Letra 15. Revista digital
Revista digital de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» de Madrid - ISSN 2341-1643

1.
Yasmeen y los niños

Pienso que publicar mi fotografía restaría protagonismo a la verdadera o a los verdaderos protagonistas de este poema. Cuanto menos se me vea a mí, más se verá la palabra escrita y se reflexionará sobre la misma, lo mismo que más se verá a Yasmeen y más se verá a los niños en esos conflictos.

Adolfo Gutiérrez Escat

«Nómada desde la infancia, estudié el Bachillerato mixto con especialidad final de Matemáticas e Historia del Arte, preludio insospechado de mi parcours o de mi Lebenslauf. Después estudié y terminé Derecho en tiempo y espíritu reglamentarios. Ahora gano mi pan diario hablando otras lenguas en varios oficios y países (lavaplatos, pegasellos, profe de cole, dragomán, vende-milagros, técnico en problemas, Francia, Alemania, Suiza, Japón... ) según la dirección del viento y de los sueños. Un día llegué a un lugar llamado Soledad y mordí la manzana prohibida de la poesía. Su veneno es también un antídoto, porque "escribir poesía es sobrevivir, o renacer". He publicado en la página digital de Poesía Indignada y en la revista universitaria Azahares de la Universidad de Arkansas-Fort Smith. Pero todo esto es anecdótico. Yo soy, fui y seré... polvo viajero de la estrella».

Poema publicado en 2014 en la revista Azahares, de la Universidad de Arkansas

Flor menuda, delicada,

perfumada con la esencia

de la infancia. Flor que era

—en abrasadoras arenas

de desiertos y venganzas

y bajo el cielo airado desnuda—

resplandor de luz y agua manada

de la vida a la vida y a la poesía…

 

Flor de unas horas, de unos días.

Flor de un siglo de rencor.

Linda flor eterna, ¿me oyes?

Escucha, hoy escribo para ti:

 

Ayer cantabas una nana

y entre mágicos diálogos

vestías muñecas azules,

inmune a la memoria:

 

¡Amapola, nenúfar, azucena!…

¿muñequita linda, quién es la más bonita?

—Jazmín es la más bonita, mi nena.

Pues toma jarabe de almendrita.

 

Besos, abrazos y caricias

eran tu pan sagrado

y entre voces traviesas,

en las mañanas soleadas,

del candoroso cáliz ofrecías

a los sentidos, olé, tu fragancia.

¡Oh, golosina! ¡Oh, risa divina!

¡Oh, infantil aroma!

 

Mas era la vida un sueño

dentro de una jaula invisible

y del sueño despertaría

a otro sueño encadenada.

Y una mañana distinta

un pretérito de acero

caería como una garra

sobre su suave conciencia.

¿Por qué heredó ella el odio por todo futuro y morada?

 

Mientras alegre cantabas

llamaron a tu casita de papel

y de hojalata. Eran desconocidos.

Se trataba de hombres y mujeres

con una sombra en la mirada:

 

¡Jirafa, zorzal, bulbul, marabú!…

—alboroto de voces y tambores—

jirafa, zorzal, bulbul, mara... bú

¿quién va? (-¡Mi niña, entra!).

 

Coro: Baladá-baladú,

tu bulbul es baladí,

ningún cadáver es tabú.

 

Eran ángeles y sus lanzas de fuego

montados sobre fieros alazanes.

Eran miradas de azufre.

Eran nuevos contables:

ojo por ojo y niña por niño.

Un ángel díscolo dijo esto:

 

Señor: si ciego a sus niños

con mi espada y mi gesto…

¿no somos todos tus hijos?

 

Pero cuando los hombres odian

olvidan filosofías y religiones

porque la Razón se da razones

que al corazón ignora, salmodian.

 

Era tu sonrisa un objetivo legítimo

para la voluntad de mal talante.

Otro ángel te asió la manita

y sin despedidas…

el fuego de su espada hizo

de tus pétalos cenizas.

 

Coro: Baladá-baladú,

tu bulbul es baladí,

ningún cadáver es tabú.

 

¡La ley adulta!

¡El odio vengador!

¡El corazón disimulado!

Y llegaron soledad y noche.

Y llegó un silencio perpetuo

plantado con voces apagadas.

Allí yace la flor desmayada,

envuelta en una corola

de terciopelo lastimado.

 

Duerme bien, mi flor herida,

flor de la Humanidad dolida.

 

Ya no oye los gemidos

de la familia abandonada.

No volverán los cabellos

a oler a niña perfumada

ni los dedos a las trenzas.

Ni los besos a los abrazos.

No volverán las golondrinas

a las dulces primaveras.

¡Mirad qué triste y mudita

atrás quedó su pepona!…

porque cuando muere una niña

también muere una muñeca.

 

Porque alguien pulsó un botón de muerte.

Porque los hombres saldan las cuentas

arrancando flores en el desierto.

 

¡Oh, luz pálida!

¡Oh, niña de la noche!

¡Oh, dolor sereno!

 

Batas, carmesí, nácar y alhajas.

Limones, alajú, ámbar y naranjas…

… ¿dónde estará mi ajuar, dónde?

 

Hoy admiré la luna

y su plácido semblante…

y también escuché su llanto

por los médanos brumosos:

yo vi caer una cascada de perlas

sobre la nueva aurora:

 

triste canto aquí, nanas con mi laúd…

¿quién me quitó la vida y el tabí?

Triste estoy aquí, yo no quise mi ataúd.

¡Soy el bulbul en la Mazmorra!

¿quién me quitó la vida y el tabí?

 

Alba de mi niña triste,

¡ay, no llores más!

¡ay, recuerda conmigo!

Toma ya mismo mi ofrenda

de versos y guirnaldas

y coronas de luces

para tus cabellos puros.

Súbete al escarabajo azul

y juntos volad a las estrellas.

¡Cíñete estas diademas de violetas!

Imagina el rico naranja de los párpados

cuando el sol acaricia tus mejillas

tendida sobre la arena.

 

Siente cómo palpitan

nuestros corazones.

No eras… ¡eres!,

eres música

y también vida.

¡Y ojalá germinen

tus lágrimas fecundas

en alegres y verdes jardines!

Que regresen los pétalos blancos

a las sonrisas de los jazmines.

Ojalá florezca tu nombre,

Yasmeen de los Niños,

en el mañana perfumado.

 

      ¡Amapola, nenúfar, azucena! …

      muñequita linda, dime la más bonita

      —Jazmín es la más bonita, mi nena

      ¡Pues toma jarabe de almendrita!

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2.
A la manera de Queneau

Alumnos de la Facultad de Educación
(Universidad Complutense de Madrid)

 

Una mañana a mediodía, junto al parque Monçeau, en la plataforma trasera de un autobús casi completo de la línea S (en la actualidad el 84), observé a un personaje con el cuello bastante largo que llevaba un sombrero de fieltro rodeado de un cordón trenzado en lugar de cinta. Este individuo interpeló, de golpe y porrazo, a su vecino, pretendiendo que le pisoteaba adrede cada vez que subían o bajaban viajeros. Pero abandonó rápidamente la discusión para lanzarse sobre un sitio que había quedado libre. Dos horas más tarde, volví a verlo delante de la estación de Saint-Lazare, conversando con un amigo que le aconsejaba disminuir el escote del abrigo haciéndose subir el botón superior por algún sastre competente.

A partir de esta trivial anécdota, el sorprendente Raymond Queneau, letrista de canciones, actor, guionista, realizador cinematográfico, traductor, pintor, dramaturgo, narrador, poeta, matemático, editor, especie de espíritu renacentista en tiempos de especializaciones, nos propone, en su imprescindible Juegos de estilo (esa, como señala Reinaldo Spitaletta, muestra ingeniosa y enciclopédica, suerte de la denominada «literatura incómoda», que desde los tiempos de Marcial, con sus epigramas y sus «bagatelas difíciles», marca un camino para la imaginación y la inteligencia), un interesante y sorprendente juego metaliterario: reescribir el texto de noventainueve diferentes maneras sin perder la esencia del relato. Siguiendo la estela y el envite de Queneau, una serie de alumnos de la Facultad de Educación desarrollaron sus propios textos, todos escritos en poesía, como homenaje al maestro surrealista francés.

 

1. MADRUGAR

 

Una mañana cualquiera,

en un autobús de línea común,

observé, desalentado, una regañina de las buenas.

‘¡Caballero! Mi pie ha pisado, y doy por sentado que

adrede lo ha llevado a cabo’.

Con el aire recién aspirado, y con ímpetu de revancha,

el interpelado contestar trataba;

sin embargo, las palabras en la boca quedaron

pues el caballero se había sentado.

Ese mismo día, horas más tarde,

al mismo caballero encontré en la calle.

En la estación conversaba,

y aconsejado por un amigo se hallaba.

‘Ese abrigo abierto queda,

y por tanto sin gracia lo llevas.

¡Un sastre debes conseguir,

y ese botón deberá subir!’.

Ainara García Bosque

 

2. LIMERICK AL ESTILO DE QUENEAU

 

Un personaje de cuello largo y sombrero

Se dedicaba a molestar a un viajero,

En un autobús línea S

Pero en realidad quería sentarse

El bribón cuellilargo grosero.

 

Andaba un amigo consejero

Más tarde con el descrito pasajero,

Conversando con noción

Sobre cómo arreglar un botón.

El amigo, el personaje y su sombrero.

Rocío Nieto Cid

 

3. EL AUTOBÚS ABARROTADO

 

El señor de gran cuello,

sombrero y cordón trenzado

con otro viajero tuvo discusión

hasta que logró estar sentado

acusándole de algún pisotón.

 

Más tarde un buen amigo

justo frente a la estación

le subía el escote del abrigo.

Carmen Morón

 

4. MEDIODÍA ERA,

mucha gente pululaba

en el S

que en parque Monçeau se hallaba.

 

Personaje con cuello de jirafa

sombrero con cordón trenzado

parecía apasionado

de reprochar al vecino

sus empujones, por culpa

de quien bajar tenía.

 

De repente, sitio libre aparece

sin pensárselo dos veces

toma carrera

y sentado termina.

 

Dos horas han pasado,

en la Plaza de Roma me hallo,

¿y a quién he encontrado?

Al tipo extraño

hablando con un amigo

sobre su abrigo,

sus botones

y su pico.

Cristina Gómez Gª-Oliva

 

5. LÍNEA S, LAS DOCE DEL MEDIODÍA,

no hay quien entre en esta jauría.

Los pasajeros se agolpan en el urbano,

con mucha prisa y un libro en cada mano.

 

En el medio asoma un sombrero

lo porta un esbelto caballero,

de cuello largo y algo furioso,

pues decía haber sufrido derribo y acoso.

Junto a él, un pasajero le advertía

«No le he pisado, qué manía».

 

El autobús se para y el caballero del sombrero,

raudo y dispuesto se lanza, a ocupar un asiento, el delantero.

Ya no hubo nunca más discusión

cuando el esbelto caballero se sentó en su sillón.

 

Dos horas más tarde lo vi de nuevo,

todavía portaba su sombrero

y un abrigo, muy escotado,

para colmo, mal abrochado.

Esmeralda Gayán Benuz

 

6. EL SOMBRERO

 

Allí en la plaza,

dos hombres detalladamente analizaban,

el escote de un abrigo,

que uno de ellos llevaba.

 

Del botón se trataba,

pues muy bajo estaba.

-¡Súbelo! -uno al otro aconsejaba.

 

Esa misma mañana,

en la que el sol del mediodía brillaba,

uno de ellos en el autobús gritaba:

-¡Tenga cuidado, pues usted me ha pisado!

Mientras,

sobre un hueco libre se abalanzaba.

Esa misma mañana,

en la que el sol del mediodía brillaba.

¡Vaya sombrero de fieltro,

en su cabeza llevaba!

Isabel Sánchez Estévez

 

7. ERA UN DÍA A MEDIODÍA,

 viajando en un urbano,

cuando observaba a un señor

de apariencia un poco extraño.

 

Su cuello, bastante largo,

aunque a él no le importaba

pues lucía un gran sombrero

que toda atención llamaba.

 

«Perdone, ¡señor! ¡Atento!»

dijo al hombre de su lado.

Y después salió corriendo

a un sitio no ocupado.

 

Luego acabó mi viaje.

Pero no este relato,

pues al mismo volví a ver

al cabo de un largo rato.

 

«Iré a un sastre habilidoso»

decía este a su amigo.

«Si me pongo un botón

más, será mejor este abrigo».

Cristina Linares Sanz

 

8. LA SALIDA DE UNA RUTINA MAÑANERA

 

Estaba yo, como cualquier otro mediodía,

en la parte trasera del autobús,

esperando a ver cuándo se detenía.

Mientras tanto, a un hombre alto y de cuello largo yo miraba.

Con un sombrero de fieltro y una trenza por cinta,

no podía saber yo la rabia que muy dentro guardaba.

Por el torpe traspiés de un pasajero,

del que el estirado individuo fue partícipe,

estalló el enrabietado como niño que monta un puchero.

Mas este conflicto no duró mucho en el trayecto,

pues al ver el hombre en cuestión un asiento libre,

se lanzó hacia él ejecutando un ataque directo.

Una vez creí haberme de este ser desprendido,

me encontré dos horas más tarde volviéndolo a observar,

y al parecer recibía consejos de moda para no pasar desapercibido.

Héctor López García

 

9. ERA MEDIODÍA EN EL AUTOBÚS 84,

en el que iba un personaje cuellilargo

con un sombrero rodeado de un cordón trenzado.

Mientras se quejaba de los pisotones del vecino,

corrió a abalanzarse sobre un sitio vacío.

A las dos horas lo encontré en la estación,

escuchando el consejo de su amigo de subirse el botón.

Marta Gallegos del Olmo

 

10. EL PASAJERO JUGUETÓN

 

Viajando en un autobús,

un personaje no común

discutió sin fin con otro abedul,

pero todo se difuminó

cuando un sitio se vació.

 

No a muy tardar,

volví a ver a este sujeto conversar,

esta vez de un botón

de su abrigo resultón.

Claudia Mazuela Gallo

 

11. QUENEAU, A MI MANERA

 

Una mañana acalorada

en el autobús me encontraba.

No pude evitar fijarme

en un cuellilargo acompañante.

Que sin motivo aparente

alzaba la voz entre la gente.

Decía que su vecino le había pisado

pero este solo lo contemplaba anonadado.

Rápidamente la discusión abandonó

cuando otro pasajero, al irse, el asiento le cedió.

No podía creerlo

cuando dos horas más tarde volví a verlo.

De nuevo, reparé en aquel sobrenatural cuello

mientras su amigo le aconsejaba esconderlo para estar más bello.

Clara del Olmo Martínez

 

12. SONETO

 

A En la estación Monçeau al mediodía

B En un autobús casi por completar

A Una jirafa esperando había

B Que  pretendía el trasero apoyar.

A En discusiones varias se metía

B Para que le dejaran de pisar,

A Entonces vio que un viajero partía

B Y su asiento corrió a ocupar.

C En la estación Saint-Lazare le volví a ver

D Y un amigo de moda le aconsejaba

C Sobre cuánto escote debía tener.

D «Sube el botón de arriba» comentaba,

C «Un buen sastre te lo puede coser».

D Y así, los dos amigos se marchaban.

Ana Llorente

 

13. ERA MEDIODÍA Y POR LA MAÑANA

Cuando el autobús junto al parque pasaba.

Parecíamos sardinas enlatadas

Sin embargo, solo un hombre destacaba:

El cuello de jirafa le sujetaba

La gran cabeza que un sombrero adornaba.

Así este sujeto gritaba y pegaba

A otro hombre que allí le pisoteaba.

Perdió el sentido rápido esta batalla

Cuando a un sitio el jirafa se abalanzaba.

De este suceso dos horas ya pasaban

Y en la estación a este hombre divisaba,

Mas no gritaba, tan solo conversaba

Con un amigo que le aconsejaba:

«Súbete el escote de ese abrigo

Que te puedo ver hasta el ombligo».

Lucía Chicote

 

14. ERAN LAS DOCE DE LA MAÑANA,

yo como de costumbre y con desgana

en un autobús lleno me encontraba

y mis ojos entre la multitud paseaba.

 

Un señor muy curioso

discutía bastante furioso.

Llevaba un sombrero puesto

con un cordón más bien molesto.

No era el único en apreciar

que allí un lazo debía estar.

 

Vaya cuello mostraba

mientras su abrigo desabotonaba.

Parecía muy acalorado

porque decía haber sido varias veces golpeado.

Su vecino nada entendía

pero en la discusión también se metía.

 

De repente un pasajero se levantó

y el hombre del sombrero por fin calló.

Raudo fue a ocupar el sitio

olvidándose de su litigio.

 

Dos horas más tarde me lo encontré,

ahí seguía con su sombrero.

Esta vez un amigo le acompañaba

mientras que de su abrigo hablaba.

 

«El abrigo bien debes abotonar

para que tu cuello evites mostrar.

Demasiado largo es ya de por sí»,

le soltó con frenesí.

 

Con este último consejo, un tanto desacertado

nuestro amigo cuellilargo se volvió a poner pesado,

y a mí no me quedó más remedio que cambiar mi camino

para no tener que aguantar más a este cretino.

María Méndez

 

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3.
La suerte del gato negro

Lucía Munilla

Felipe Díaz Pardo

El autor (Madrid, 1961) comenzó su actividad docente como profesor de Lengua castellana y literatura en Andalucía. Ocupó labores directivas y ejerció como Inspector de educación en la Comunidad de Madrid; actualmente desempeña la labor de Inspector en el ámbito estatal (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte). Comparte estas tareas con el estudio de la literatura y el cultivo de la creación literaria.

Ha coordinado la creación de materiales didácticos para internet, como el Proyecto Cíceros, elaborado a instancias del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte y ha colaborado en otros materiales didácticos (libros de texto o materiales digitales para la enseñanza de adultos). Es autor de diversos artículos y trabajos sobre el cuento literario, que han visto la luz en varias revistas. Ha publicado libros sobre temas educativos (Cómo gestionar un centro de Secundaria, La LOE pregunta a pregunta, Cómo aprender a enseñar, Las claves para educar en tiempos de crisis, Manual para profesores inquietos), varias novelas (La sombra que nos persigue, La humanidad de los dioses, Tanto motivo sin fisura, La casa de las almas soñadas, Profundo origen), un libro de relatos (Dioses, hombres y fantasmas), una antología sobre cuentos de Galdós (¿Dónde está mi cabeza? y otros relatos) y una novela juvenil (La factoría de los sueños).

Próximamente publicará un libro de relatos, Complicidades (editorial Atlantis) y dos novelas: Vuelo sin retorno (editorial Entrelíneas) y Tardes en El Edén, que inaugurará la colección de libros digitales promovida por la APE Francisco de Quevedo, de la que es socio.

El breve relato publicado es inédito.

 

Envuelto en la calima de un día de calor asfixiante, durante mi semana de vacaciones obligadas frente al mar, decidí abandonar a todos en el disfrute veraniego que tanto deseaban. Buscando lugares sombríos donde el frescor combate en desigualdad de condiciones contra unos rayos despiadados y serpenteando por los vericuetos que se abrían en un laberinto de senderos rociados por el riego automático que daba vida a unas plantas propias de terrenos desérticos, castigados incansablemente por el sol, un habitante impropio del lugar se me cruzó en el camino.

Aquel gato negro se adelantaba a mis pasos como quien adivina un deseo, dibujando un trayecto invisible hacia el apartamento. En un primer momento no di mayor importancia a un animal que tiene por costumbre huir cobardemente ante cualquier amago de persecución que se ensaya mediante un aspaviento con los brazos, un ruido amenazante o, simplemente, un pisotón ruidoso sobre el suelo. Este, no obstante, ningún miedo mostraba a mis intimidaciones y cuando me coloqué a su altura con aires desafiantes me mantuvo la mirada de tal modo que sus pupilas alargadas se clavaban en las mías con la fuerza de la hipnosis.

Adelanté el paso colocándome a unos metros de él y pude notar su presencia que no me abandonaba, que me seguía con la insistencia de quien ha encontrado la presa fácil y propicia. Paraba la marcha de mis pasos para hacer mis comprobaciones y, en efecto, él se quedaba quieto también; reanudaba el paso y él seguía tras de mí. Un miedo infantil y absurdo me invadió y aceleré la marcha con el afán inocente de engañar a aquel felino que poco a poco, y absurdamente, iba tomando dimensiones diabólicas en mi pensamiento. Tal actitud me avergonzaba a pesar de ser yo el único testigo de mi cobarde comportamiento, pero lo cierto es que, con el nerviosismo que invade en estos casos, rápidamente improvisé un plan de evasión que consistió en pasar por delante de la puerta de entrada que me correspondía, con el fin de engañar al incómodo acompañante. En un primer lugar, se quedó inmóvil en el sitio en que yo debía haber hecho mi parada, como si supiera de antemano cuál era mi destino. Después, quizá cansado de mi inútil chiquillada, reanudó su paseo hasta colocarse a mi altura e, incluso, sobrepasarme con desdén. Fue ese el momento en que aproveché para volver hacia atrás con rapidez, introducir torpemente la llave en la cerradura y zafarme de mi temido perseguidor.

Pocos minutos duró el olvido de aquel trivial incidente pues en breve tiempo, al salir de la ducha que se hace necesaria para aliviar los calores que proporcionan las caminatas desde la playa, lo encontré de nuevo delante de mí con aquella mirada verde y eléctrica, a la vez; retadora y jactanciosa, al mismo tiempo. El minino, aposentado sobre sus cuartos traseros cual exquisita figura de porcelana o alabastro, esperaba mi salida del baño para darme cuenta de su presencia.

Fue en aquel instante cuando entendí aquella forma de observar, cuando pude traducir un mensaje que se me transmitía silenciosamente y que yo no acerté a descifrar hasta ese momento. Alguien o algo en mi interior me decía que, para bien o para mal, mi suerte estaba echada desde que aquel animal se cruzó en mi camino. Fue entonces también cuando el recelo que, sin medida, y tal vez llevado por una tradición inexplicable, había mantenido hacia los gatos negros durante mi vida, desapareció por completo al comprender de repente el error que supone luchar contra lo inevitable.

Desde entonces vivo acompañado de esa presencia fría y aparentemente silenciosa, de esa fijeza de unos ojos que me acechan y traspasan mi conciencia en cualquier momento de mi vida cotidiana y siempre que mis elucubraciones discurren por senderos que nunca debía haber transitado: en el coche, cuando evoco algún negocio de dudosa ética; con las mujeres, cuando susurro en sus oídos promesas que nunca llegaré a realizar; en casa, cuando intento mostrar postizos gestos de una conducta irreprochable.

Eso, por un lado me da la seguridad de que alguien vigila mis pasos, como un ángel de la guarda que cuida cada uno de mis titubeos para no caer definitivamente en el abismo; pero por otro me proporciona la incomodidad de sentirme reprobado en cada uno de mis actos. En definitiva, y mal que me pese, esa es la suerte o la desgracia de haberme cruzado con un gato negro en mi camino.

 

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4.
Dos manos (diálogo descompensado)

Lucía Munilla

Jesús Diéguez

El autor es licenciado en Filología Románica (Universidad de Salamanca) y Ciencias de la Educación (UNED). En sus últimos libros publicados ha ensayado una técnica nueva que incrusta en su narración abundantes textos antológicos. La trilogía está compuesta por El gran plagio medieval (ambientada en la literatura europea de la Edad Media), Salamanca o Antología romántica novelada (textos del romanticismo español) y Las citas cervantinas (en esta ocasión reproduciendo frases y pasajes del autor del Quijote). Es socio de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo».

El minirrelato publicado es inédito.

 

—Hola, mano izquierda.

—¿?

—Ayúdame. Voy a hacer un poco de ejercicio de mi trabajo preferido: la escritura. Sostén tú el papel.

—Ya.

—¿Sabes que, durante siglos, los humanos contaban con nuestros dedos, hasta diez? Si el número era mayor, once equivalía a muchos.

—Lo sé.

—La mano humana domestica los metales, las piedras, las maderas, las monedas, los animales…

—¿Y?

—La mano atemoriza si golpea con su palma abierta y, sobre todo, si se cierra y se convierte en puño.

—El puño también puede guardar algo valioso.

—Las manos derechas empuñan espadas y otras armas, martillos, puñales y tijeras, cálices y cruces; solo permite que el brazo izquierdo defienda el cuerpo con el escudo.

—Sí.

—Pero sirven para mejores fines, como el arte. Con ayuda del cincel una mano extrae de un bloque de mármol o de un tronco de un árbol las figuras escultóricas o los grabados que serán admirados; mediante un pincel recrea paisajes, figuras al óleo o al temple; con una pluma fija en el papel lo que su mente le dicta y con los solos dedos hace vibrar variados instrumentos musicales.

La fuerza es vencida por el arte, dice nuestro amo.

—Y, sin embargo, damos menos importancia a preparar los terrenos de los que brotará la vida: ara los campos, siembra las semillas, recoge las cosechas…

—Cierto.

—Ninguna de estas tareas es comparable a las caricias con las que se inicia el amor: un leve roce de otra mano, el recorrido lento por la geografía de otra piel… Solo con las yemas de nuestros dedos o con nuestras uñas inventamos la expresión sensorial más eficaz.

—En esta misión más valen dos manos que una.

—¿?

—¿No sabes que algunos, llamados zurdos, potencian más su mano izquierda?

Entre risas la mano derecha empezó a burlarse haciendo culebrear sus dedos con algunas paradas para cerrar el puño y elevar el pulgar o hacerlo asomar entre el índice y el corazón o colocar estos últimos dedos en forma de V. Mientras lo hacía, comentaba:

—Ja, ja, ja. ¿Olvidas que somos las manos de Cervantes y que estás inutilizada desde el arcabuzazo que recibiste en una batalla?

—¡Malvada compañera! –exclamó la mano izquierda mientras hacía un intento fallido de poner erecto su dedo corazón.

La mano derecha la ignoró mientras pensaba: el caletre me dice que hemos menester ahora más los pies que las manos. Y luego escribía, al dictado de su dueño: La abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía de las malas, se estima en algo.

 

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