Letra 15. Revista digital
Revista digital de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» de Madrid - ISSN 2341-1643

1.
Dos poemas breves

Antonio del Camino

Nace en Talavera de la Reina (Toledo) en 1955. En 1976 ve publicado su primer poema en la revista Indicios.

Premios: con Segunda soledad, recibe el Premio Rafael Morales que convoca el Ayuntamiento de su ciudad. Libro publicado en 1980 en la colección Melibea. Premio Ciudad Santo Domingo, de Madrid, con Donde el amor se llama soledad, publicado en 1981 en la colección Proa Cultural C.S.D., de Madrid. En 1985 con la obra Del verbo y la penumbra, se le concede un accésit del Premio Adonais, publicada por Ediciones Rialp en 1985.

A partir de este momento, y fundamentalmente por motivos laborales su labor creadora pasa por largas temporadas de silencio, si bien algunos de los poemarios que escribe los da a conocer en pequeñas ediciones artesanales: Jardín de luz (1996), Dédalo (1998) o Veinticinco poemas en Carmen (Nocturnos y variaciones), de 1999, así como otros textos, escritos con afán de divertimento, entre los que se encuentran Cocinetos (2002) y Nuevos cocinetos (2013). En 2015 lf ediciones, de Béjar (Salamanca), publica su último libro de poemas hasta el momento, Para saber de mí.

Poemas suyos han aparecido en diversas revistas y antologías. Desde 2009 mantiene el blog Verbo y penumbra, en el que muestra tanto sus últimas creaciones como otros textos, anteriormente publicados. Los dos poemas que ofrecemos son inéditos.

1.1. A modo de inventario

 

Esa oscura tarea en soledad

en pos de transparencia;

esa torpe presencia

que habita la raíz de tu ansiedad;

ese silencio que en la oscuridad

resuena celebrado;

ese espejo que acerca lo olvidado

y confunde mentira con verdad;

ese afán que desborda la escritura,

ese camino a ciegas, ese anhelo,

esa reafirmación y desmesura

con que tocas el cielo

o el infierno —según en qué ocasiones—

son, con su claro amor, tus posesiones.

 

1.2. Palabras

 

Las palabras que digo se asoman al espejo

de mi mirada y dicen lo que dicta mi calma.

Otras veces dibujan mi rostro más oscuro:

la depresión, la ira, el desencanto, el miedo.

Pero son necesarias para que yo camine

por el mundo y me encuentre de frente con quien soy.

En ellas me desnudo y en ellas purifico

mi corazón de dudas y torpes añagazas.

Las palabras que digo toman cuerpo en la nieve.

Su rastro me confirma la fuga de las horas.

 

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2.
Una poesía y dos cuentos

José Luis Martín Sánchez

 

El autor es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y técnico de Radiodifusión. Ha sido director de revistas como Guadiana o Bolseco y redactor jefe de Pueblo y Sábado gráfico, entre otras publicaciones. Como escritor ha publicado novelas (La caricia del murciélago, La vida del santo Diamantino Repulgado, Cáñamo para un violín, El sabor de la carne, Lanzarote cuento a cuento, El viento que viene del mar, Anima mea) un libro de entrevistas (Banquillo para quince curas) dos de cuentos (Danzas, botargas y tarascas y Loas, bailes, jácaras y mojigangas) y otro de poesía (Sombras en la oscuridad).

Los tres escritos que ahora reproducimos son inéditos

2.1. De recuerdos y añoranzas lleno

 

Antes, cuando el futuro me deslumbraba,

pensaba yo inocente que todo fuera,

como el pensamiento que me albergaba,

hecho de luces y de risas lleno.

 

Ahora, cuando al pasado vuelvo,

y la bruma miope dificulta la visión,

reencuentro la senda por tantos tiempos perdida,

aquella que alegre alberga mi corazón.

 

Del conjunto de la existencia extraigo,

como memoria plasmada en un libro,

soledades por mí tan queridas,

para ahuyentar en ellas tristezas sin cuento.

 

Escribo la vida que edifiqué paso a paso,

en ella me afirmo en mil añoranzas,

que soberanas me mueven a desandar los caminos,

que fueron conquistados senderos de gloria sin tacha.

 

Resumo los tiempos en muy pocas palabras,

constriño los años en pequeñas migajas,

más consciente en todo momento soy,

de aquel venturado hombre desde comencé a gatas.

 

A medida que dibujo la caricatura que pinté en la vida,

retazos extraídos de lo más recóndito del alma,

aquellos principios que brotaron primero sin prisa ni pausa,

para ser convertidos en insalvables baluartes y férreas adargas.

 

Ahora, como antes, con mis manos quisiera alcanzar

los olvidos que aire inclemente se lleva,

aquellos que fueron por presentes testigos,

verdaderos y reales momentos de mi pasada ejecutoria.

 

Nadie podrá negar nunca que aquí estuve,

al menos hasta donde ahora me alcanza la memoria,

la que ni siquiera abarca los años de un siglo,

los mundos cambiantes que abraza esta historia.

 

2.2. Carta de un muerto a su asesino

 

Sí, carta de un muerto a su asesino. Es meridianamente claro que la escribió antes del óbito, apenas dos horas antes de recibir en el pecho dos postas disparadas a bocajarro, apenas unos días antes de ser enterrado.

Decía Saturnino en su carta a don Eurispiciano que él, aunque enamorado de su hija, desde cuando recuerda tener conocimiento, no era el padre del hijo que esperaba Manuelita. Que él, ya la había advertido con antelación los malos pasos que estaba dando, los andurriales que frecuentaba. Que pese a todo, a su demostrada falta de interés por su persona seguiría acampándola a su casa, cuando a tales horas, tan intempestivas, volvía a su hogar.

Decía también que su juventud no era óbice para reparar el daño que la habían infligido, que por encima de todo estaba la posibilidad de reparar la salud mental deteriorada de la muchacha, ahora más que nunca. Al receptor de la carta le decía que si él lo permitía, don Eurispiciano, el padre, «yo soy muy quien para casarme con su hija, hacerme cargo del niño y quererle como propio».

Hay que decir que el receptor no conocía al escribiente pues tan solo le había visto cuando miraba tras los visillos de la ventana de su casa, esperando a su hija perdida en la noche. Bien creía que era Saturnino el inductor y artífice del desaguisado, de aquí que en él depositara toda su ira de padre burlado y más si cabe confundido.

La carta venía en resumir que, buscando el bien de Manuelita, sería factible que los dos muchachos, ya unidos por el matrimonio, se marcharan lejos de esta ciudad, lejos de la proximidad de tan perniciosas influencias, donde ella pudiera al fin olvidar sus desviaciones, al tiempo, de la lógica y de la moral.

Terminada la misiva, que apenas era algo más que una página de apretada letra, don Eurispiciano cayó de rodillas, implorando un perdón que nadie en este mundo podría dispensarle. Pocos minutos después se limpió con las manos la cara de lágrimas. Tomó entonces desesperado la misma escopeta con la que había matado a quien ninguna culpa tenía y con los dos cañones apoyados en la barbilla, apretó el gatillo. Durante un segundo, el tiempo en decir amén, su alma quedó en paz.

Había, creyó, emprendido el camino que recorren las almas en pena. Después, al instante siguiente, cuando reconoció el clip del percutor sobre el vacío, comprendió que alguien, con mayúsculas, le daba la segunda oportunidad de su vida.

La de ser abuelo… con un puñal clavado en el corazón.

 

2.3. Las alubias pitagóricas

 

Cuando la promoción del 94, todos ellos o en su mayoría, matemáticos excelsos, contactaron con Sartino de la Centésima para recordarle que aquella noche celebraban el evento de su graduación, existía el temor entre los considerados como más conspicuos y adelantados que, como había venido sucediendo en todos los años anteriores, este se negaría aduciendo el trabajo y el poco tiempo. Sin embargo, en esta ocasión y no se sabe por qué, pues nunca llegó a explicárselo, lo aceptó.

A las diez en punto de la noche, hora en que empezaba la celebración, Sartino se encontraba sentado en aquel restaurante especializado en comidas caseras, al lado de sus antiguos y poco recordados compañeros esperando que le sirvieran la cena.

Mas era tanta la confusión, aun no llegando los celebrantes a la docena, que tampoco en este momento recuerda haber encargado al camarero cosa alguna. Sí que cenó opíparamente, entre copiosas libaciones de cerveza, alubias al vapor de la noche, comida esta que fue definida por su compañero de mesa inapropiada para el instante por llevar en sus entrañas fuerza, furia y fortaleza, excesivas para el momento.

Sartino no supo, sin embargo, hasta después de haber ingerido el plato lo que en realidad comía. Una vez revelado el nombre, alubias en forma de exquisita crema, le vino a la memoria el místico de Samos, el matemático y filósofo Pitágoras. El hombre que descubrió la música de los números, el alma de las habas, el espíritu en el laurel, los números perfectos, los figurados, los imaginables, los amigables etc. y la trasmigración de las almas, con sus tres fundamentos: mente, sabiduría e ira.

Abandonada la celebración y jurando mientras volvía a casa que nunca más, en el resto de sus días, asistiría a tales acontecimientos de confraternización, carentes entre otras particularidades de todo sentido, de realidad funcional y de futuro, su estómago, poco acostumbrado a tales excesos y menos a tan suculentas cenas, se resintió.

Mas achacando la segura indigestión a lo inapropiado de lo ingerido, Sartino recurrió de nuevo a Pitágoras y su afirmación sobre las legumbres y fue entonces, cuando el dolor, que solo lo percibía en su barriga llena, le ocupó por entero todo el cuerpo, para inmediatamente asentársele todo él en el corazón.

Así lo dio en pensar, idealizando lo dicho por el filósofo griego hasta llegar a la conclusión, tal fue su estado de ánimo sin lógica alguna ni razonamiento, que creyendo a pies juntillas que se había comido a un ser vivo, se paró en la acera, se sentó en un banco y comenzó a darse tales golpes en el pecho, mientras con grandes voces exhortaba a su corazón al arrepentimiento que, un transeúnte que por allí pasaba a tan altas horas de la noche, asustado también, creyendo cuanto menos que intentaba suicidarse, llamó a la policía.

Viniendo esta rauda y a tiempo de ver tan absurdas como impropias manifestaciones, que no cejaba de golpearse el pecho con la furia de un titán, le esposaron camino de la comisaría.

Allí, cuando explicó las razones de su comportamiento insólito, no ducha la autoridad en el devenir de Pitágoras, le envió al psiquiátrico donde, diez años después sigue, invocando al alma de las alubias e implicando al sabio en su perdón por tan grave falta por él cometida.

Como tampoco en el psiquiátrico nada sabían o puñetero caso hicieron de las prédicas del místico y de las repetidas palabras del paciente cuando con arrebatado sentimiento repetía las palabras del maestro pronunciadas 2.300 años antes: «No hagas de tu cuerpo la tumba de tu alma».

En este tiempo, Sartino, allí encerrado, descubrió, entre otros muchos hallazgos que irán saliendo a la luz, este del número cinco, el asombroso número cinco que como las alubias, además de la música que como tal encierra, dentro de él guarda también, en los cinco rincones que le confieren su valor, aquellas mágicas esquinas en las cuales nació su propia alma.

 

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3.
Una poesía y un microrrelato

Cristina Garnica Hidalgo

 

La autora (22 años) nació en Madrid. Se ha graduado en el Grado Español «Lengua y Literatura» por la Universidad Complutense de Madrid, con una nota de sobresaliente (10) en su trabajo de fin de carrera, El complemento directo con a. Actualmente realiza el Máster de profesorado y tiene una beca de colaboración en el programa de Movilidad Erasmus+ en la UCM. Ha trabajado en esta Universidad como tutora de las asignaturas de Morfología, Pragmática e Introducción a la Gramática en el programa americano WIP (Universidades de Wisconsin, Indiana y Purdue).

Sus mayores aficiones son viajar, leer y escribir.

3.1. Oh, alma cálida

 

Oh, alma cálida,

ahora que te veo marchar,

y el sonido de tu voz ya no me acompaña,

te alejas tan rápido,

que ya no oigo tus pasos cada mañana.

 

Oh, alma cálida,

tú ponías música a mi vida,

me dabas las notas que necesitaba,

y ahora que no te tengo,

el corazón me pide silencio.

 

Oh, alma cálida,

no sé vivir sin tu armonía,

sin el aire que tú me dabas,

sin tu amor, sin tus besos, sin tu alegría.

 

Oh, alma cálida,

ahora que ya no me acompaña tu melodía,

siento que mi corazón se está apagando,

siento que me has olvidado.

 

Oh, alma cálida,

has nublado mis días,

has puesto mar de por medio,

has traído la tempestad a mi vida.

 

3.2. Enamorado

 

Desde que te vi supe que estabas hecha para mí. Aquella noche sentí que querría repetir una y otra vez. Recuerdo que te conocí a media noche, al principio me encontraba reacio, incluso sentí miedo, pero una vez que te tuve cerca, tu olor me inundó por dentro. Después de mirarte y remirarte me decidí, no puedo negar que ese color rubio me llamó la atención, te vi tan bonita que pensé ¿por qué no?, fue entonces cuando me lancé a por ti. No te negaste, incluso tenías una energía especial que me hacía quererte más y más. Sin embargo, a la mañana siguiente, mi estómago sufrió miles de sensaciones: dolor de cabeza, mareos, alegría y tristeza. No entendía cómo todo eso lo habías provocado tú en tan solo unas horas. Y ahora, querida amiga, tengo la necesidad de buscarte, incluso veo que mis amigos te buscan y eso me pone algo celoso, sin embargo, te encuentro, claro que te encuentro, en cualquier lado, en cualquier bar y cuando te pruebo de nuevo, no puedo negar que cada vez me gustas más. Amiga mía, ayer mi familia me preguntó por ti y tuve que confesarles tu nombre: Cerveza, dije que te llamabas y ahora todos me miran extraño, ¿será que ellos también se han enamorado?

 

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4.
Los peces

Paloma García Cuervo

Paloma García Cuervo

 

La autora nace en Santander (1954). Licenciada en Veterinaria en la Universidad Complutense de Madrid. Entre las aficiones que ha practicado destacan la pintura y la escritura. Durante tres cursos acude a un Taller de Escritura Creativa y junto a varios compañeros edita un pequeño libro de relatos y colabora en un blog de narrativa. En el campo de su profesión ha publicado algunos artículos para revistas relacionadas con ella. «La escritura ─define─ es traducir en palabras la imaginación y un cauce para expresar emociones».

Este relato ha aparecido, junto a otros suyos, en el libro Sueños de papel, escrito en colaboración y publicado en 2009 .

 

La madre se dio cuenta de que, por más pan que sus hijos echaban al estanque, ningún pez acercaba su boca para engullir las migas; la única explicación que se le ocurrió fue que a los peces también debía haberles llegado el turno de la depresión. Aquella mujer, que intentaba mantener a sus retoños en tierra firme, había acertado el diagnóstico sin sospecharlo.

La oleada de profunda tristeza había surgido en la esquina noroeste y se había extendido lentamente, atrapando poco a poco a cada individuo, hasta que se apoderó de toda la población acuática de aquel estanque. La onda del desaliento se había iniciado cuando una carpa, atusándose los bigotes y colocándose las escamas, escuchó fortuitamente una conversación sobre peces.

─Tienen una memoria que apenas supera unos pocos segundos –decía uno de aquellos seres que insistían en asomarse a la barandilla día tras día. – Una pecera es para ellos como un río o el mar; al no recordar nada, siempre les parece nueva y un inmenso espacio.

Motivos para la tristeza nunca les habían faltado porque es para entrar en un estado de desencanto importante, que en el fondo de tu casa haya bancos del parque, mesas y sillas de los bares, cajas fuertes, navajas, pistolas, una máquina expendedora de chicles del metro, urnas funerarias, hasta en una ocasión ni siquiera se habían tomado la molestia de incinerar al difunto. Todo arrojado por personas con menos cerebro que un pez, pero lo habían sobrellevado bien.

Lo de ahora, el estallido en la esquina noroeste, era distinto porque atentaba contra su propia identidad. ¿Estaban destinados a olvidar, a perder todos sus recuerdos? Esta terrible y corrosiva incertidumbre recorrió cada raspa, cada espina.

Hundidos en el cieno, todos y cada uno por su cuenta pensaban lo mismo. No era posible perder los recuerdos de miles de hijos que les nacieron todos los junios, durante años y años, los dibujos que hacían las gotas de lluvia sobre la superficie del agua, aquella noche en que los granizos parecían balas, la luz del amanecer, la mirada curiosa de los patos desde arriba.

Pero… ¿todo eso no eran recuerdos?

El informe de los biólogos, unas semanas más tarde, fue concluyente. Lo transcribo literalmente:

A petición de los cuidadores del estanque y habiendo estos observado conductas poco habituales entre los habitantes del mismo, llevamos a cabo un estudio para averiguar las causas, llegando a la siguiente conclusión:

La depresión solo interesa a la población de peces, quedando libres patos, cisnes y distintos tipos de ánades, así como las tortugas.

El primer individuo afectado fue una carpa dorada, al sufrir un daño en su autoestima por creerse a pies juntillas una charla de las conocidas técnicamente como «Cháchara al borde del estanque».

Se recomienda una terapia basada en que enumeren sus recuerdos, el tiempo que sea preciso hasta obtener resultados, seguida de unos seminarios donde se ensayarán distintas técnicas y disciplinas que utilizarán posteriormente para comprobar la exactitud o autenticidad de todo lo que escuchen.

 

 

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5.
La carta

Pedro Hilario Silva

Pedro Hilario Silva

El autor, licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca y doctor por la Universidad Complutense de Madrid, ha ejercido la docencia en diferentes institutos. Además, en la actualidad, imparte clases en el Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Facultad de Educación de la UCM. Preside la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» y es miembro investigador del IUCE de la Universidad Autónoma de Madrid. También ha sido Asesor de Formación del Profesorado y Asesor Técnico Docente responsable de la Unidad de Publicaciones de la D. G. de Promoción Educativa de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Es diplomado por el T.A.I. en la especialidad de Guión de Cine y Televisión desde 1984, y posee el Primer Premio del Tercer Certamen «Materiales Curriculares Adaptados a la Comunidad de Madrid», con el trabajo interdisciplinar Goya en la Real Academia de Bellas Artes de Madrid. Es autor de numerosos libros y artículos y ha impartido diversas ponencias sobre la didáctica de la Lengua, así como sobre las relaciones entre la literatura y el resto de las disciplinas artísticas.

Este relato fue publicado por Cuadernos de I.N.I.C.E., nº 29, Separata La mesa de mármol-3 (Salamanca, 1992).

 

De pie, delante del sillón, apoyado en el marco de madera, miraba callado la verde extensión que se abría detrás de la ventana. El sol, un sol triste y difuso, empezaba a ponerse como un cuchillo, cercenando las nubes espesas y amarillas de la tarde. Un viento frío y húmedo removía la hierba y reunía las ramas de los tilos y los álabes de los sauces. En la habitación, las cuartillas llenaban la mesa en completo desorden y se amontonaban esparcidas por el suelo. Se miró las manos, delgadas y frágiles, que empezaban a temblarle. El fuego de la chimenea dejaba escapar, como una boca amiga, un calor tenue y oloroso que secaba los ojos y adormecía el alma. Intentó acercarse al sillón. Se tambaleó varias veces, asiéndose con fuerza a las cortinas, y de repente, bruscamente, cayó al suelo. Su rostro enflaquecido se cerró en un gesto de dolor. La fina camisa de seda se había rasgado en la caída, dejando al descubierto un delgado torso que se agitaba cada vez con más violencia. Durante un instante luchó por incorporarse, pero cayó de nuevo al suelo. Luego, como un marino que ha luchado vehementemente contra la tormenta y ve, fatigado y exhausto, cómo su barco avanza hacia el acantilado, se dejó llevar. No supo cuánto tiempo había pasado cuando oyó la puerta que se abría y un hilo de voz lejano y apagado resonaba en la bóveda de la biblioteca. Se produjo entonces una oscuridad intensa y, como si súbitamente se hubiese disipado una niebla maligna y espesa de su mente, comprendió la inutilidad de lo que había hecho. Después, todo fue silencio.

Cuando el médico llegó estaba todavía en el suelo. Hacía media hora que había muerto. Se certificó un fallo al corazón. Nadie se había atrevido a tocar nada. El administrador de la finca, turbado y conmovido, apenas podía reprimir el llanto mientras ayudaba al médico a cubrir el cadáver. María llegó a la mañana siguiente. Había recibido la noticia esa madrugada, después de una noche de insomnio y presentimientos. Fue enterrado al mediodía, mientras una lluvia persistente y delgada humedecía los campos que empezaban, en aquel mes de mayo, de nuevo a renacer a la vida. Apenas quince personas componían el cortejo fúnebre.

Había llegado a Sintra hacía seis días, huyendo de los tumultos que empezaban a alterar la vida sosegada y tranquila de Lisboa. Necesitaba tranquilidad para terminar su última obra. Su mejor obra, la que le abriría de nuevo las puertas del reconocimiento y la admiración, la que acallaría para siempre las voces adversas y envidiosas que le acusaban de senilidad literaria, de sentimentalismo trasnochado y soñoliento. ¿Qué sabían ellos? Pronto todos esos que le criticaban, banal y envidiosamente, tendrían que tragarse sus palabras, sus infantiles y malintencionadas ironías.

María había de reunirse con él pasados dos días, pero la repentina enfermedad de su hermana menor la retuvo en Lisboa. Aquello fue para él una inesperada tristeza. Nada como ella a su lado le ayudaba a escribir. Oír su risa, su alegría llenándolo todo; cuántas veces su sola presencia lo había reconfortado, su voz, sus besos habían disipado negras preocupaciones y momentos de angustia. Ahora, solo, los días iban pasando con la monotonía y la paz de los sitios de descanso; paseos matutinos, trabajo hasta la hora del almuerzo en el despacho que se había habilitado en el ala derecha del edificio, más cálida y confortable en aquella época del año, que la usada normalmente durante las vacaciones estivales, charlas en el jardín, alguna visita esporádica a los lagos y trabajo hasta la hora de cenar.

El quinto día llegó el correo con dos horas de retraso. El tren que lo traía había tenido que recoger mercancías en Queluz y Rinchoa y esto retrasó su llegada más tiempo del acostumbrado. El joven Joâo, hijo menor del administrador, se encargó de ir a recogerlo a la estación en la vieja calesa. Las cartas fueron depositadas en su despacho como todos los días, sin embargo no leyó el correo hasta mucho después de que el mayordomo las hubiera dejado en su mesa: una invitación le retuvo fuera de la casa hasta muy entrada la tarde.

Lo último que recordaba el viejo administrador era haberlo visto subir precipitadamente al dormitorio, tambaleante y jadeando con fuerza, y de allí dirigirse con torpeza hacia la biblioteca. Había intentado decirle algo, pues lo vacilante de su paso, la excitación y desconcierto de su rostro, le produjeron una enorme inquietud, pero no le oyó o se hizo el sordo y en lugar de contestar a sus tímidos requerimientos, se limitó a mirarle al cerrar la puerta de la biblioteca, con una expresión que reflejaba un profundo desconcierto y traslucía una tristeza infinita. Molesto ante aquella actitud que no comprendía, se refugió en un farfullar áspero y malhumorado, y se dirigió al establo donde una de las yeguas estaba a punto de parir un potrillo. A las 9:10, en vista de que no se presentaba a cenar, el mayordomo llamó a la puerta varias veces y, al no obtener contestación, entró en la biblioteca.

Después del entierro, María regresó a Lisboa; llevaba con ella los manuscritos que el administrador había recogido y guardado en su carpeta de cuero. Seis meses después se casó con un comerciante que había hecho fortuna especulando con tierras en Brasil y se instaló junto a él en una rica villa de Queluz. Tuvo dos hijos. Doce años después, uno antes de su muerte, llevó los manuscritos que conservaba desde entonces al que fuera maestro impresor de las primeras obras de su anterior marido. Lo visitó en su casa a las afueras de Lisboa, y este, hombre erudito y amable, la recibió con toda cortesía. Le entregó los manuscritos y le rogó que los leyera. Al cabo de dos semanas recibió su contestación a manos de un muchacho, que orgullosamente no admitió ninguna propina. En el paquetito que le entregó había una breve misiva del impresor y un sobre abierto. En el pequeño billete le decía que la obra de su anterior marido le parecía de una belleza admirable y que para él sería una satisfacción y un honor publicarla en el menor espacio de tiempo posible. Le decía también que le enviaba un sobre que había encontrado entre las hojas manuscritas.

Era un sobre pequeño, ajado en los bordes y amarillento a causa de los años, que a ella le pareció extraña y angustiosamente familiar. Lo tomó entre sus manos y extrajo de él una cuartilla, apenas escrita por una de las dos caras que decía:

No deseo, no puedo engañarte por más tiempo. Me duele esta mentira que vive conmigo desde hace más de un año. Amo a otro hombre y quiero ser feliz a su lado, como deseo que tú lo seas sin mí. Espero que algún día puedas perdonarme el daño que sé que voy a causarte. ¡Ojalá nada de esto hubiera pasado! Pero ha ocurrido y debemos saber afrontarlo. Mañana partiré con él y nunca más sabrás de mí. Perdóname, perdóname.

María

 

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6.
El encuentro

José Díaz González

José Díaz González

 

El autor cursó estudios de Graduado Social, es Licenciado en Periodismo, Licenciado en Ciencias del Trabajo y posgraduado en Derecho Público y Privado por la Universidad Complutense de Madrid. Es profesor de secundaria de la especialidad de Administración de Empresas con destino en el IES Josefina Aldecoa de Alcorcón. Ha colaborado en la publicación de libros de texto para diferentes editoriales. En la actualidad, escribe, pinta y fabrica cerveza, todo por placer.

pleamare@hotmail.com

 

Me dijo que no. Estaba tan predispuesto y confiado en que aceptase mi propuesta, que me resultó sorprendente su negativa. Tenía la copa de coñac en una mano y un cigarro medio apagado en la otra, tuve que dejarlo todo y palparme el rostro para quitarme el agobio que me produjo la situación.

Había esperado con paciencia durante toda la comida a que llegase el momento de formularle la proposición y, entonces, me dijo que no. De nada valieron los preparativos previos, tampoco las conjeturas anticipadas, la realidad se materializaba sin alternativa, sin ninguna opción que hiciese albergar ilusiones venideras.

Llevaba días en los que no pensaba en otra cosa. Me obsesioné con mimo en cada uno de los detalles, recapacité en extremo sobre todas las variables y maduré las posibles soluciones. Establecí los momentos de tránsito, me preparé para afrontarlos por etapas y decidí en qué instante preciso le plantearía la pregunta. Todo inútil, me había espetado un no rotundo, tan tajante que me dejó mudo, convidado de piedra.

Me costó elegir el restaurante, deseaba encontrar el que resultase íntimo, reservado, acogedor, aquel donde pudiésemos establecer una comunicación fluida. Buscaba el que sin ser exclusivo, tuviese ese encanto especial que tanto agrada y sorprende. Me preocupaban los ruidos, el hacinamiento, la presencia continua del servicio de restauración que, en algunos casos y por exceso de celo, hubiese entorpecido nuestra intimidad.

Reservé una mesa apartada de las curiosas miradas en un extremo de la sala, iluminada con una luz tenue que propiciaba el recogimiento y la confidencialidad. Me gustó el ambiente desenfadado e intelectual, la decoración art déco cuidada en extremo, el mobiliario, las lámparas, los detalles, equilibraban su presencia y creaban un espacio armónico donde el comensal se sentía integrado en la estética, partícipe con su presencia del decorado.

El estilo minimalista de la arquitectura interior se realzaba por un sistema de luces indirectas que destacaban la composición de los materiales cálidos: el suelo de caliza pulida, la carpintería en madera de teca, las paredes con un zócalo ancho y corrido en mampostería de pizarra. Las ventanas amplias se abrían a un patio interior que rebosaba de macetas y flores de mil colores: lilas teñidas de azul añil, margaritas blancas y amarillas como puntos de luz, petunias de tintes violeta, hortensias en tonos plomizo, buganvillas nevadas de naranja. En el centro de aquella paleta de pintor un pequeño estanque donde flotaban nenúfares y susurraba pausadamente el agua de una fuente.   

Cerré los ojos y me dejé arrullar embriagado por su ronroneo. El mismo recuerdo que, cuando niño, percibía del batir de las olas en las rocas al descender a las pequeñas calas que salpicaban la costa. Evocar aquellas noches de agosto en las que me recostaba sobre la arena y, acompañado por la soledad de las estrellas y la oscuridad del mar, centraba la mirada en un punto infinito y, mientras la brisa me oreaba la piel, escuchaba el bramido del agua que marcaba una cadencia rítmica al romper en la piedra. Jugaba a abandonarme en mi interior con el bravío del océano, a dejar que los problemas aflorasen de mi mente y se los llevase la resaca de la marea. Intenté renovar el juego, apartar la obsesión, olvidarme de lo acontecido, no pude hacerlo, seguía pensando en ella.

Entró en el restaurante y me pareció risueña, ilusionada, repleta del entusiasmo con el que se vestía cada mañana. De la misma manera con la que perfumaba su cuerpo, me la imaginaba rociándose con el encanto alegre del optimismo.

El camarero que atendía nuestra mesa nos había servido el Albariño en tazas blancas de porcelana. Tenía cara de ratón. Gafas rectangulares que triangulaban una nariz estrecha, puntiaguda, rematada por un bigote ejemplar, portentoso, estirado como línea bisectriz de un rostro alargado y famélico. Era feo. Yo diría que muy feo. Tenía un desagradable ademán descuidado y la voz áspera con una afonía de vieja impertinente.

Después de unos besos y pocas palabras, nos parapetamos tras las cartas y elegimos como primero la especialidad de la casa: unos boletos revueltos con crema de langosta y conversamos sobre algunas curiosidades micológicas. Sorprendí su atención y le hablé de los tipos de setas, de las láminas y los tubos de sus sombreros, de su esporada y hábitat. Recité de corrido los descriptivos nombres latinos: regius, edulis, pinícola, apenddiculatus, especiosus, impolitus y satanás. Parecía interesada y, como vi que centraba más su atención cuando hacía alguna referencia a mi nuevo interés culinario, derivé el tema y le describí con detalle las recetas caseras de las senderuelas, de cómo cocinar los níscalos en salsa verde con perejil y de las discutidas propiedades afrodisíacas de las oronjas con ostras.

Estaba preciosa, se había arreglado el pelo y estrenaba mechas rubias. Más delgada, con traje de chaqueta y falda de tonos ocres, medias oscuras y botas altas en ante marrón. Siempre me resultó atractiva, desde aquella primera vez que se presentó en la empresa con su contrato eventual recién firmado. Carita de niña miedosa, asustada por la inseguridad que le producía su primer trabajo. Nadie se hubiese atrevido a aventurar que, en tan poco tiempo, promocionaría de cargo a salto de caballo y llegaría a gestionar la empresa con el beneplácito de todos los socios.

Me puenteó con la ingenuidad del inconsciente y la destreza maquiavélica del conspirador. Ni me enteré. Me lo tuvo que decir Alfonso, entre la resaca de la mañana de lunes y el café aguado del bar Figón.

─Adriana trata directamente con el director de costes. Esta mañana los he visto discutir del presupuesto que te asignaron.

Comencé a toser convulsivamente con la napolitana atragantada en la nuez. Tuve que pedir dos vasos de agua, uno para forzar el tránsito y otro para digerir la noticia. No podía dar crédito a lo que se confirmó como cotidiano, a mí que presumía de haberme fogueado como avezado estratega, me las ponía al cuarto una bisoña apocada. Pero, cuando quise reaccionar, la habían trasladado a Costes como asesora del director.

Me encantaba volver a cenar con ella. Le ofrecí compartir los segundos, pero se mostró reticente a cederme una porción de rape con almejas y guisantes que humeaba apetitoso en una cazuela de barro entre sus cubiertos. Mejor, prefería la lubina al rape, pero me mataba la intriga de adivinar las especias, los ingredientes, de aventurar el tiempo de cocción y apreciar la calidad del guiso. No quise renunciar al deseo y en un descuido, cuando bajó la guardia y me hablaba de no sé qué de una amiga, con un movimiento pronto, le pedí el permiso de robarle un trozo, al mismo tiempo que lo estaba saboreando. ¡Uhmmm!, nada mal, un poco salado a lo mejor.

Pensé en el paralelismo conductual del rape y los seres racionales. Mimetizado en el fondo del océano con su piel marrón negruzca embadurnada por una mucosidad gelatinosa, con una boca enorme, el rape captura sus presas con una caña que incorpora en el lomo. Utiliza un apéndice fino y elástico que está rematado en un extremo con una bola que hace las veces de cebo. Cuando algún pececillo incauto se atreve a mordisquear el engaño, el rape con su boca descomunal lo engulle de un bocado. Curioso, eso de que un pez se convierta en pescador. También curioso, que algunas personas valiéndose de señuelos similares, acaben por devorar interiormente a otras hasta anularles la propia voluntad.

La cena había transcurrido según lo que había previsto y todo se desarrollaba sin inconvenientes. En ningún momento dejamos que la conversación tornase por derrotero escabroso que nos perturbase el ánimo, tampoco se crearon esos silencios incómodos que condicionan a salir de ellos con la posibilidad de algún desatino.

De segundo preferí lubina. Siempre he creído que es uno de los pescados blancos de paladar más delicado. Cocinada a la sal, en su punto, mantiene una textura esponjosa y el grado de humedad necesario para que su carne recuerde los sabores del mar. La que me sirvieron era de piscifactoría. Me percaté al degustar el primer bocado. Reconozco que, para el neófito puede, a priori, parecer una afirmación gratuita, pero el pescado de vivero tiene sabor al presidio de su condena. La libertad negada había condicionado al róbalo a una vida de angustia y desesperación que me transmitía en aquel momento como último testigo de su malograda existencia.

Los efluvios del alcohol comenzaban a calentarme las orejas. El camarero feo me censuró con un tic arisco el quinto coñac. Seguramente, para molestarlo aún más, se me ocurrió decirle que dejase la botella en la mesa, que ya me serviría yo. Me miró con ojos saltones de besugo, pero no se atrevió a discutirme la idea.

Me consumían las dudas, me daban vueltas las flores del mantel. Vi la botella de agua levitar por encima de mi cabeza, me empezaba a marear. Noté esos calentones de borracho y me quité la chaqueta para mitigar el sofoco.

¡Mierda!, ahora se me caía el cigarro encima del pantalón, menos mal que no hizo agujero. Tengo dos pares de camisas con unas quemaduras que se ve por ellas la mejor panorámica de la ciudad, las tengo que conjuntar con jerséis como prenda fija sin posibilidad de desarmar el asunto aunque me cueza de calor.

Me había enamorado de ella como un colegial de su maestra. La esperaba al finalizar la jornada igual que los novios de las cajeras de Simago que, contando los minutos, se agrupaban en las horas de salida cómplices del deseo y compañeros de pasión. Me gustaban sus ojos tristes, sus manos blancas, su pecho erguido, su seseo infantil. Me gustaba toda, entera, plena. Creo que me gustaba hasta lo que no me gustaba.

La adoré con la mente, le entregué mi cuerpo para su disfrute e hice suya la prisión de mi corazón. La quise más que a nadie ni a nada de este mundo. Podría decir que, rotas las prioridades, viví por y para ella.

Después de un corto noviazgo, un día lluvioso de marzo nos casamos. Ceremonia breve y celebración en familia. Me recuerdo feliz, alegre por el formalismo, contento por unirme a la persona a quien amaba.

Me insistían en lo conveniente de buscar otro empleo, compartir el trabajo aumentaría los riesgos de potenciales problemas personales y discrepancias profesionales. Pero no podía renunciar a verla, necesitaba su proximidad, vivir a su lado cada uno de los momentos del día, soñar la rutina de lo cotidiano en su presencia.

Sus crecientes responsabilidades se interpusieron entre nosotros y poco a poco nos fuimos alejando de lo compartido. No duró mucho como staff de costes, al poco, en una junta de accionistas la nombraron miembro del Consejo de Administración y, al año siguiente, Presidenta y Directora General. Carrera meteórica la de la niña con cara de muñeca. Y a mí, que me daban dos vueltas los colmillos, que me las sabía todas en la empresa, se me pudría la sangre en aquel despacho de segunda con vistas a la trasera del garaje.

Después de un tiempo de felicidad nos entregamos a discusiones sin sentido, a reproches de alcoba y oficina. Los recelos se tornaron permanentes y se escondían en los cajones de los muebles, en los armarios del apartamento, en los sillones del salón, en los informes de la empresa. Se deslizaban en las conversaciones más banales y surgían en los momentos más inoportunos, así, sin ser del todo conscientes, quebraron nuestra confianza y nos hundieron en el distanciamiento de la incomunicación.

Un día al regresar al apartamento lo encontré vacío. Una nota explicaba las razones que debíamos haber madurado juntos. Me sentí destrozado por el abandono y por la imposibilidad de negarme su presencia, me reconocí prisionero de la cadena que me unía a ella, eslabones forjados de intransigencias profesionales, de celos provocados por su carrera laboral, de frustraciones de almohada que generaron la impotencia de mis sentidos.

Lo recordaba próximo, herida abierta, sangre caliente. La seguía amando como el primer día, como todos los días, me sentía atado a mis propios sentimientos, mortificado por un amor de tendencia unívoca. Me acordé del róbalo en el presidio de su desesperación y noté las dentelladas del rape que me devoraban con ansia las entrañas.

En los postres jugué mi baza e intenté hacer acopio de la seguridad que me faltaba. Afiancé los pies en el suelo, actitud inconsciente y repetida que utilizaba siempre que deseaba decir algo de corrido y, casi sin querer, de mi boca surgieron las palabras que tanto había pensado. Concluida la exposición, me sentí más tranquilo, sobre todo, satisfecho de la retórica y la claridad del mensaje.

La expresión de su rostro mutaba por momentos y tornaba a más triste. Sus ojos se vidriaron y apartó la mirada. Agachó la cabeza e hizo tiempo al doblar la servilleta en mil pliegues y una lágrima rodó por su mejilla. Cuando ya había perdido la confianza de escuchar su respuesta, me miró a los ojos y me salpicó un “no” frío y rotundo que me dejó de hielo.

Con este era el sexto coñac. El camarero, adusto como en el resto de la cena, dejó la cuenta en la mesa, seguía mostrando esa actitud desabrida. Creo que había oído parte de la conversación y presentía la causa de mi abatimiento, lo había visto observando atentamente cuando ella cogió su bolso, el abrigo y me dejó con el postre a medias. Se fue en silencio, sin un beso, sin mirar atrás, ninguna despedida.

Volví a ponerme la chaqueta y, al intentar levantarme, me sobrevino la primera convulsión. Las piernas me flojearon y me tambaleé en una oscilación incontrolada que abatió la botella. Recuerdo cerrar con fuerza las mandíbulas y contener el espasmo, seguro que fue entonces cuando perdí el empaste del molar que ahora echo en falta. Intenté retirar la silla que entorpecía mis movimientos, ponerme la mano en la boca, pero una segunda arcada rompió los diques y la mesa se llenó de frutos del mar. Volvió a nadar el rape en el fondo y a saltar en libertad la lubina en una salsa marrón de langosta con boletos al coñac.

En aquel trance, convertido en el centro de atención de todas las miradas, fue cuando me percaté de todo. Tomé conciencia del egoísmo con el que mediatizaba nuestra relación y entendí su respuesta, su estado de ánimo, su negativa sin opciones. En medio de la mesa flotaba a la deriva el plato con el recibo firmado de la tarjeta Visa. Aquellos dígitos que marcaban la fecha se grabaron en mis pupilas y me recordaron un ventoso día de marzo, reconocí  una vez más mi torpeza, despiste injustificable. Me vi un ser pequeño, indefenso, vulnerable, sobre todo mezquino, incapaz de alegrarme del éxito de la persona a quien amaba y que a mí me negaba el destino.

Ahora sabía que mi creencia de sentimientos compartidos se correspondían en la misma medida. Ella también me seguía amando. Había acudido a aquella cena expectante por el día y por una reconciliación deseada. Percibí en mi propia piel su desencanto, la ilusión quebrada por la irrelevancia de mi petición. Empujé al camarero feo y salí corriendo del restaurante en busca de un teléfono, la quería demasiado, deseaba decirle que mi ascenso podía esperar.

 

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