en él se anudan.

Si me inclino sobre su oscilante cristal de llama

escucho un fulgor de palabras primeras

que me reúne con todo lo amado hasta llegar a ti,

y callo cuanto supe

para reiniciar contigo el tiempo.

Es tu desnudo destino

donde se fecundan aurora y atardecer,

y lo que el pensamiento toca

germina consumación.

No hay en ti desnudo

sino tiempo y espacio en suspensión,

honda sombra con pulso

en la que no dejo de nacer.

 

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3.
Nana para dormir francesas

Luis Martínez de Mingo

El autor (Logroño, 1948) es Catedrático de Literatura y ha ejercido como profesor de EE.MM. durante 38 años. Doctor por la Universidad Central del Barcelona con la tesis La evolución del romanticismo progresivo en la poesía española. Ha publicado libros de poesía, Cauces del engaño y Anacrónica y Fidel; relatos, Cuentos portátiles de la penúltima autonomía, Cuatro cuentos criminales, Bestiario del corazón, y El Estado contra natura; tres novelas, El perro de Dostoievski, Muchnik Editores, Morir de hambre, cartas a una anoréxica, Ed. Diagonal, y Pintar al monstruo; ensayo, Miedo y Literatura; una biografía, José Luis Borau; y tres antologías, Cuentos de ciclismo, E. Edad; Poemas memorables (1939-1999), Castalia, y La casa ciega-8, E. Edad, 2006, estos dos últimos como co-autor. Sus libros han sido reseñados en todos los medios de comunicación. Ha colaborado en El País, Quimera, Ínsula, Diario-16, aquí con columna fija, etc., Y en Calle Mayor y El Péndulo, como integrante del consejo de Redacción durante varios años. Ha ganado concursos de relatos y de novela corta. En 2001 fue finalista del Nadal con El perro de Dostoievski, y ha dado numerosas conferencias dentro y fuera de España.

Este cuento se publicó en la revista El Péndulo (La Rioja).

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Mal, muy mal se te tienen que dar las cosas para que a lo largo de tu existencia no le salves la vida por lo menos a una persona. En este sentido al menos yo puedo dormir tranquilo. Recién divorciado y cuando aún los ecos de la nostalgia amargaban mis amaneceres, se cruzó por mi vida un presunto asesino al que, si no me equivoco, al menos supe refrenar en un tiempo crucial. Fue en el relevo del apartamento de soltero; yo salía y él entraba. Yo había pasado allí los tres primeros meses del desolladero y él, tras consumar su exilio matrimonial, ahora se disponía a ocupar mi plaza. Era un tipo nervioso, escuálido, con más de cuarenta tacos y mirada al bies, como el que no se atreve a seguir la remontada del vuelo de la paloma. Un tipo físico de chichinabo, de esos que parece que han agarrado a una mujer que no les corresponde. Como si todavía estuviéramos jugando y él se hubiese subido a un árbol en un descuido de los demás y hubiese colgado de la rama: «Cogido. Otra vez será».

Ante mí no estaba para juegos. Daba vueltas sobre la moqueta cabeceando como un balandro y se rascaba el cuerpo, las manos, los costados, como un sarnoso bíblico.

—La mato. Por mi puta vida que la mato. Lo que no sé es cómo no me la he cargado ya.

—Que no, joder, que así no se adelanta nada. Tú escúchame a mí —y me ponía delante de él, interrumpiéndole el paso y sacudiéndole los hombros—. Lo que tienes que hacer es dejar que pase el tiempo, que todo se vaya en perspectiva. Tú como si nada, a olvidar un poco cada día y a respirar. Eso es lo importante, que el aire es gratis.

—Que no, joder. ¿Pero tú sabes lo que me ha hecho la guarra esa?

Y me abrió su vida como una casa batida por el huracán. Se me confesó a borbotones, como si yo fuese el presidente del Tribunal de La Rota y tuviese que fallar inmediatamente a su favor.

«La culpa la tengo yo, yo he tenido la culpa de todo y desde el principio, por acomplejado. ¿Pero quién, coño, me mandaría a mí? Yo ya tenía mi vida más encauzada pero, como ganaba bien y me absorbía tanto, en cuanto se cruzó en mi camino, rompí mi pareja, vi el cielo abierto y me lancé a por ella. Yo de siempre había soñado con francesas pero nunca me había atrevido ni a dirigirles la palabra. Me parecían superiores, como fibra de vidrio o malaquita, qué sé yo. En cuanto vi que me hacía un poco caso, ni me lo creí. Y eso que me lo decía hasta el mecánico cuando se lo contaba:

—Si tienes que subir tanto a París, y venga avión para aquí y para allá, no merece la pena. ¿Pero qué tienen las franceses que no tengan las demás?

Lo tenía todo. Yo iba por la calle con ella y sentía que salían a los balcones, que escudriñaban entre los visillos para envidiarme. Incluso en los Campos Elíseos se me antojaba la mejor. No escatimé tiempo para rendirla. Paseábamos por Le Quartier Latin, la veía fijar los ojos sobre unos pendientes de Saint Laurent y ya estaba con mi tarjeta Visa por delante para que no le rozase la sombra de la frustración. Andábamos un poco más y, claro, como su debilidad eran los zapatos, enseguida entrábamos a ver cómo le quedaban unos rojos de tiras imposibles que le dejaban el calcañar casi más desnudo que a las cigüeñas.

—Que no —decía más mimosa que un lazo amarillo—, que ya me has comprado muchas cosas hoy. No caguiño, que eres muy bueno conmigo. Más no.

—Que sí, que sí. Vete que mañana te hagas un esquince y no los puedas lucir.

—¡Ah, se fouler la cheville, se dice en francés. Tú si eres gacioso, el hombre más gacioso del mundo. Bueno, vamos a verlos, pero lo ultimo, ya no más.

Cuando me di cuenta, a base de carantoñas, cenas frías en los bistrot, con sus múltiples amigos, y encamadas en las que cada día batíamos nuestro propio record, de rondón me vi metido en una procesión de abogados para que, a toda prisa, arreglasen los papeles y nos casasen porque aquello no podía demorarse ni cinco minutos. Yo sentía que o me decidía ya u otro de sus múltiples amigos me dejaría con un pasmo metafísico.

Los primeros meses del matrimonio, como coincidieron con las vacaciones de verano, los pasamos en parte en casa de sus padres. Estos eran un par recién jubilados; él, otorrino húngaro, ella, marroquí de a pie, que se habían instalado en la región de La Drôme, en un chalecito rodeado de grandes árboles, donde practicaban yoga, meditación trascendental y mucha cocina vegetariana, que te dejaba con las fauces abiertas aproximadamente a la media hora. Yo practiqué el truco del pan integral que por lo menos te forma una masa en el esófago y, por un tiempo, te libra del vacío. Si ya son soporíferos los franceses, aquellos además eran inmigrantes instalados de primera generación, votaban a Le Penn, y eran levitadores. Un verano así puede convertirse en un túnel de bostezos sin solución, por eso, Simone y yo, nos escabullíamos en cuanto podíamos al sótano y allí, liberados de Le Penn, casi no hacíamos otra cosa que consumar el matrimonio. Parecía que mi mujer se había casado a la vez con sus padres y conmigo. En aquel útero francés yo era un hombre regalado sin más piel ni más límites que los de su familia. Menos mal que todo acaba porque hasta lo mejor puede hacerse morralla. Llegó septiembre y hubo que retornar al trabajo. Nos instalamos en Madrid, en un piso al que le sobraban más habitaciones que al Vaticano. Yo iba a la empresa y ella se quedaba en casa haciendo cortinas y cuidando de nuestro embarazo: «Me paguece, caguiño, que acertamos a la primera».

Yo era feliz. Tenía en casa, solo para mí, a quien ni me imaginaba unos pocos meses atrás. Ganaba bien porque la informática entonces daba dinero, así que podía seguir dándole caprichos de lo más tonto. Terminaba de trabajar e inmediatamente retornaba al hogar a ver si era verdad que no había emigrado a París, o con sus padres. Poníamos las cortinas, le tocaba la barriga y llamábamos a mis suegros, a ver qué tal seguían de la jubilación».

A medida que fue hablando y se fue metiendo en harina, obnubilado por la función cordal de la palabra, fue dejando de rascarse y de dar vueltas de heliotropo para, en cambio, gesticular como un pelele de feria. Por lo que parecía, yo era su frontón, le servía de pretexto para que, a tanteos, fuera soltando los nódulos de su dolor. Al menos de forma entreverada, iba verbalizando y eso me daba esperanzas para, al menos, refrenarlo. Si tanto la había adorado, si su sola presencia valía por el resto del mundo, pues ya había obtenido de sobra su recompensa. Lo malo de los amantes así defenestrados es que no les entra una sola razón en la cabeza. Lo malo del amor, y lo mejor, es que siempre tiene vocación de eternidad. Se explaya en este mundo pero sus raíces proceden de otros adyacentes que se nutren de pálpitos, lágrimas, suspiros y sombras.

«Fueron, cómo te diría, años de delicia. Nunca más volveré a ser feliz, lo sé muy bien. Por eso me da igual todo y lo que tengo que hacer es matarla».

—Que no, que es mejor respirar. Te lo digo por experiencia. El olvido es la mejor forma de asesinato porque tú sales indemne y al cabo, cuando la ves de nuevo, te parece un tiesto de la repisa. Te lo dice quien lo sabe.

Pero es que yo creo que ni me miraba. Escuchar, seguro que no.

«Todo fue sobre ruedas hasta que el niño entró en la guardería. A ella se le caía la casa encima, así que me insistió obsesivamente en que quería trabajar de cualquier cosa, pero rápido. Todo le daba así, tanto si quería casarse como tener hijos o cambiar de vida. Por eso yo vivía como sobre una rama quebrada. En mi afán por controlarla, por no perderla mucho de vista, lo primero que se me ocurrió fue hablar con mi jefe, el dueño de la empresa. ¿Venía bien una interprete de francés, culta y con conocimientos de informática, ahora que tantos contactos teníamos con la CEE? Cuál no sería mi sorpresa cuando me dijo que muy posiblemente, que fuera para hacerle una entrevista porque la idea era buena. La hizo, la aceptaron y empezamos a traer dinero a casa como si fuéramos a montar un banco. Pronto nos metimos en un chalet. La hipoteca nos permitía ir desgravándonos y además el niño se acostumbraba desde el principio a los mejores ambientes. Simone estaba encantada. A veces, incluso, llegaba a casa más tarde porque «no hay nadie más en la oficina que hable francés y porque los inversores comunitarios quieren las cosas bien hechas». Yo cuidaba del niño, hacía la cena, veía la tele, me dormía, y entonces llegaba ella.

Así pasó un tiempo y entonces fue cuando a mí se me ocurrió proponerle que podríamos tener otro niño porque casi con el mismo trabajo criábamos los dos. Que no, que a ella no se le pasaba ni por la cabeza, que se encontraba muy realizada en su trabajo y que lo de quedarse embarazada en ese momento de su vida se le hacía muy cuesta arriba. Todo el que haya estado casado sabe que, en ese momento, se plantea una situación muy delicada. Yo soy especialmente celoso, para qué lo vamos a negar. Mi mujer, no es solo que esté buena, es que es francesa y además la han ascendido porque vale mucho; así que ahora es secretaria personal del jefe. No sé si te has dado cuenta –me inquiría mirándome fijamente a los ojos como si yo fuera su gallo de pelea– de que en las empresas, cuanto más altos están sus despachos, más largas tienen las piernas sus secretarias, y mi mujer las tiene como para anunciar ligueros.

Bueno, pues tal que un día de marzo, cuando más calientan los copos de los almendros, no vino a dormir y a los pocos días tuvo que partir para Estrasburgo porque se firmaban acuerdos al más alto nivel. A partir de ahí, entramos en tierra de nadie. Simone lució para la ocasión, y con todo desparpajo, un reloj de oro como el que yo le había visto en una foto a la mismísima Esther Koplowitz. A los pocos días la veo salir del despacho del jefe sin zapatos y me asegura que se le ha roto un tacón y que es mejor caminar sin los dos que andar cojeando. Al tercero los pillo morreándose y confiesa».

Pasma ver la fruición con que un hombre así cuenta su historia, pero es que debe de ser la única cinta que le queda en la cabeza y además ha encontrado interlocutor válido.

«Simone nunca fue cínica, no puede. Aquella misma noche me reconoció que lo mío se le había hecho un poco escaso y que, además, no le gustaban mis labios. Me confesó que siempre le tiró algo inconmensurable y que, sin ello, le costaba llegar al orgasmo, se sentía frustrada y, claro, era muy joven para renunciar a nada. Aún aguanté dos meses de escarnio, a ver si recapacitaba y nos daba alguna limosna a su hijo y a mí; pero ni pan ázimo. Las francesas van a lo suyo, sin fingimientos ni emplastos. Ahora se dejaba ver a cualquier hora, vencida del otro lado, mientras yo aullaba como si me hubiera pillado una pierna en una máquina. Aullaba por todos los resquicios del silencio. Al cabo, me hizo saber que ella quería a nuestro hijo, pero que tanto o más quería al bigardo. Que ella no se iba a ir de la casa, así que, si no quería sufrir ni vivir un tormento diario, lo mejor era que me fuera buscando algo, aunque fuera una ratonera. De primeras dije que no, que yo estaba pagando aquel chalet y que, si me iba, lo más seguro es que saliera perdiendo y que, además, en mi propia cama se acostara con mi propio jefe. Y es que cada día despachaba con él y la sufría entera y enamorada como una paloma torcaz. La situación duró lo justo, ni un minuto más. Simone me comunicó a bocajarro que la cosa no bajaba, que con toda seguridad quería más al jefe que al Macías enamorado, que yo sabría qué hacer pero que ella quería el divorcio en un plazo breve, como hacen en su país. Las condiciones del divorcio te las puedes imaginar, son siempre las mismas. La tutela le ha correspondido a ella que, además, goza del derecho a la protección del que fue nuestro techo conyugal, hasta la mayoría de edad de nuestro hijo. Yo quedo obligado a pasarle 1.500 euros y a seguir pagando la hipoteca, claro, por la cuenta que me trae. A todo esto, el viernes pasado, el jefe me comunicó que estaba despedido ya que cumplía contrato y, al fin y al cabo, era renovable previo acuerdo mutuo. Así que no me corresponde ni indemnización.

Ves ese Megane blanco que hay ahí aparcado, pues es lo único que me queda. Bueno. He logrado un puesto de profesor de la ESO en una academia privada: 2.000 euros. Ahora dime qué hago, ¿la mato o sigo respirando?»

—Tú respira, por lo menos respira. Y muy hondo. Mira, muchacho, porque tú y yo somos unos muchachos, piensa que la esperanza de vida hoy está en torno a los 80. Piensa en la frase del Hamlet: «Somos la sombra de un sueño», así que vete poniéndote de perfil para que pase la sombra y amaine el sueño, y concéntrate en lo que te he dicho del olvido, la muerte más dulce. Cuesta, no te lo niego, pero es un logro tuyo y para siempre.

—La sombra de un sueño, tú lo has dicho, pero el mío es francés y tiene patas.

—Ves, así me gusta, con humor. Tú vete dejando que caigan los días, respira y cuenta conmigo. Me voy a vivir bien cerca y aquí tienes mi teléfono. Ahora me tengo que ir, se me hace tarde.

—Yo es que conozco muchos casos y el mío no es normal. Que no es normal, joder, que no es normal.

Ya me iba por la puerta pero ahí seguía rezongando, dale que dale.

Me llamó. Me siguió contando los mismo y casi en el mismo orden: «La mato, por mi puta vida que la mato. Lo que no sé es cómo no le he matado ya». Yo lo oía como una nana matutina. De vez en cuando, cada vez más espaciadamente, me vuelve a llamar y ahora, a veces, hasta nos reímos del mantra asesino. No sé, quizá sea una presunción, pero yo creo que algo he hecho por él. Al fin y al cabo, para ver Gran Hermano…

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