Letra 15. Revista digital
Revista digital de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» de Madrid - ISSN 2341-1643

2.
Dos poemas y un relato

José Alberto Maestro

José Alberto Maestro

 

El autor es escritor y profesor de Lengua castellana y Artes escénicas. Es autor de teatro entre otras obras de: La realidad es otra, Amores adorables (editorial Fundamentos), Viejos secretos, Quiero vivir (editada por la Asociación de Autores de Teatro). Asimismo se han representado sus obras: Gracias por vuestro voto y La decorosa vida de los Stuart. Ha publicado la colección de relatos Al otro lado con la editorial Dauro (2019) y obtuvo el Áccesit de relato en el certamen Leopoldo de Luis con el cuento El tren que no para. Ha colaborado en la colección de artículos La lucidez de un siglo, publicado por Páginas de espuma. Como docente, ha publicado con la editorial Wolters Kluwer el libro Metodologías para una educación innovadora. Casos prácticos. Ha sido ponente en numerosos seminarios y proyectos de formación de centros.

En el 2022 saldrá a la luz el libro de poemas Orografía del sentido, al que pertenecen los poemas seleccionados, mientras que el relato forma parte del libro Al otro lado.

5.1. Poema 1

Nos enseñaron tantas cosas en aquellas aulas de paredes blancas

cuando toda la vida estaba por delante

cuando la mirada era leve pero prometedora,

nos enseñaron geografía, física,

matemáticas, lengua, historia… 

el mundo reducido a unas cuantas páginas escritas,

miles de pensamientos, ideas, teorías,

fórmulas, ríos, nombres,

fechas, lugares 

y nos creímos sabios, poderosos,

dispuestos a torear la vida, a salir por los montes

en busca de enloquecidas fiestas, 

a enhebrar un futuro idílico,

no nos merecíamos nada distinto

nos habíamos convertido en la edad ganada al tiempo,

pero luego nos dimos cuenta

de que había tanto que aprender,

tanto que no nos habían enseñado, 

y lo buscamos ansiosamente

donde creímos que estaba ese arcano mundo,

nos esperaba en los libros todavía no leídos 

en las teorías todavía no expuestas,

nos lanzamos a abrir las puertas del balcón 

a descubrir las huellas ocultas en los senderos,

necesitábamos aprender aquello

que no nos habían contado 

¿pero quién nos lo debió enseñar? 

Y lo aprendimos a base de llanto y de dolor 

como se aprenden las cosas que de verdad importan

aprendimos a aceptar que el amor no es eterno, 

que los hijos crecen y un día se van de nuestro lado

y dejan un agujero insalvable,

que el agua de los ríos no es cristalina 

ni que la verdad es única y absoluta,

aprendimos a convivir con la oscuridad

de la habitación en las noches de insomnio, 

a sentir el vacío de la cama cuando te giras y no está ella

porque se ha ido a trabajar sin decir adiós

o lo que es peor 

porque durmió anoche en la habitación de al lado,

a vivir sin el calor de una madre cerca 

porque desapareció demasiado pronto,

las madres siempre desaparecen demasiado pronto,

a convivir con los fracasos, uno y otro y otro

a ritmo de procesión 

o con los amigos ausentes que ya no se acuerdan

porque la pereza los cubre de olvido

y echas de menos aquellas risas compartidas.

 No sé quién debió enseñarnos lo importante

pero alguien debió hacerlo 

que nos explicara que el cuerpo se va llenando de dolores

que nos hablara de los que llenan su soledad

en las barras de los bares 

o del anciano que espera su momento

sin apenas ya recordar nada,

de la necesidad de los abrazos y las palabras hermosas

de caer irremediablemente para levantarse de nuevo,

de llevar la cabeza erguida

aunque a veces no encuentres razones para ello,

de despertar al día diciéndote

que hoy lo puedes hacer mejor. 

 

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5.2. Poema 2

Hoy he abierto el buzón, llevaba muchos días sin hacerlo,

al pasar por delante he sentido nostalgia

de encontrar cartas de amigos o postales de un viajero

que podría haberse acordado del que se quedó en tierra

o alguna felicitación navideña de frases vacuas y repetidas,

hoy quería leer palabras de amor escritas con mano temblorosa

deseaba encontrar saludos sinceros,

recuerdos de una imagen infantil.

Hoy al abrir esa pequeña puerta metálica

quise introducirme dentro del gran útero materno

que me llevara a las montañas nevadas

a la buena comida y a la cama caliente,

quise volar pero apenas despegué los pies

de la tierra roja de sangre, 

quise ocultar la cabeza, 

borrar el disco duro de la historia, 

pero ya nadie escribe cartas de amor 

ni recita poemas al oído 

ni cuenta estrellas desde la terraza 

y las felicitaciones son todas a distancia,

frías, inservibles, 

extraviadas entre millones de mensajes on line,

pero yo seguiré abriendo el buzón, 

seguiré siendo un ingenuo, un inútil, un absurdo hombre,

seguiré abriéndolo aunque solo se acuerden de mí

los bancos, Ikea y Alcampo 

y el restaurante chino de la esquina 

que han inaugurado hace una semana, 

hasta que un día, no sé cuándo, 

lo arrancaré de cuajo 

como se arrancan las malas hierbas 

y las tristezas del alma y las sombras inseguras,

quedará un hueco, otro más 

para no estar en ningún lado, 

para no ser, para ser sin sentir 

y subiré a casa y desenchufaré el ordenador,

apagaré las pantallas 

y me tomaré una copa de un buen vino

conmigo mismo

para celebrar el último gesto revolucionario

que me queda. 

 

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5.3. Mamá clara

 

Basado en el relato Fat, de Raymond Carver.

Estaba decidido: la situación iba a cambiar, por fin daría el paso definitivo. Llevaba mucho tiempo rondándole la idea en la cabeza, aunque hasta ahora no se hubiera atrevido a intentarlo. Siempre aparecían dudas suficientes que le echaban atrás en el último momento. Sin embargo, hoy tuvo la sensación de que su mente funcionaba de manera distinta. Su cerebro había establecido una conexión especial y, como efecto de ese extraño suceso, circulaba por su sistema neuronal un grado de confianza inusual en él.

Al fin y al cabo no le iba a pedir nada extraordinario, todo lo contrario; eso ocurre con frecuencia en cada rincón de este mundo y a cada segundo de esta vida. Por tanto, su comportamiento y su deseo entraban dentro de lo que se podría calificar como absoluta normalidad. Ese era su reto, sentirse por un día un hombre normal y corriente.

Mamá Clara ya se había encargado durante cuarenta años de recordarle, día tras día, que él era un hombre anómalo, que por mucho que se esforzase no conseguiría éxito en ninguna empresa que iniciase. Que sería más feliz si aceptaba su destino: ser un insignificante hombre durante su estancia en esta puñetera farsa que es la vida.

—¿Para qué vas a entrar en ese equipo de fútbol? ¿Es que estás tonto, hijo? ¿Quieres romperte una pierna? Cuando eso suceda, a ver qué pasa luego. Yo no puedo estar pendiente de ti en todo momento.
Y, claro, deseché la idea de entrar en el equipo. Ni siquiera fui a hacer la prueba.

—No, cariño, ese jersey no es para ti, vas a parecer un marica. ¿Quieres que piense eso la gente de ti?

—Pero yo no soy marica, y me gusta ese color.

—No importa, la gente lo pensará.

Mi armario siempre estuvo lleno de ropa de colores oscuros, sobrios, tristes, colores sin esperanza.

Mamá Clara dejó de ver definitivamente el horizonte después de que su marido se marchara con una compañera que vestía colores chillones, sonreía constantemente y pensaba que la vida era un riesgo continuo, un juego en el que la regla principal era divertirse. Sobre todo, divertirse.

 

Hoy, sin embargo, las estrellas le iluminaban el camino hacia allí. Hoy  sí que  estaba dispuesto a jugar el partido y con una camiseta naranja. Sí, naranja, mamá Clara, ¿me has oído?

Ya ha transcurrido suficiente tiempo, tanto que podemos decir que hemos logrado cierta familiaridad. Cuando se acerca a mí para tomarme nota del pedido no es como la primera vez: aséptica, con sonrisa hierática, muy profesional. Últimamente percibo un tono de voz más cercano, más cordial, como más cariñoso, diría yo, incluso poco a poco se va aproximando cada vez más a mi mesa. La semana pasada llegó a rozar mi codo derecho con su mano. Yo estaba leyendo el menú  y ella se aproximó más de lo esperado, al bajar la mano para guardar el bolígrafo en el bolsillo del delantal estuvo a punto de darme en el brazo. No tengo duda de que fue una maniobra meditada, una estrategia muy pensada, brillante; debía parecer una escena accidental, resultado de una mera casualidad, la unión en el mismo punto y al mismo tiempo de dos partes de nuestros cuerpos que, en sus movimientos, se acercaban una a la otra hasta producirse nuestro casi primer contacto. Me quedé pasmado y un cosquilleo me recorrió desde el codo hasta los dedos de la mano.

 

Había permanecido repantigado en el sofá durante tres horas sintiendo cómo el tiempo caminaba lentamente por un erial polvoriento e interminable, donde cada minuto se mezclaba con las gotas de sudor que resbalaban por su cuerpo. Había estado hojeando el periódico con la televisión encendida, intentando que esas voces distantes y lejanas emitidas por el aparato rebajaran el peso de la soledad. Cada cierto tiempo, como si se tratara de espasmos cronometrados, cambiaba de canal en busca de un logro imposible en la programación estival: encontrar un salvavidas de calidad, algo que le hiciese fijar su atención y que no considerase que fuese de un gilipollas irremediable. Los avances informativos era lo único que le hacían levantar la vista del periódico y algunos titulares habían logrado incrustarse en su cerebro. En Gaza, el ejército israelí había bombardeado un barrio palestino como consecuencia de la muerte de un soldado judío. La masacre continuaba; se había hallado el cuerpo descuartizado de una niña dentro de bolsas de plástico entre los matorrales de un parque y los integristas del estado islámico seguían destrozando la herencia cultural milenaria a base de pico y pala.

 Habría que reprogramar la mente humana. Puto mundo de mierda.

 

Le cabrearon tanto las noticias que decidió apagar el televisor. Dejó el periódico en el suelo y cogió la revista Yourphone que estaba sobre la mesa de cristal delante del sofá. Llegaba el momento de jubilar su móvil y debía encontrar uno nuevo, pero sin que le rompiera el presupuesto del mes. Hojas de colorines llamativos, números de tamaño extragrande (propios para cortos de vista), tecnicismos imposibles de memorizar. No se confesaba un gran apasionado del mundo tecnológico, pero tampoco se consideraba un profano en ello. Sentía curiosidad por los avances, intentaba estar al día, conocer las últimas modas del mercado, pero le resultaba una labor desmesurada (propia de héroes) seguir la meteórica carrera de las marcas y su desenfrenado afán de ventas. De manera que lanzó la revista sobre la mesa tras hojear unos cuantos anuncios sin saber cuál era el móvil que más le convenía.

Las posibilidades de entretenimiento se terminaban y el sol de agosto todavía apretaba a esa hora de la tarde. Era pronto para salir de casa, y el día se estaba complicando. Probó a perderse entre las páginas del libro que había comenzado la semana pasada. Lo protagonizaban personajes que ansiaban un cambio en su vida pero casi nunca llegaba, encerrados en un tiempo inamovible, en un círculo peligrosamente desteñido de esperanza. Mientras leía, se le disparó la mente y se imaginó que él podría ser uno de esos personajes descritos por Carver, que su vida solo existiera dentro de ese libro, en las páginas que tenía entre las manos; que cada minuto vivido se tratase de pura ficción surgida de su imaginación en un intento de escapar de ese terreno acotado por las letras impresas. Podría ser que fantasía y realidad se entremezclaran hasta llegar a no diferenciarse una de la otra.

Mientras estaba inmerso en esas elucubraciones, empezó a notar un cosquilleo en las piernas. Le sucedía con frecuencia, una hilera de hormigas ascendía desde los dedos hasta las rodillas provocando presión en su riego sanguíneo y dolores en sus abultadas y retorcidas varices. Cuando ocurría esto, debía mover esas columnas marmóreas, estirarlas, caminar o se terminarían durmiendo y si eso se producía, el dolor se hacía insoportable. Así que con esfuerzo se incorporó del sofá, levantó sus ciento ocho kilos de carne y huesos y anduvo un rato por la casa. Las molestias se incrementaban con el calor del verano.

Se acercó a la ventana y retiró el visillo. El sol se colaba entre las ramas de los chopos, como si fuera un centinela al acecho de las artimañas del preso en un intento de fuga. Frente a la casa se extendía un pequeño bosque por el que a veces iba a pasear, aunque cada vez le costaba más esfuerzo caminar por allí. Las desigualdades del terreno acentuaban la sensación de ahogo y, cada quince o veinte pasos, debía detenerse para inspirar un aire costoso de soportar.

Cuando abrió la ventana, notó un desolador silencio. En las casas colindantes no se apreciaba movimiento alguno, tal vez se habrían marchado de vacaciones. Se apoyó en el cerco y miró a su alrededor con lentitud. Los pájaros habían huido, las hojas de los árboles estaban quietas, el mundo se había detenido y él lo estaba observando. De nuevo tuvo la impresión de no dominar su vida: participaba en los acontecimientos sin poder intervenir en ellos, como un figurante, como un invitado que contemplaba el devenir de su existencia desde la última fila de asientos. De repente, un viento caliente, que agitó con virulencia las copas de los árboles, le hizo alejarse de la ventana y, al instante, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. El bosque parecía hablarle. Fue andando hacia atrás hasta detenerse en el pasillo frente al espejo y contempló su imagen de carnes blancas aterciopeladas.

Soy una  pera sobre dos enmohecidos troncos que un día de estos se quebrarán como cristales agrietados.

La imagen dibujada en ese mar de sinceridad le hizo cerrar los ojos. No quería ver el engendro reflejado, como si la fealdad de este mundo pudiese ser borrada con una simple caída de párpados. Al abrir los ojos, la realidad seguía ahí delante: un hombre de mediana edad en calzoncillos, estrecho de hombros, con pechos voluminosos en forma de punta, que se movían como flanes a cada paso, una abultada panza peluda que rebosaba por la cinta del calzón y que le imposibilitaba verse los pies y que por los laterales se amorcillaba marcando unas largas y anchas estrías. Las piernas se habían convertido en un avispero de varices que no dejaban de zumbar y enroscarse cada día más.

¡Cuánto debía agradecer a mamá Clara su felicidad actual!

—Hasta que no te acabes todo el plato, no te levantarás de la mesa. En esta casa no se tira la comida. Debes criarte fuerte y robusto. Así que híncale el diente, vamos.

Esos platos se llenaban hasta arriba y era costumbre repetir hasta dos o tres veces, según le gustase más o menos la comida preparada. Ya en la adolescencia, le resultaba imposible doblarse y tocar el suelo, la tripa no se lo permitía. Él siempre era el último en ser elegido por los amigos como compañero de equipo, sus torpes movimientos le hacían lento, sus pisadas parecían las de un gigante que hacía temblar la tierra a cada paso. A la tercera carrera, debía pararse para recuperar el aliento, el corazón se le salía del pecho y un color rosáceo manaba de sus pómulos.

Al cabo de unos minutos, consiguió alejarse del torbellino en el que se había transformado el espejo y se dirigió al cuarto de baño. Sentado en la taza, lloró amargamente y, en cada hipido, fue expulsando fragmentos de pesadumbre hasta conseguir que cierta serenidad volviese a habitarle. Su vida se había convertido en un atolladero, en un pozo cenagoso, en una embarcación sin timón y estaba harto. Hoy estaba dispuesto a dejar de ser así, por eso tomó una ducha y volvió a mirarse al espejo sin miedo; puso orden en los rizos desbaratados, se echó desodorante, se perfumó y se colocó el traje crema. Aquel que se había comprado en los almacenes de la 45 cuando le dio el primer ataque incontrolable de regeneración individual, pero que todavía no había encontrado el momento para ponérselo. Aquella fue la primera vez que colgó ropa clara en su armario. Todo un logro.

Todavía se notaba el calor a pesar de que el sol se había puesto y la ciudad se empezaba a iluminar con las miles de luces amarillentas de las farolas. Al momento de ponerse el traje, unas gotas de sudor comenzaron a resbalarle por la frente y por la espalda. Se secó el rostro con el pañuelo que introdujo después en el bolsillo derecho del pantalón y pasó de largo por el pasillo sin siquiera mirar de soslayo al enemigo. Definitivamente, hoy la invitaría a tomar una copa después del trabajo.

Una copa no hace mal a nadie, venga, charlaremos un rato, luego te acercaré a casa, sin engaños, de verdad, soy un caballero, confía en mí.

 

El trayecto en coche hizo que su bonito traje se arrugara. Al bajar se estiró la chaqueta y se colocó bien el pantalón antes de entrar en la cafetería. Sonó la campanita colgada del techo que se agitaba cada vez que se abría la puerta del establecimiento, el sonido alertó a los demás comensales y algunos, llevados por la curiosidad, volvieron la cabeza hacia allí. Se sentó en la mesa contigua a una pareja de ancianos que tenían por costumbre ir todos los miércoles a cenar. Echó un ojo a la carta mientras ella atendía la mesa de cuatro hombres de negocios que habían ido a celebrar el cierre de una operación tras dos meses de duro trabajo.

Estaba ya dentro, en el terreno que había que conquistar, por tanto debía mantener la calma, comunicar serenidad, no hacer ningún movimiento extraño, actuar de forma reflexiva pero transmitiendo naturalidad. Él sabe que ella, mientras atiende a los otros clientes, le mira con disimulo.

Se acerca, ¿levanto la cabeza o espero a que me pregunte? Ay, qué hago… naturalidad…

—Buenas noches…

 Hoy tiene ojos cansados, si me dejaras…

—Sí, ya me he decidido. Tomaré una ensalada César, después una crema fría de champiñones y unas chuletas de cordero con patatas asadas y con nata agria.

—Muy bien, señor.

Su voz suena maravillosamente dulce. Se quedaría horas escuchándola. Cuéntame un cuento que me haga dormir, y quédate conmigo, le habría gustado decirle.

Ella ha apuntado el pedido  y él no ha dejado de mirarla Le sonríe, y ella, antes de darse la vuelta, le devuelve la sonrisa. Él se fija en su espalda, en el contoneo de su delgada cintura.

Si no llevase delantal, se le notarían los huesos de las caderas.

Hoy se ha recogido el pelo en un moño, seguro que para mitigar los efectos del calor, aunque los ventiladores del techo mueven el aire y parece que suavizan el ambiente. No obstante, como entra y sale constantemente de la cocina, el humo le ha obligado a restregarse la cara, llevándose el rímel del ojo izquierdo por delante.

¿Cuántos años tendrá? Me gustan esos pómulos salientes, como picos de montañas. Ya vuelve.

Deja sobre el mantel la ensalada y una canastilla de pan con mantequilla.

—Perdón, qué tonta soy.

—No se preocupe.

Al dejar la cesta de pan ha golpeado, sin querer, el vaso de agua que se ha vertido sobre la mano de él.

—Le he empapado. Perdón.

—Ya está.

Ella seca la mesa con una bayeta, mientras él  se fija en el color celeste de sus ojos, en el color castaño de su pelo. Puede oler la fragancia de su perfume y cierra los ojos para intensificar esa experiencia que le hace bucear en un fondo de sensaciones.

—Ya está, voy a la cocina a ver si está preparada su crema.

—Gracias.

 

Hoy tiene más apetito de lo habitual. Será por los nervios. Le ha pasado desde pequeño; en época de exámenes, sus amigos apenas comían, se les encogía el estómago. A él, sin embargo, le entraba un hambre descomunal. Mamá Clara debía prepararle hasta tres o cuatro bocadillos que devoraba antes del examen para que sus tripas no empezaran a emitir sonidos extraños durante la prueba.

¿Qué pensará de mí? Que soy un gordo insulso, sin ningún encanto.

La comida le hace sudar más, pero evita quitarse la chaqueta. Es la primera vez que se la pone; desprenderse de ella sería el inicio de otra derrota.

La flaca camarera deja la crema sobre la mesa, esta vez con sumo cuidado.

—¿Quiere más pan?

—Sí, por favor. Está delicioso, no he probado nunca un pan como este.

—Me gusta que los clientes disfruten.

Vuelve hacia la cocina. Él no puede evitar seguirla con la mirada.

 

 ¿Estará casada? No lleva anillo. Aunque eso no significa nada. ¿Y si tiene novio? ¿Qué oportunidad tengo yo?

Ya no recuerda la última vez que pidió salir a una chica. Pasa tan rápido el tiempo y es tan difícil modificar las costumbres adquiridas…, del trabajo a casa, de casa al trabajo, algún cine de por medio, alguna cena en casa de amigos con sus hijos correteando por el jardín, algún paseo solitario… y mucho sofá, mucho libro y poca acción. Su vida es un remanso de agua estancada que empieza a desprender olores fétidos.

Si tú quisieras…, no soy rico; tengo una casa modesta pero confortable, tranquila, frente al bosque. Sé que podría hacerte feliz. Te vendría a buscar cada noche al restaurante para llevarte a casa o para que nos diéramos un paseo. Soy poco hablador, pero tengo la virtud de escuchar; tú me contarías tu día, tus proyectos…,a mí… me bastaría con tenerte a mi lado.

—Aquí tiene las chuletas de cordero con patatas y abundante nata agria por encima. ¿Qué tal ha estado la crema?

—Exquisita. ¿Podría traerme un poco más de pan con mantequilla?

Ambos se miran, ambos se sonríen.

—Por supuesto.

 

En el restaurante ya solo queda él. Mientras saborea las deliciosas chuletas, oye voces que llegan de la cocina, no es capaz de distinguir los sonidos, pero tiene la impresión de que están hablando de él. Las voces bajan de volumen cuando alguien del grupo chista, al menos identifica tres voces diferentes, una de ellas es de un hombre. También escucha risas.

Seguro que están comentando mi apetito salvaje, se estarán riendo de mi cuerpo. Es ella la que está mandando callar, no te gusta que hablen mal de mí. Eres un encanto.

 

Ella vuelve con una nueva cesta de pan, y le pregunta si desea tomar algún postre.

—¿Qué tiene?

—El Especial de la casa, que es un bizcocho con crema. También tenemos tarta de queso, helado de vainilla y sorbete de piña.

—Qué bien suena todo. Debe de estar todo riquísimo. ¿Qué me recomienda usted?

—Qué difícil, todos están estupendos. Pero yo tal vez me decidiría por el Especial de la casa.

Pero no, yo no quiero el Especial de la casa. La quiero a usted, te quiero a ti y no sé ni tu nombre, no sé nada de ti, ni de tu vida, y me gustaría saber tanto…

—Felicite al cocinero de mi parte. Me trae un café con el postre.

—¿Solo?

—Sí. Gracias.

—Encantada.

Se miran. Ella se queda parada junto a él.

Por fin, sé que me dirías que sí, llevo tanto tiempo esperándote, por fin estamos juntos. Gracias, cielo.

—No me ha dicho qué postre ha decidido.

—Ah, claro, claro…, seguiré su consejo, el Especial de la casa, pero con helado de vainilla y un toque de chocolate líquido por encima.

—Buena elección. Yo misma se lo prepararé.

 

Cuando entra en la cocina, vuelven los murmullos. Mientras tanto él acaba con los últimos pedazos de carne y rebaña el plato hasta dejarlo sin restos de nata. No quiere oír las voces, le ponen nervioso, intenta taparlas tamborileando el mantel. Al cabo de unos minutos llega ella con el postre y el café.

—Que disfrute.

Él no responde, un miedo le paraliza. ¿Y si es ella la que provoca que hablen de mí? ¿La que está cuchicheando en la cocina? ¿La que se mofa de mi aspecto? `¡Dónde va un gordo como usted! ¿Está loco? ¿Yo con usted?, ni lo sueñe.´

Él engulle el postre a marchas forzadas, recuerda a un pavo o, para ser más preciso, a un hipopótamo. Le pide la cuenta; quiere irse, dejar ese lugar. ¿Cómo ha sido capaz? Ella, haciendo reír a los compañeros a mi costa. El chocolate líquido se escurre por las comisuras de los labios, migajas de bizcocho se desprenden de sus dientes y caen de nuevo en el plato para mezclarse con los trozos de helado, sus mofletes se hinchan. Antes de tragarse un bocado, se lleva el siguiente a esa cueva repleta de alimento. Come tan rápido como lo hacía en las antiguas competiciones con sus amigos del barrio para ver quién devoraba más tartas en el menor tiempo posible. Hoy sería el ganador. Deja el dinero sobre el tique, aunque sin propina; hoy no se la merece. Antes de abandonar el local se vuelve hacia la cocina, pero ya no se oyen las voces. Se estira la chaqueta, se sube el pantalón y sale lo más recto que puede. Suena la campanita de la puerta. Ella se acerca a la ventana y ve cómo el coche inicia la marcha. Siente no haberse despedido, le habrá surgido algún imprevisto.

 

En casa, se despoja por fin de la chaqueta, se remanga la camisa y sale al porche. Se sienta y contempla la profundidad del bosque. Da suaves tragos al vaso de whisky que se ha preparado, lo necesitaba. Poco a poco se va calmando y las pulsaciones vuelven a su ser. Piensa que tal vez se ha precipitado, ella es incapaz de comportarse así, no rompería lo nuestro, algo tan hermoso.

Piensa en sus ojos celestes, en su bella sonrisa y en su cinturita de avispa. La lleva a tomar una copa, hablan, (sobre todo ella) aunque ya te dije que me gusta escuchar. No hay día que no sueñe con ella. Hoy por fin la ha llevado a casa y han hecho el amor. Él se movía ágil, ligero, su cuerpo fibroso y delgado sobre el cuerpo pesado y blando de ella.

Por fin retoma la dirección de su vida. Ha dejado de ser el invitado de piedra, por mucho que le fastidie a Carver. Se pregunta cómo serían sus hijos, delgados, huesudos, como ella o gordos y fofos como él.

Hace calor todavía, es una noche pesada, tórrida de agosto. Cuesta respirar. Disfruta de su whisky. En las ramas de los chopos se balancea su sueño, y piensa ya en el miércoles próximo por la noche: se pondrá de nuevo su traje crema para ir a verla. Porque ella le está esperando.

 

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3.
Hablamos de antes… La primavera, los nidos y los muchachos

Jesús Diéguez García

Eutimio Contra Galván

El autor nace en Manzanal del Barco el 02/11/1957, de una familia humilde de agricultores. Cursa estudios primarios hasta los 14 años en la escuela del pueblo. Vive íntegramente la idiosincrasia del pueblo y de la familia. A los 14 años ingresa en la Universidad Laboral de Zamora, regentada por los Salesianos, cursando Oficialía Industrial y estudios homologados al Bachillerato. Realiza la Diplomatura de Maestro. En el año 1982-1983 vuelve a la Universidad Laboral como Profesor de Actividades, aprobando las oposiciones en 1.984. Ese mismo año celebra matrimonio con Valentina, de Villanueva del Campo. Fruto de este matrimonio nacen tres hijos varones. Prácticamente desde niño ha colaborado en las tareas familiares y en la vida de la Iglesia. Decir que ha participado en movimientos culturales y de desarrollo del pueblo y de la Comarca de Aliste, Tábara y Alba. Fue Alcalde de Manzanal del Barco de 1991 a 1996, y Procurador en las Cortes de Castilla y León de 1999 a 2003. Ha participado en varias revistas: La Espadaña de Manzanal, como director de El Jaral de Aliste-Tábara y Alba, y de la Revista Tiempo Futuro en la Universidad Laboral. Ha publicado dos libros: San Vicente del Barco y su desaparición en 1939 y Manzanal del Barco y el sino del Esla, en colaboración con Elisa González y Manuel Gómez Ríos. Su vocación fundamental es escribir sobre las costumbres y los usos vividos en el pueblo o pueblos que están desaparecidos o en vías de extinción, para que al menos quede constancia de eso que ha sido vida, pero que al final se acaba perdiendo en la transmisión oral.

Andar a nidos, ir a nidos, vamos a nidos: eran verbos activos en la primavera, propios de muchachos apegados al terruño de los pueblos meseteños.

En estos tiempos, donde, en algunas ocasiones, los animales se personifican, en atenciones y cuidados y paralelamente también, circunstancialmente, el dolor humano, la soledad y la necesidad, incluso el trato, pasa inadvertido, conviene situar este relato en una antigüedad de 50 años, mostrando con realeza aquellos aconteceres, pura historia, para contrastar y analizar la vertiginosa evolución de los tiempos.

Solo dos aves gozaban de bula de ataque por el carácter semisagrado que la cultura oral había trasmitido, como era la golondrina y la cigüeña, cuyo único nido existente era el de la iglesia. A la golondrina, en su regreso de la emigración, por San José, se le preguntaba metafóricamente hablando: «Golondrinica ¿dónde anidaste?», y en su trino redondeado contestaba «En Galilea, en casa de un sastre». Puede que de esa respuesta, supuesta, arranque su carácter de santa espiritualidad al respecto. El resto de aves ni tenían ni gozaban de consuelo y le era aplicado el dicho «Ave que vuela, a la cazuela». Era tal la necesidad de la ingesta de proteínas, hagamos memoria de tiempos pasados, que un pajarillo frito o asado era manjar apetecible y deseado.

Variedad de trampas y útiles de diversos tipos eran herramientas de caza. Desde lazos de hilos o de crin de caballo, pajareras o garlitos, hijuelas (trampas de madera que se instalaban en el suelo, en los revolcaderos y por medio de crines de caballo trenzadas en su ligazón con tablas movibles que se abrían y cerraban dejando apresada a la pieza, sobre todo perdices), o liga, tirachinas, ballestas y escopetas. Para cazar vencejos se hacía un agujero en un papel fuerte y rodeando una piedra era tirado al alto, en alguna ocasión el vencejo liaba sus alas con el papel y caía al suelo.

El gorrión o pardal era el animal más abundante y por tanto el más castigado. Además hay que precisar que no gozaba de buena fama, ya que, cuando las cebadas y trigos granaban daban buena cuenta en familias numerosas, de las espigas de los sacrificados agricultores, dejando como resultado una paja derecha y vana, sin semillas productivas. Tan cansados los labriegos estaban de los gorriones que ya todos los pájaros les parecían dañinos y decían «Pájaros y pardales todos son iguales».

A través de las aves el hombre fiaba el tiempo, los usos y costumbres. «Cuando las paticas de la mar (avefrías) van 'pa' arriba (Norte) los pastores buena vida, cuando van 'pa' abajo (Sur), los pastores al trabajo». «Por San Blas, la cigüeña verás, y si no la vieres, año de nieves». «Canta la 'bubilla' (abubilla), canta el cuco pero hasta que no canta la 'rola' (rolla, tórtola)…». «Cuando canta el cuco fuera pulpo». «Si la miorla (mirlo) canta en el alto, buen tiempo, pero si es en lo bajo, mal tiempo». «Si al cuco no lo oyes ni en marzo ni en abril o el cuco se ha muerto o 'la fin' va a venir».

Rara vez el nombre asignado a un pájaro en el pueblo coincidía con el oficial del diccionario. En Manzanal del Barco (zona del Gran Aliste), variaciones morfológicas cambiaban las denominaciones, así, por ejemplo, al alcaraván se llama «pernil», al ruiseñor «folleca», al verderón «cañamina», al alcaudón real «picanza», a los insectívoros diminutos, en general y en sentido figurado, «avangavigas», equivalente a doblar vigas; al petirrojo «pimientera», a la cojugada «correcarril» al macho y «gacha» a la hembra, «maripéndola» a la oropéndola, al chotacabras «pitaciega», al autillo «pocopuede», al pájaro carpintero «pito barrenero», al pato «parro», a la tórtola «rolla», al mirlo «tordo», al avión común «tejo», al vencejo «mirlo», al herrerillo «chichipán», etc.

Los estadios del crecimiento de los pájaros tenían una nomenclatura propia. A los recién nacidos se les llamaba «pilotrones», «con cañamones» en el inicio de la pluma, «con pluma» cuando estaban emplumados y ya adultos, para salir del nido «voladores».

También había trabalenguas autóctonos relacionados con la fauna voladora. En las matanzas, al anochecer, a la orilla de la lumbre en la cocina, enredaban abuelos y muchachos, con trabalenguas autóctonos relacionados con la fauna voladora. Así mi madre nos contaba el siguiente, valga como muestra: «En un zarzal grifal, había una garza con su cinco garzagrifos, el desengarzagrifador que los desengarzagrife buen desengarzagrifador será». O aquel que contaba el señor Sebastián Velasco como: «Una pega mega, aldola, aldilla, patituerta, coja y sorda, tenía unos pegos megos aldolos, aldillos, patituertos, cojos y sordos» pero todo dicho muy aprisa. En el invierno cuando las ovejas venían al pueblo a la parición, los pastorcillos en el cuidado del pequeño «atajo» del ganado en el campo, distraían el tiempo con adivinanzas o juegos de palabras de los pájaros del medio ambiente inmediato.

También es de recordar que, para ausentar a los pájaros dañinos de los sembrados y árboles frutales, las gentes reciclaban cualquier prenda usada, que valía para hacer el espantapájaros o cualquier tela para bandera asustadiza y que en muchas ocasiones le venía bien a los pajaricos, de sombra.

A veces los dichos se empleaban también en mal fario de predicción de muerte, por ejemplo, manifestar sobre alguien «no llegar a pájaros nuevos».

Cuentan los mayores que hubo un hombre que se comía los peces pequeños (sardas), al ser pescados, según salían del agua y eso mismo hacía con los pajarillos sin emplumar. Una vez un pajarillo en la garganta le pió, y el muy bruto expresó «tarde piachis».

En más de una ocasión anduvo la zapatilla al culo por llegar a casa con el pantalón rasgado, de andar a nidos. Era tiempo propio para los nidos, oficio de muchachos (propia fotografía junto a mi amigo Manuel), cuando íbamos al pasto con las vacas o las mulas, o en el mes de mayo después de comer al entrar en la escuela, con el pretexto de ir a buscar flores para la Virgen. Al finalizar la clase de la tarde, con un ramo le decíamos una poesía, previo el rezo del maestro. El primero, en el primer año de escuela, y más sencillo era esta poesía:

Amapolas, amapolas

amapolas encarnadas

mi madre me dio un ramito

para ti, Virgen amada.

También en el rezo de las flores de la Virgen cantábamos el «Venid y vamos todos…»

Cada pájaro en su código genético lleva inscrito su prototipo de creación de nido.

Los muchachos, ajenos a móviles, televisión y nuevas tecnologías, tenían grabadas esas formas naturales de cada especie, así como el asentamiento en el lugar, se sabía a qué clase de pájaro pertenecía cada nido, que aún se hacía más certero con el tipo de huevo, en sus tamaños y colores.

Por ejemplo, el ruiseñor tiene la querencia de anidar sobre la pendiente herbácea de las riberas o arroyos, sobre el suelo. La urraca sobre árboles con nidos construidos de palos y barro para unir por dentro, con lanas de asiento, siendo sus huevos marrones con matices verdes. El mirlo anida sobre zarzas o pendientes de arbustos con trozos de hierbas secas y barro de ligazón, con huevos verdosos. La escribana anida sobre arbustos, sus nidos están tejidos a base de restos secos de hierbas y lo más sorprendente es que sus huevos parecen caligrafía árabe, en tonos terrosos sobre fondo blanco. La paloma torcaz y la tórtola anida sobre árboles, con trozos secos de rama como nido y sus huevos son de color blanco. Las torcaces son aves que han sufrido una adaptación, desde su salvajismo, al medio urbano, que parece increíble, siendo tan susceptibles que tocarles el nido o los huevos, provoca su aborrecimiento. La perdiz anida sobre el suelo herbáceo, arbustivo o no, con un nido simple de acomodo; previa a la fijación del nido lo intenta en varias ocasiones, el simulacro lo llamábamos «cucón». La oropéndola cuelga sus nidos en ramas sueltas de los árboles, quedándolos prácticamente atados con hierbas. Los gorriones hacen nidos rudimentarios, con lo primero que alcanza, hierbas secas, lanas, plásticos, papeles, en huecos de pared o bajo teja. Los jilgueros son de una sensibilidad exquisita en sus nidos, hacen el exterior de hierbas secas y el interior de lana o de vilanos de los chopos, asentándolos en árboles no muy altos, ponen cinco huevos. Los pardillos tienen predilección por las parras de las viñas para instalar su nido, etc.

Hablamos de nidos y sus formas, huevos y sus tamaños y colores, cómo no hablar de los trinos.

El arrullo de la tórtola, de la torcaz, el variado trino del ruiseñor, que al igual que el gorrión, no admiten cautividad, porque su libertad es preferente a su muerte, así son el gorrión y el ruiseñor. Los silbidos de los vencejos en bando, el asustadizo «voy, voyyyy» del autillo, el graznido del salvaje grajo, el crotoreo de la cigüeña, machacar el ajo le decimos. El «par par par» del pato, el «correche che» de la perdiz, el rumor del arroyo, toda la naturaleza invita a su fiesta.

Colectivamente hay que entonar el «mea culpa» cuando los animales han sido maltratados, escenas como poner a fumar a un murciélago o dar caza a un buitre, estando en las entrañas de un animal muerto, para luego ponerle una cencerra, han sido escenas del pasado que hoy están erradicadas en la protección de las especies. Luego viene la cordura de las atenciones, primero el hombre y después todo lo demás porque cuando los equilibrios se rompen y se defiende tanto todo «lo demás», se castiga al que deja cada día su piel por el ganado, o por los sembrados, por ejemplo.

Dios creó el mundo en suprema y total armonía y en orden, y dándole al hombre el reinado sobre la Tierra. No cabe más objetivo que conquistar ese reinado en armonía absoluta y esa será la aquiescencia de la felicidad humana.

Cuando parece que de lo que hablamos era un atropello, resulta que el legado de aquellos fue una naturaleza rebosante de vida: prados limpios, aguas puras, árboles y cultivos autóctonos, también sacrificios, puros arados de tracción animal, siega a haz de la que nos sentimos honrados, sabiendo su oficio, azadas deshierbadoras, manos duras pero sensibles con la naturaleza… Resultado: pájaros y más pájaros, nidos y más nidos, árboles y más árboles, hierba y más hierba, agua y más agua, niños y más niños…

Quiero dedicar este humilde relato, en gratitud y generosidad a nuestros mayores, que en herencia silenciosa nos trasmitieron una naturaleza virginal, a su laboriosidad en el campo, y a quien hace posible ahora dar voz a esas vivencias de ya, tiempo pasado.

 

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4.
En el centenario del nacimiento del poeta Waldo Santos (1921-2004)

Waldo Santos

Introducción y selección de poemas de Fernando Primo

El autor (Zamora, 1949) es catedrático de bachillerato de Lengua y Literatura españolas, jubilado. Se licenció en Filosofía y Letras, Sección Románicas, en 1971. Desarrolló toda su actividad profesional (desde 1972 a 2010) en Zamora y Toro, y actualmente colabora con la UNED como tutor en la prisión de Topas.

Experto en la poesía española de postguerra, y más concretamente en la de Jesús Hilario, ha publicado numerosos artículos y ensayos; investigador en la vida de Amparo Barayón, mujer de Ramón J. Sender, colaboró en el libro Muerte en Zamora de Ramón Sender Barayón y en la obra de Jesús Vived Biografía de Ramón J. Sender. Igualmente, como creador, responsable y director del grupo de Teatro «Ocellum Durii» del IES Maestro Haedo durante más de siete años (1982-1989), ha representado, con alumnos del centro, obras en Zamora, Salamanca, León y Segovia. A lo largo de su carrera docente ha asistido a multitud de cursos, congresos, jornadas y encuentros de actualización pedagógica.

Waldo Santos. El poeta terracampino, terrón entre terrones.

4.1. Introducción

Tendría que ser objeto de estudio, cómo una provincia como Zamora, puede dar tal cantidad de poetas y con tanta calidad. Otro poeta zamorano, recientemente fallecido, Jesús Hilario Tundidor (1935-2021) publicó una antología, Seis poetas de Zamora (Caja de Ahorros Provincial de Zamora, 1976), en la que incluía, frente a autores consagrados como León Felipe, Claudio Rodríguez o «una intrusión», la del propio Tundidor, poetas como Lorenzo Pedrero, Alfonso Peñalosa, Jesús Francisco Hernández Pascual y el propio Waldo Santos.

Este último nació en Castronuevo de los Arcos, en plena Tierra de Campos zamorana el 3 de junio de 1921, pasó por el Seminario de Zamora, hizo Magisterio y algunos cursos de Derecho. Ejerció como Procurador de los Tribunales.

Sus fuentes, León Felipe, Lorca, Rafael Alberti, («de todos aprendí, pero, sobre todo, de mi Rafael»), Tundidor, Claudio Rodríguez… o los místicos santa Teresa y san Juan de la Cruz. Gran aficionado al flamenco fue admirador de José Menese. Con su clavel y su varita paseaba por Zamora cantando continuamente La muerte de Juan García.

Su obra vio la luz muy tarde, cuando contaba casi cincuenta años: Mi voz y mi palabra (1969); en su siguiente publicación reunió tres poemarios: Palabra derramada publicada conjuntamente con Toba, clavel y… viento, y Grito de estopa (1973), Sangre colgada a garfios (1986). A esta década pertenecen también Sufrido en esperanza y Alaciar de la luz estremecida (1988). Sus últimos títulos fueron Del atardecer en Iberia (1990) y Oyendo cómo crecen las ortigas (2003).

Waldo Santos recibió en 2002 un homenaje apoyado por muchos representantes de la cultura zamorana bajo el lema Con un clavel en el ojal rojo de la noche. Falleció en Zamora en 2004.

Retrato de Waldo Santos por la pintora Ana Franco (2002)

 

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4.2. Selección de sus poemas

4.2.1. Tierra madre

Tierra madre

que pudres los huesos de los míos

en un abrazo místico, bajo el envés del cielo,

te nacieron a muerte en un día de vida

y de vida a la muerte, un día, ¡ay!, te murieron.

 

Tierra de secos olmos y páramos silentes

no sientes las andadura sobre tu piel rugosa

de las lágrimas muertas del dios terrible, ibérico,

cuyo abrazo nos lleva hasta la fosa.

 

4.2.2. Pueblo (coneto)

Alto sueño de Dios, silencio y pena.

aramio, nieve, sol, roble, montaña,

aguacristal, amor, pan sin argaña

duro dolor sobrevivir cadena.

 

Campo de tiempo y luz, añosa vena

vasallo sin señor, tú, recia entraña;

tú recia cortedad, gritar de España,

telúrico vivir, soledad plena.

 

Unamuniana santidad de espejo,

río curtido, mar, mar de abandono,

peregrino sin hiel, hambre de hombre,

 

bisparra elemental, altivo tejo,

espesa eternidad, mesura y tono,

caballero y señor, ese es tu nombre.

 

4.2.3. Trigo

El trigo cabecea

maduro a punto

de recogida.

Él lo sabe, de fijo,

por sus cañas

fallonas, dobladizas.

Mas y a pesar de todo

su juventud ─clavel lo hizo

permanente, inmortal─

se ha totalmente enamorado

de la roja amapola de la púrpura.

Se ha vuelto loco

el trigo de maduro.

 

4.2.4. No quiero

No quiero ser historia

no quiero, no, no quiero

figurar en las antologías,

casillero de poetas.

Los miran, los auscultan,

examinan con moldes,

su estética escudriñan.

No quiero ser esteta

ni brillar en los cielos.

No, no quiero.

 

Yo quiero ser un fuego

que la entraña te abrase,

que él por dentro revuelva

el santuario ese

de la soledad densa,

cuando tú me convides

a la intimidad tuya,

cuando tú lo desees,

si tú quieres, cuando…

 

que hierva tu agua,

que brame tu hierro

fúlgido de entrañas,

que se enfurezca

el volcán de tu pena,

o tu fracaso… que vomites

el grito sojuzgado,

que no aguantes

los collares de penas,

las carlancas de dogo

sobre tu cuello ansioso;

que para siempre rompas

el amuleto ese

con que venden el cielo;

que escupas los grises desvaídos

que destroces los mitos.

Eso querría serte,

no sedante

que amargue tu ira amarga.

 

No quiero ser historia,

no quiero ser esteta

ni brillar en los cielos

si no son los del pueblo.

 

4.2.5. Petenera

Sábado de gloria

arracimada, mulsa,

pagado a tanto precio

irrepetible. Duele

en esta sangre el rojo

ermitaño, santero,

perdurando los sueños

de los buscantes ojos,

de las manos marcadas,

del cavador de sueños.

Seco del agua, aljibe

se siente desbordado

entoñado de Sed

ese martillo

que no, que no

ceja en su plomo

de presiones ocultas,

invisibles.

            Queda tren

a la vista

en carril paralelo

arnaro, al doble

en vía rectilínea

crepuscular, distante

del alba en aquel ocho

de raíz florecida

«tan seguío, tan erguío…»

fue la Sed laminar

que nos daría

el resto paralelo

abundoso de sombras

pero en ansia a la mano.

Amarga la distancia

seca de la ausencia

cordal y ronca.

Y rota.

 

4.2.6. Tu nombre, amor (soneto)

He puesto, amor, tu nombre entre mis cosas,

sin liviandad, del lao de la ternura,

compañera de sueños y amargura

en comunión los nardos y las rosas;

 

mis ojos van hasta las mariposas

iris de pasmo, de ansiedad futura,

don de la Luz y germen de andadura

que viento trae adonde tú te posas.

 

Mis visionarios sueños de poeta

en rojo en rebeldía en esperanza

siguen buscando, amor, el imposible;

 

y el destino me trae, viejo profeta,

el fatal grito, la fatal venganza!

tu sueño es una estrella inasequible.

 

4.2.7. Sin título

Al helado cuchillo cotidiano

tu luz alta ilumina.

Han surgido tus ojos

─caricias que acarician─

me crean, me recrean,

matando lo mostrenco

de los días nefastos,

débil, AUNQUE ESPERANZA.

Honda, mi sangre antigua

se hace volcán hirviente

rompe todos los ritmos

de la monotonía

                                    alza

los viejos sueños

hasta el cielo.

                                    ¿Mañana?

¿Habrá mañana?

                                    Los claveles

¿volverán a nacerme?

ME LLAMAN LOS LUCEROS.

Pienso, ya, en el crepúsculo

«siempre del lado del Poniente…»

Y vuelvo a llenar de luces

                                    Las palabras vacías.

Tentación: las auroras

de ansiosas

incertidumbres locas.

Un vértigo me puede,

me domina,

me quema las heladas,

largas, preñadas noches

tanta vigilia oscura y maldecida,

pero ha llagado LA LUZ,

tú la encendiste.

En el silencio queda

la angustia requemada,

el lacerado rito.

Llamo, digo tu nombre

solo un nombre:

                                    POESÍA

 

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