Sección ARTÍCULOS
Juan Etayo Gordejuela
Licenciado en Geografía e Historia y experto en biblioteconomía, ha ejercido como documentalista en varios Ministerios y en la Comunidad de Madrid, así como en la Imprenta Municipal de Madrid. Actualmente trabaja en la red de bibliotecas públicas del Ayuntamiento de Madrid. Lleva años investigando sobre el género chico, siendo autor de una edición crítica del sainete El bateo.
Miguel Etayo Gordejuela
Profesor de Geografía e Historia del Instituto Beatriz Galindo, miembro del Grupo de Trabajo 930423 UCM La aventura de viajar y sus escrituras, ha publicado numerosos artículos y algunos libros relativos a la ciudad, sus artes visuales y el teatro musical, así como traducciones de textos de artistas. También ha impartido varios cursos de formación para el profesorado de Secundaria.
Resumen.
Todo el mundo se asombraba de hasta qué punto «las ciencias adelantan que es una barbaridad». La zarzuela se ocupó con cierta frecuencia, en el último cuarto del siglo XIX, de cómo sería el mundo futuro y, concretamente, el Madrid del siglo XX. Explorar los textos de aquel espectáculo, que tanto influía sobre el imaginario colectivo, nos permite conocer mejor su época y comparar lo soñado ─en broma, todo hay que decirlo─ con lo que de verdad ha ocurrido.
Palabras clave: zarzuela, revista de gran espectáculo, ciencia ficción, Verne, Souvestre, siglo XX, Madrid, distopía.
Abstract.
Everyone was admiring «how much science is progressing». In the last quarter of the 19th century, zarzuela frequently dealt with what the future world be like and, specifically, Madrid in the 20th century. Exploring the texts of that show, wich influenced the collective imagination so much, allows us to better know its time and compare what was dreamed ─in jest, you have to recognize it─ with what really happened.
Keywords: zarzuela, musical revue, science fiction, Verne, Souvestre, 20th century, Madrid, dystopia.
Résumé.
Tout le monde s’étonnait à quel point « les sciences font de grands progrès ». La zarzuela s’est assez souvent intéressée, dans le dernier quart du XIXe siècle, de ce que serait le monde futur et, concrètement, le Madrid du XXe siècle. Explorer les textes de ce spectacle, qui influençait tant l’imaginaire collectif, nous permet de mieux connaître son époque et de comparer, en plaisantant, il faut le dire, ce dont on a rêvé à ce qui s’est réellement passé.
Mots-clés: zarzuela, revue de grand spectacle, science-fiction, Verne, Souvestre, XXe siècle, Madrid, dystopie.
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CORO.
La luz del progreso
la patria ilumina,
su llama divina
nos une por fin.
Nos llama al trabajo,
corramos ligeros
los libres obreros
del año dos mil.
Viva la patria.
Viva Madrid.
La acotación escénica que precede a este coro reza:
El Palacio de la Luz. Decoración fantástica a todo foro […]. Los obreros de la luz van saliendo por las cajas laterales […]. Coro de hombres. Comparsas mujeres. Coro de niños y todos los personajes que puedan dar más brillantez al cuadro. Todos con banderas nacionales.
(Madrid en el año dos mil, Acto 2º, Cuadro 10º, Escena última)
A los escenógrafos de 1876, de Madrid en el año dos mil, podría gustarles esta imagen de la celebración del Día de la Juventud en 2011, ante el Palacio de Cibeles (inaugurado como Palacio de Comunicaciones en 1919). Fuente.
Nuestro teatro musical, que hizo de nuestro país el de mayor oferta teatral por habitante y día, y de nuestro público el más numeroso y asiduo del mundo a finales del siglo XIX, se ocupó de muchos más temas que el costumbrismo presente en los sainetes que sobreviven hoy. Un futuro imaginado, que llamaba a la puerta con más urgencia que nunca antes, según evidenciaban los adelantos técnicos y los nuevos usos de la Belle Époque, pasó de la literatura a los escenarios españoles en zarzuelas grandes y chicas, mucho antes de que llegaran el cine, el cómic o la televisión.
Merece ser explorado este repertorio, olvidado hoy, que se ocupó de la ficción futurista de forma divertida. En su tiempo, tuvo un impacto popular mayor que el de la literatura impresa, que ya había empezado a poner en circulación el tema desde los albores de la Revolución Industrial: Samuel Madden, con sus Memorias del siglo XX (1733), o Louis-Sébastien Mercier en El año 2440 (1771). Sucesivas novelas se fueron sumando a la exploración del mundo de los próximos siglos por venir, cuyas bases pareció que acaso empezaran a sentarse entonces, a partir de tantos cambios de todo orden: ¿cómo sería la ciudad del futuro?, ¿qué medios de transporte se pondrían a punto?, ¿cómo se vería transformada la vida cotidiana por mor de los adelantos técnicos y las nuevas mentalidades?, ¿se llegaría, incluso, a entrar en contacto con habitantes de otros planetas? Para todas esas cuestiones buscaron también respuesta, en el último cuarto del siglo XIX, algunas de nuestras zarzuelas, muy atentas, como es lógico, a la literatura precedente, especialmente la francesa, que también inspiraba en París operetas de ese tema.
Aún más que la opereta, la revista era, de entre todos los subgéneros por los que podía optar nuestro teatro musical, la versátil zarzuela del siglo XIX, el ideal para temas fantásticos. Para la revista no rezaban convenciones como una trama teatral cerrada, con su introducción, nudo y desenlace, ni la verosimilitud ni las unidades de acción, tiempo y lugar… Por el contrario, siguiendo un modelo francés, su estructura se dislocaba y fragmentaba con materiales heterogéneos, inserciones musicales, personajes alegóricos y una disposición radicalmente distanciadora y metateatral. La fantasía y la realidad se mezclaban en ella con la mayor libertad y se sucedían, uno tras otro, cuadros de ambientación variada a partir de un pretexto, prácticamente sin argumento.
La revista fue el subgénero más próximo de todos a la farsa. Si la comedia hace reír ante la locura y corrupción de la gente, la farsa entretiene con lo monstruoso y lo quimérico, provocando carcajadas con sus extravagancias, a partir de que exagera la realidad para desnudarla y se desliza hacia lo fantástico. La farsa, que difícilmente se da en estado puro, combina elementos incompatibles con la comedia o con la tragedia, a partir de una poética propia que contiene el destierro del patetismo, la rapidez frenética del movimiento en aras del distanciamiento afectivo del espectador y, por último, un explícito carácter de juego para divertir ─puro teatro sin finalidad mimética─. Sus personajes, como comprobaremos, son «de una pieza, inflexibles y maniáticos, sin profundidad psicológica alguna» (Dougherty 1996: 128).
La revista trataba de divertir por encima de todo y por todos los medios imaginables, desde la variedad y rápida sucesión de espectaculares decorados a la exhibición de piernas, brazos y escotes de las bailarinas, pasando por la vistosidad de los multitudinarios números de conjunto, la extravagancia y colorido de los trajes, los efectos escénicos, la música pegadiza y, cómo no, el humor que monopolizaba todo su discurso.
Chiste de Ortego en la revista Gil Blas (7/11/1867). Fuente.
Según la cantidad de títulos que dio a la escena y los éxitos reseñados por las críticas de la prensa «un tanto contrariadas incluso», consiguió este objetivo de divertir, hasta el punto de hacer de España una «tierra cautiva del sensualismo escénico de gran espectáculo» (El imparcial, 10/07/1876). No encontraremos, por tanto, el menor rigor ni nada serio en los disparates de las que vamos a comentar, pero sí nos enteraremos de los reproches que merecía la vida del último tercio del siglo XIX al público madrileño, de las fantasías con las que soñaba y del recelo que al mismo tiempo inspiraba la aceleración del progreso, aquel «vertiginoso desenvolvimiento de la civilización humana» (Diario oficial de avisos de Madrid, 15/01/1887). Y como tenemos el raro privilegio de haber podido observar todo esto desde el futuro, de haber vivido de primera mano los años 1976 y 2000, los años futuros en que ubican sus quimeras las dos obras que hemos elegido de manera preferente para esta exploración, podremos comparar lo que imaginaron con lo que fue y constatar cómo repetidamente llegó a sonar la flauta…
Aunque invocaremos pasajes de otras, dos son en efecto las obras elegidas, ambas grandes, en una época en que predominaban, en cambio, las piezas breves del género chico. La primera data del arranque de la Restauración, del mismo año de la Constitución: El siglo que viene (1876),
zarzuela cómico-fantástica en tres actos [con trece cuadros en total, implicando cada uno un cambio de escenario] y en prosa de Ramos Carrión y Coello. Música del maestro Caballero.
Obsérvese que la llamaron zarzuela, que es el nombre genérico que se aplica a nuestro teatro lírico con hablados.
Portada de la partitura (1876). Fuente.
La joven y atribulada pareja formada por Ángel, músico fracasado, y su hermosa mujer, Inocencia, decide prestarse al experimento del Doctor Farándula:
El procedimiento es muy sencillo. Colocaré a cada uno de ustedes en uno de esos receptáculos, y dándoles a oler un álcali, descubierto por mí, echarán una siestecita de cien años. Mis herederos son los encargados de dar a ustedes el chocolate de diciembre de mil novecientos setenta y seis.
(Acto 1º, Cuadro 2º ─es decir, con un escenario distinto de los otros cuadros─, Escena 10.ª; en adelante, para simplificar: Siglo.1.2.10.).
También acude a esa solución a sus problemas otra pareja, esta madura, sus vecinos de buhardilla, el cesante Hilario y la gruñona Melitona, pero ellos lo harán por separado y en secreto, queriendo librarse el uno del otro, idea que tomará muchos años después una revista chica, La corte del porvenir (libro de Gil Asensio y Moncayo, música de Calleja, 1912). Cuando los cuatro despierten, cien años más tarde, Pepito, el nieto de aquel científico, será su guía ─personaje imprescindible en la mayoría de las revistas─ por el Madrid de 1976. Aunque hay ejemplos parecidos de fantasías sobre «durmientes» que resucitan en la literatura de siglos anteriores, el planteamiento está directamente tomado de El mundo tal cual será en el año 3000 (1846), del novelista francés Émile Souvestre, obra de «ciencia ficción» precursora de las de Jules Verne, inmediatamente traducida y editada también en España.
Primera edición, con ilustraciones de Bertall, Penguilly y St-Germain. Fuente.
En ella no es la necesidad, sino el deseo de conocer el futuro el que impulsa a una feliz pareja a ponerse en manos de un tal John Progrès, que les dormirá al efecto. El tema estaba en el ambiente: ya en un cuento de Irving, Rip van Winkle (1819), el protagonista despierta veinte años después de haber bebido el licor de los misteriosos jugadores de bolos de la montaña, aparentemente unos colonos holandeses de otro tiempo, en el contexto de la independencia de las Trece Colonias norteamericanas; más cercana es la popular novela de Edmond About, El hombre de la oreja rota (1862), de la que parecen tomarse algunas ideas, en la que un médico usa el cuerpo de un militar napoleónico, condenado a muerte y dado por fallecido antes de su ejecución, para un experimento consistente en deshidratarlo, con la idea de hacerlo revivir pasado el tiempo, de acuerdo con unas instrucciones que deja al efecto.
Ilustración de Courboin para la edición de Hachette (París, 1884). Fuente.
Ecos de todas estas cosas resonarán, por ejemplo, en «zarzuelas» como la revista chica El galope de los siglos (Sinesio Delgado, con música de Chapí, 1900), donde unos «durmientes» víctimas de la droga de una «infame bruja» (Cuadro 5º, Escena 12ª) pasan del siglo XV a la España del cambio de siglo, o todavía en 1941, en la revista Ladronas de amor (de los libretistas Muñoz Román y Lozano, con música del maestro Alonso).
Volviendo a lo nuestro, el segundo título elegido subió a los escenarios una década más tarde, en los inicios de la Regencia de María Cristina de Habsburgo, con un Alfonso XIII de un añito: Madrid en el año dos mil (1887),
panorama lírico-fantástico-inverosímil de gran espectáculo en dos actos y diez cuadros escrito en verso sobre el pensamiento de Souvestre por Guillermo Perrín y Miguel de Palacios. Música de los maestros Manuel Nieto y Ángel Rubio.
Es muy significativo que esta obra sí remita explícitamente al «pensamiento de Souvestre».
Libreto de Madrid en el año dos mil (1887). Fuente.
El año 2000, una comisión de lunáticos ─dos varones, Cometa y Menguante, y una dama, Creciente─ llega a Madrid en el viaje inaugural de un tren que comunica… ¡la Luna con nuestro planeta! Como en el caso de Pepito, el profesor Fósiles y el torero Tapioca serán aquí los encargados de mostrarles la capital. A ellos y al público, porque tal suele ser en las revistas el nexo que ayuda a pasar de un cuadro a otro. Sus andanzas permiten conocer el patio central del Servicio Telefónico, la Luna desde un gran telescopio, el Capitolio Taurino, el Museo de Antigüedades, los grandes almacenes Le bon marché, el Parque Ómnibus y el Palacio de la Luz, entre otras maravillas.
La mayoría de los temas y motivos, muchos de los gags incluso que suben a escena, están tomados de la novela de Souvestre, como comprobaremos. No es raro que, a la hora de imaginar el porvenir, nuestros libretistas miraran hacia París, que tenía fama de llevar la delantera a todas las demás metrópolis, como indiscutible capital de la modernidad en aquella época:
─¿De París? Allí es donde se inventan las cosas, ¿no es verdad?,
preguntó ingenuamente la Zarzuela, personaje alegórico de la diminuta y temprana revista de su nombre (Olona y Hurtado, música de Gaztambide, Barbieri y Arrieta, 1856, Escena 3.ª) representada con motivo de la inauguración del Teatro de la Zarzuela.
Pero hay cuestiones que ocupan gran espacio en las páginas de la novela de Souvestre que han sido preteridas en ambas revistas: la religión, la enseñanza, la administración de justicia y la penitenciaria, la organización industrial, los hospitales, la decadencia y ruina de Europa, los cementerios, la abolición de la beneficencia, la prensa, la Biblioteca Nacional, la crítica de teatro y arte… Hemos traducido del francés las citas que tomamos de ella, cuya primera edición se puede leer en Internet ─ventajas de vivir en el futuro─.
«La Gran Tira, periódico universal» (Souvestre 1846: 218). El dibujante Bertall se ha acordado de dedicar al visionario autor de la novela una calle de Sans-Pair, la sin par metrópolis, capital de la República de los Intereses Unidos en el año 3000. Fuente.
El Madrid del año 2000 asombra a los lunáticos como ciudad «soberbia» por sus «edificios y sus calles», con su «gran plaza de la Civilización», «la plaza monumental de la capital moderna» que se despliega sobre el escenario
a todo foro, con gallardetes, banderas, tapices, etc. Iluminada convenientemente.
(Madrid en el año dos mil, Acto1º, Cuadro 3º, Escena 1ª –Madrid.1.3.1 para simplificar).
La plaza de España, con el aspecto que tuvo en la segunda mitad del siglo XX. Fuente.
En efecto, para mayor espectacularidad, la ven ─la vemos─ por primera vez de noche, como se estilaría en las postales de ciudades «con iluminación artificial» de los años 1960 o 1970, como el París que imagina Verne en la novela París en el siglo XX (circa 1862) (1995: 41-42):
La multitud se apretujaba en las calles, la noche empezaba a caer, las suntuosas tiendas proyectaban a lo lejos los reflejos de la luz eléctrica; […] de pronto, las cien mil farolas de París se encendieron a la vez,
y no una a una, al ritmo cansino de los faroleros. Un «nuevo Madrid» como el que se dispone a presentar también en El siglo que viene Pepito, el nieto de Farándula, a las dos parejas recién revividas (Siglo.2.5.2.).
La ciudad se ha hecho enorme, como el París de Verne, que «había roto su cerco de 1843» hasta ocupar «una circunferencia de veintisiete leguas que había devorado todo el departamento del Sena» (1995: 38-39) donde viven ¡cinco millones de habitantes! Y acertó Verne.
París. Fuente.
Hay que decir que la novela de Verne, a la que volveremos, no influye nada en nuestras dos revistas, porque solo fue conocida a partir de su descubrimiento en 1989, y por tanto no se leyó hasta entonces ni en España ni en Francia: el autor, todavía poco conocido, no había encontrado editor ─en eso no hemos cambiado mucho─. Sí lo hicieron otras obras de este autor, pero aquel manuscrito olvidado en un cajón es revelador de sus ideas y de las que flotaban en el ambiente.
Madrid cuenta también en el 1976 de la ficción con infinidad de calles larguísimas, numeraciones abultadas y altos edificios, como Nueva York (Siglo.2.6.4):
Iremos a la agencia, calle cincuenta y tres mil setecientos quince, número veinticinco mil quinientos dieciocho, cuarto noveno, anuncia Pepito.
Madrid. Fuente.
El Sabio H, por, ejemplo, vive en la «Gran Vía, casa siete mil noventa, piso diez» (Madrid.2.8.3.). El proyecto de esta grandiosa arteria se celebraba en los escenarios desde el año anterior al estreno de Madrid en el año dos mil, en la más famosa de las revistas de la época, La Gran Vía (de Felipe Pérez, con música de Chueca y Valverde, 1886).
Portada de la partitura (1886 ?). Fuente.
Y no las tenían todas consigo los personajes de aquella revista chica ni sus entusiasmados espectadores. El Comadrón, por ejemplo, bromea con que la nueva avenida la inaugurarán «cuando críen las ranas pelo» o «¡el 30 de febrero!» (Cuadro 4º, Escena 4ª). Y es que, ya lo decía el Paseante que acompaña por toda la ciudad al Caballero de Gracia (Cuadro 2º, Escena 1ª):
Nuestros prohombres no harán
muchas cosas…, ¡qué han de hacer!,
pero proyectos, al día
hay quien hace más de cien.
Madrid resulta para Inocencia y Ángel, Hilario y Melitona, no menos sorprendente y desconocida que para los extranjeros que vienen de la Luna. Les ocurre como al coronel Fougas, el protagonista de El hombre de la oreja rota, tras sus cuarenta años de letargo deshidratado: no reconoce el París de Napoleón III, el que está transformando Haussmann, con sus grandes avenidas y bulevares (About 1968: 117). Como nuestros madrileños extrañen el paisaje urbano en el que vivieron hace cien años, Pepito les propone un paseo por
el Madrid antiguo, que […] continúa como en sus tiempos, salvo algunos adelantos […]. Allí hay todavía casas de huéspedes a seis reales con principio, simones terrestres a peseta la carrera, baños de chorro por los mangueros de la Villa y faroles de gas para conservar la oscuridad durante la noche.
(Siglo.3.12.7).
Plaza de la Villa de noche. A la izquierda, el edificio donde nació Federico Chueca en 1846. ¿Cuántos años hace que no vive nadie en esa plaza? Fuente.
Parecería que Ramos Carrión, a cien años vista, hubiera adivinado ese proceso al que estamos asistiendo hace décadas de conversión de los cascos históricos de las viejas ciudades europeas, artificialmente «fosilizados», en «parques temáticos» que atraigan a los turistas.
Madrid ha crecido tanto en el siglo XX que, ante las «terribles» distancias, no queda otro remedio que usar modernos medios de transporte como el «simón de presión atmosférica» que propone Pepito (Siglo.2.6.4.), que debe parecerse, aunque su funcionamiento sea otro, al «gaseomóvil» un tipo de automóvil como el de París en el siglo XX (1995: 128): lo que con el tiempo se concretó en nuestros taxis. Tal vez se mueva por aire a presión, como el que se almacena, según la misma novela, en las catacumbas de París y se sirve «a cuarenta y cincuenta atmósferas» (1995: 47).
Taxi en la calle de la Montera (1969). Fuente.
Otros medios utiliza el Sabio H cuando busca a los lunáticos, que se le han despistado «por calles y por plazuelas, en coche, en ferrocarril y por las vías aéreas.» (Madrid.2.8.3.). Igual que en la novela de Souvestre:
Vista pintoresca de Sans-Pair, que recuerda significativamente la Plaza de la Estrella de París (Souvestre 1846: 101). Fuentes 1 y 2.
En efecto, recurren también a los globos. Pepito acompaña a sus invitados a casa (Madrid.3.11.1):
he querido que disfruten ustedes de todos los adelantos que ofrece mi siglo. Descubierta la dirección de los globos, ningún medio más cómodo de locomoción. Nos elevaremos un poco, y después iremos a caer junto a mi casa.
Portada de la partitura (1876 ?), con un globo dirigible que se parece mucho al reciente modelo de Dupuy de Lome (1873). Fuentes 1 y 2.
Pepito hace en Madrid lo que los habitantes de la capital de la República de los Intereses Unidos, Sans-Pair, de la novela de Souvestre (1846: 71):
los principales medios de comunicación se habían establecido […] a través del espacio abandonado antaño al viento y a las golondrinas.
¡Cuánto tiene que ver todavía, pasado medio siglo largo, esta ilustración del libro con la siguiente, publicada en Madrid cómico!:
Medios de transporte en el 3000” (Souvestre1846: 69). Fuente. «La aviación en el año 2000. Una juerga por todo lo alto», ilustración publicada en Madrid cómico (13/01/1912). Fuente.
En cuanto al ferrocarril metropolitano que menciona el Sabio H, no indica que sea subterráneo, como en la novela de Souvestre (1846: 26-27) o elevado, como el de Nueva York, que también prevé Verne (1995: 40). Pero no para ahí la cosa. Madrid es una metrópolis conectada con las demás capitales, y se pueden oír conversaciones como esta (Siglo.2.6.3.) :
CABALLERO 1º: ¿Va usted muy lejos?
CABALLERO 2º: No, voy ahí, a Bruselas a almorzar con mi tío, pero estaré de vuelta a la hora de comer. Hasta luego.
Bruselas, ya es casualidad: solo le falta decir que su tío es funcionario de la Unión Europea. ¿A qué va y viene a Bruselas un madrileño del siglo XX? No se aclara cuál sea el medio de transporte empleado, pero podemos imaginar alguno más rápido y digno de confianza que el globo aerostático, seguramente alguna aeronave más pesada que el aire, como la de una opereta grande, muy Verne, El fantasma de los aires (melodrama cómico-lírico de espectáculo, en dos actos y nueve cuadros, inspirado en una obra de Julio Verne, de Lastra, Ruesga y Prieto, con música de Chapí, 1887).
El Albatros de Verne en ilustración de Léon Benett (1886). Fuente.
Si Souvestre fue el precursor, Julio Verne, como le llamamos aquí por la inmensa popularidad que alcanzó, es el que ha quedado en la memoria, transmitida por nuestros abuelos, como profeta del progreso tecnológico. Él mismo colaboró en varias adaptaciones de sus novelas más famosas a la escena francesa, que daba más dinero que los libros: Los hijos del capitán Grant (1865), La vuelta al mundo en 80 días (1872), Miguel Strogoff (1876) y Kerabán el testarudo (1883). Estos títulos también tuvieron adaptaciones en el teatro lírico español, en forma de parodias: La vuelta al mundo (libro de Larra, música de Barbieri y Rogel, 1875), Los sobrinos del capitán Grant (Ramos Carrión, música de Fernández Caballero, autores de nuestra primera revista elegida, 1877), de la que se haría, a su vez, otra parodia en De la noche a la mañana (Ruesga y Prieto, música de Chueca y Valverde, 1887), La guerra santa (sobre Miguel Strogoff, de Larra y Escrich, música de Arrieta, 1879) y El testarudo, la única chica entre ellas (Perrín y Palacios, música de Bru y Estellés, casi el mismo equipo que nuestra segunda revista, 1895).
Portada de la partitura de Los sobrinos del capitán Grant (1877), la zarzuela más duradera de todas las que inspirara Verne. Fuente.
Directamente de las novelas tenemos otras zarzuelas grandes: Cinco semanas en globo (1863) dio lugar a una zarzuela con el mismo título (Liern, con música de Rogel, 1871), aunque ya antes, en 1859, la opereta en dos actos Un viaje aerostático (Javier Ramírez, con música se Gaztambide y Oudrid) prueba que el tema interesaba; La casa de vapor (1880), a La llama errante (Carlos Fernández Shaw y Javier de Burgos, música Marqués, 1888) y La estrella del sur (1884), a El diamante rosa (Perrín y Palacios, música de Marqués, 1890).
Pero Verne influyó de muchas maneras en los géneros chico y grande. Por ejemplo, en el juguete en un acto Cada loco con su tema (Ramos Carrión, 1874), el protagonista, para ganarse la confianza de una familia, pretende ser… ¡Julio Verne!, una ocurrencia como la de los hermanos Marx cuando quieren burlar al Servicio de Inmigración de los Estados Unidos declarando, uno tras otro, ser… ¡Maurice Chevalier! (Monkey Business [Pistoleros de agua dulce], 1931).
Aunque en lo que más influye Verne es en la afición a los viajes improbables: las parodias grandes El Potosí submarino (García Santiesteban, música de Arrieta, 1870), De la Terra al Sol (en catalán, de Campmay y Molas, música de Manent, 1879) y El centro de la tierra (Celso Lucio y Monasterio, música de Fernández Arbós, 1894) son buenos ejemplos.
Vamos ya con la aviación y la opereta El fantasma de los aires, con su navío volador Relámpago: se trata de un barco dotado de «hélices que impulsan la embarcación sobre las capas atmosféricas» (Fantasma.1.3.12), exactamente como el Albatros de la novela de Robur el conquistador, publicada el año anterior (1886), que lleva hélices en lo alto de sus numerosos mástiles. Tal es la velocidad del Relámpago de la zarzuela que el capitán se dirige a los pasajeros:
Y ahora les invito a que pasen a mi camarote. El buque se va a lanzar a los vientos, y su primer ímpetu no podrían soportarlo sobre cubierta.
(Fantasma.2.6.10).
Ilustración de Léon Benett para Robur el conquistador (1886), que muy bien pudiera servir para El fantasma de los aires. ¡Con un barco así se podría ir a tomar el aperitivo a Bruselas y estar en Madrid a la hora de comer! Fuente.
¿Qué decir de los viajes espaciales, como el inaugural del «tren Rayo-Chispa», que trae directamente a Madrid a la exótica comisión de lunáticos (Madrid. 1.1.3.)? A través de un gigantesco telescopio, acaso colocado sobre la colina de Atocha, espían los astrónomos su llegada:
Decoración a tres cajas que representa un telescopio por dentro y desde el cual se ve una Luna llena de grandes dimensiones con la boca abierta, por la cual, cuando lo indique el diálogo, saldrá un tren a todo vapor en dirección a la Tierra,
dice la acotación inicial de uno de los cuadros (1.2.1.). Una imagen que es un digno antecedente de la película de Mélies:
Fotograma emblemático de Le voyage dans la Lune (1902).. Fuente.
En la novela de Souvestre, el telescopio ha basculado inadvertidamente hasta adoptar una posición horizontal, y creyendo observar lo que ocurre en un jardín de la Luna, el astrónomo descubre el adulterio, mucho más terrenal, de la esposa de su socio (Souvestre 1846: 195).
«El Sr. de l’Empyrée al telescopio» (Souvestre, 1846:194). Fuente.
Y para hacer factibles estas relaciones con el resto del mundo, un nuevo invento, recién llegado y todavía no generalizado en el año en que se estrenó Madrid en el año dos mil, es decir, en 1887: se trata del teléfono. Una pequeña red pública de teléfonos se había establecido en Madrid dos años antes, que daba servicio a tan solo 49 abonados. Cuando el telón se alzó sobre el primer decorado ─«Telón a dos cajas que representa el patio central telefónico de Madrid» (1.1.1.)─, casi nadie había visto un teléfono todavía, aunque los periódicos hablaran de ello y, por supuesto, otras zarzuelas, como la revista chica del año siguiente, A vista de pájaro (Celso Lucio y Fernández Cuevas, música de Brull).
Era algo tan nuevo como para Fougas, «el de la oreja rota», el telégrafo que le explican cuando pregunta por el cable tendido al lado de la vía del ferrocarril, transporte que también le tiene turulato (About 1968: 114). Pero enseguida, en 1890, se iba a abrir el primer locutorio público, en la Carrera de San Jerónimo.
El teléfono había empezado a funcionar, a nivel local, en New Haven (Connecticut), apenas una década antes, en 1878. En España se hicieron muy tempranamente las primeras experiencias: de 1877 data una conversación telefónica entre Montjuic y la Ciudadela de Barcelona. Pero la primera línea telefónica a larga distancia data de 1884, y comunicaba Boston con Nueva York. El teléfono permitió ponerse de acuerdo al instante entre interlocutores de cualquier parte del planeta, o incluso de fuera de este, cuando de una zarzuela se trataba. Los mensajes recibidos por teléfono se transcriben en la que comentamos como telegramas, que esos sí los conocía el público. Llega uno, por ejemplo, desde la Luna, anunciando la salida del tren “espacial” con destino a Madrid:
Las catorce. –sale tren-
Express A. –Máquina Zeta,
de salud seguimos bien. –
Tiempo apacible. –Mencheta
(Madrid.1.1.7)
La torre de cables de la central de teléfonos, que aparece en tantas fotos antiguas de la Puerta del Sol, dibujo publicado en La ilustración Española y Americana (22/03/1886). Fuente.
No se lo cree algún crítico que asistió al último ensayo de la revista:
Yo tengo la seguridad de que el año 2000 no tendremos comunicación telefónica con la Luna ni tampoco recibiremos por ferro carril [sic] a los supuestos habitantes del satélite de la Tierra; pero estoy plenamente convencido de que el sistema telefónico que hoy se usa será entonces una antigualla.
(Diario de avisos, 15/01/1887).
En esto, los libretistas seguían a Souvestre:
Se podrá hablar con los lunáticos tan rápida y fácilmente como converso con ustedes,
anuncia muy satisfecho el señor Blaguefort, fundador de una sociedad de telégrafos «transaéreos» (Souvestre 1846: 45). Y ahí estaba, en 1969, Neil Armstrong para demostrarlo:
“Un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad” (21/07/1969). Fuente. Vídeo.
Cuando en El fantasma de los aires aparece el salón de sesiones del Club de navegación aérea de Nueva York, uno diría que estamos en la sede de la ONU de aquella ciudad, en la segunda mitad del siglo XX. Dispone de
hilos telefónicos en cada tribuna, con sus boquillas. Sobre la mesa del Presidente una máquina pequeña de vapor en lugar de campanilla; por los cristales se ve salir el sol.
(Fantasma.2.5.1.).
Tribunas para la traducción simultánea en la ONU. Fuente.
¿Dónde vive la gente en Madrid, metrópolis gigantesca? ¿Cómo son sus viviendas? Muy pequeñas, porque «los solares cuestan un dineral y es preciso reducirse», explica Pepito ante las quejas de Ángel, que busca casa: «¡Cada inquilino tiene una sola habitación de dos varas en cuadro, y allí tiene que hacerlo todo!» Acaso Ángel exagere, porque semejante «solución habitacional», que diría alguna ministra de nuestro siglo XXI, no mediría ni cuatro metros cuadrados, la cuarta parte que las viviendas modestas que imagina Verne en el París del mismo siglo. Ahora bien, hay quienes tienen un dormitorio en el trabajo por toda vivienda, como en la banca donde se ha empleado su protagonista (Verne 1995: 76 y 64). El pequeño tamaño de la casa de Ángel se compensa, en cambio, con algunas «comodidades» (Siglo.3.9.4.). :
ÁNGEL: Las paredes están llenas de resortes complicadísimos para sacar cuanto uno necesita…
PEPITO: ¿Y quiere usté nada más cómodo?
ÁNGEL: Sí, muy cómodo. A lo mejor se equivoca usté de resorte, como nos ha sucedido a nosotros, y queriendo sacar la cama, sale un chorro de agua fría que le pone como nuevo. ¡Oh! ¡Es muy hermoso! ¡Muy hermoso!
El episodio del chorro inesperado está tomado, como tantos, de la novela de Souvestre (1846: 64). A la vivienda descrita por Ángel, con una sola habitación llena de resortes, se parece la de una película de Buster Keaton, The Scarecrow (1920).
Fotograma de The Scarecrow (1920). Fuente. Vídeo.
En una casa bien mecanizada como esta nadie tiene necesidad de nadie… lo que añade un singular encanto a la intimidad.
(Souvestre 1846: 55).
En el siglo XX las señoras madrileñas de la clase media no paraban de quejarse de «lo mal que estaba el servicio”, hasta que se quedaron finalmente sin él. A cambio habían aparecido los electrodomésticos. ¿No se parece a lo que dice Pepito?:
La civilización ha llegado a hacer inútiles aquellos seres de que tanto se quejaban ustedes: los criados de servir. […] Ya no encuentra usté un ayuda de cámara por un ojo de la cara, ni una doncella para un remedio. Ahora todo se hace con máquinas.
En efecto, una máquina que corta el pelo, riza, afeita, otra
que es ama de cría, que arrulla a los niños, los duerme, los cuida, los lleva de paseo, los viste y los limpia y cuando son malos les da una azotaina.
(Siglo.3.9.4).
La primera de ellas recuerda la de una temprana opereta chica futurista, el «sueño» Gibraltar en 1890 (de José Picón, con música de Barbieri, 1866), donde en «una gran tienda de aspecto muy raro», que es a la vez barbería y taberna, usan
una rueda giratoria horizontal con diez o doce cuchillas verticales de modo que diez o doce hombres sentados en sillas alrededor de la máquina y aplicando la cara pueda suponerse buenamente que se afeitan.
(Escena 1.ª)
Anticipa aquella otra máquina diseñada para dar de comer a los obreros en la fábrica y ahorrar tiempo en Modern times (1936), de Chaplin.
Fotograma de Modern times (1936). Fuente. Vídeo.
En cuestión de inventos y máquinas caprichosas no han de faltar las tonterías, porque se trata, como sabemos, de reírse. Este es el reloj de bolsillo de Pepito (Siglo.2.5.2.):
PEPITO: (Saca un reló de forma extraña y al abrirlo suenan dos tiros.) Las dos.
HILARIO: Bonito reló.
PEPITO: ¡Pché!, un cilindro-revólver.
Y el sabio Fósiles muestra, con esa petulancia, los objetos que ocultan los armarios del Museo de Antigüedades que dirige, sin necesidad de abrirlos (Madrid.2.6.5.) :
El salón de Maniquíes
voy a ustedes a enseñarles
por mi gran procedimiento
foto-lito-inquebrantable,
electro-galvano-plástico.
( […] aprieta un botón y suena un timbre. Música piano con orquesta y se transparenta en la decoración indicada al principio del cuadro.)
Fragmento recitado por los autores del artículo.
Ni siquiera Verne (1995: 90) renuncia a estas cosas en sus visiones futuristas, concibiendo, por ejemplo, un piano que se convierte en cama, según las necesidades, muy apropiado para un piso pequeño, como en la película de Buster Keaton. ¿No son como «los grandes inventos de TBO»? También aquella inolvidable sección se acordó del espectáculo que nos ocupa, con este invento que no hemos podido documentar, pero que nos parece del dibujante Tínez, y ha de ubicarse en la segunda mitad de los años 40. ¡Precisamente adecuado para el montaje de una revista de gran espectáculo como las que estamos comentando!:
Pero hay inventos mejores incluso, como la cuestión del alumbrado. Ya nos hemos asomado a la gran plaza de noche. «¡Noche!, ya no hay noche, señora», presume Pepito (Siglo.2.5.2.). .
Ahora, cuando se pone el sol, enciende el ayuntamiento el suyo: un sol eléctrico que tiene sobre el otro la ventaja de que alumbra y no da tabardillos [insolación]. La gente anda por las calles mientras alumbra este, y al salir el sol natural se acuesta.
Este cambio radical de las costumbres no es más que la exageración del alargamiento de la jornada y la vida noctámbula que había introducido en las ciudades el alumbrado de gas en el siglo XIX, a la manera de París.
En el Madrid de los estrenos que comentamos, la cuarta función de los teatros por horas del género chico empezaba a las once de la noche, a las once y media o incluso más tarde. Nacía el mito del «Madrid que no duerme», que ha llegado a ser el campeón mundial de esta especialidad en el siglo XX. Ciertos cafés del entorno de la Puerta del Sol o algunas influyentes instituciones ni siquiera cerraban durante la noche, como el Casino, el Ateneo o el Círculo de Bellas Artes. Era la vida nocturna de cuando era estudiante Pío Baroja, por ejemplo (Baroja 2006: 364):
Después del café solíamos ir al teatro, al paraíso, a las últimas funciones por horas, y también a los cafés cantantes.
Se retrata muy bien en el sainete chico Los trasnochadores (Fernando Manzano, música de Nieto, 1887), cuyo ambiente resume Deleito y Piñuela (1949: 503):
estudiantes, serenos, el vecino que se asoma al balcón, la familia que viene del teatro, el señorito que sale de juerga a hurtadillas de sus padres, el señor que no puede entrar porque debe dinero al vigilante nocturno, el borracho que molesta a los transeúntes, el tabernero de enfrente que se asoma a la puerta de su tienda, etc.
Narciso Méndez Bringa: «Las noches madrileñas. La florista del teatro» (1896). Fuente.
Entre la una y las tres de la madrugada había mucho tráfico de coches y tranvías cargados de gente que salía del teatro y de los cafés, y sonaban por las calles conversaciones en voz alta (Ruiz Albéniz 2002: 5). En el juguete chico De tiros largos (Vital Aza y Ramos Carrión, 1880) los protagonistas, padre e hija burgueses, se disponen a acudir a un baile al que están invitados y cuentan con volver a casa en torno a las seis de la mañana. Según Arderius, ni siquiera en París es «tan crecido el número de transeúntes que discurren por las calles en las altas horas de la noche» (San Martín 1870: 18). Un personaje de La espuma (1890), del novelista Armando Palacio Valdés, nos da la clave de cómo se podía mantener semejante ritmo de vida (1922: 109):
¿Quién se levanta pronto en Madrid? Los barrenderos, los mozos de cuerda, los pinches de cocina. Un poco más tarde encontrará usted a los horteras abriendo las tiendas, alguna vieja que va a oír misa, los lacayos que van a pasear los caballos, etc. Luego empiezan a salir los empleaditos de las casas de comercio y los escribientes de las oficinas del Estado, que llevan todo el peso de ellas, las modistillas, etc., etc. A las once ya hallará usted gente más distinguida, oficiales del ejército, estudiantes, empleados de tres mil pesetas, corredores de comercio, etc. A las doce comienzan a salir los peces gordos, los jefes de negociado, los banqueros, algunos propietarios; pero solo después de las dos de la tarde podrá usted ver en la calle a los ministros, a los directores generales, a los títulos de Castilla, a los grandes literatos…
Pero volvamos al futuro: «Hoy todo lo hace la electricidad» (Madrid.2.9.2.), dice el Farolero de El siglo que viene en los escenarios, cuando en España lo único que había era una máquina Gramme y una luz de arco en el gabinete de Física de la Escuela de Ingenieros desde el año anterior. Habría que esperar a la década siguiente para asistir a la fundación de la Sociedad Española de Electricidad (1881), suministradora de esta fuente de energía y constructora de aparatos eléctricos, y para que las primeras ciudades empezaran a disponer de alumbrado eléctrico. La fe en las posibilidades de la electricidad era enorme.
En El fantasma de los aires, los marineros del buque volador Relámpago cantan, pensando ya en viajar a la Luna sin pasar frío (Fantasma.2.6.5.):
Si es astro frío la luna
como aceptada opinión,
cuando vayamos nosotros
entra de fijo en calor.
Y con eso probaremos que
con la electricidad,
en la luna puede hacerse todo
lo que se hace acá.
Ilustración de Léon Benett, con el Albatros que se cierne sobre París, para Robur el conquistador (1886). Fuente.
A Verne (1995: 162) se le ocurre incluso utilizar la luz eléctrica para magnificar las ceremonias religiosas de Notre-Dame:
El altar resplandecía de luces eléctricas y unos rayos de la misma naturaleza se escapaban de la custodia que levantaba en sus manos el sacerdote.
¡Qué no habrían organizado los artistas del Barroco si hubieran dispuesto de este invento! Pero este es un tema, la religión, que no se toca ni por casualidad en las zarzuelas que comentamos ─ni en las que no─. Además de la electricidad, en los escenarios se habla de otras fuentes de luz (Madrid. 2.9.1.) :
COMETA: ¿Pues cuál es la luz de hoy?
FÓSILES: Fosforescencia del agua.
ELÉCTRICA: Que hace la luz más brillante, más bonita y más barata.
Hace pensar en la tan perseguida energía por fusión nuclear, que emplearía, en vez del carísimo uranio enriquecido, isótopos de deuterio y litio, tan abundantes en el agua de mar. Lo nuevo y lo viejo conviven en el sainete sin música El petrolero (precisamente de Perrín y Palacios, 1897) de una manera natural: un comerciante vende petróleo para dar luz y al mismo tiempo se está levantando para sí una casa con instalación eléctrica.
En todo caso no se equivocaron, a juzgar por la electrificación a que se llegó en el siglo XX, cuando, de fallar la luz, todo se paralizaba, ¡igual que en el XXI! De esa dependencia dan testimonio las Jácaras que canta Rosendo en una zarzuela del siglo XX, Golondrina de Madrid (de Luis Fernández de Sevilla, con música de José Serrano, estrenada en 1944, después de su muerte). También se mencionan el cine, los tranvías de Madrid atestados, el fútbol, las gafas de sol, los zapatos con plataforma a lo Ginger Rogers… La cantó Eladio Cuevas, en una grabación del año del estreno:
(Estribillo)
ROSENDO
A la jácara, jácara, jácara, jácara, jícara,
esta jácara no es una jácara, jácara, pícara.
Hoy las damas calzan
unos zapatitos
que de corcho tienen
tres o cuatro pisos.
Cuando pasan junto a ti,
hacia arriba has de mirar,
pero en casa son la mi…,
mi… mi… mi… mitad.
TODOS (Estribillo)
ROSENDO
Ahora los tranvías
marchan sin corriente
porque los conduce
en brazos la gente.
Sin desprecio al autobús
no hay mejor calefacción
que un tranvía para el fut…
fut… fut… fut… fútbol.
TODOS (Estribillo)
ROSENDO
Niña que con gafas
te tapas los ojos
mira que me chafas
con esos anteojos.
¡A los diez iguales!...
Deja ya de hacer el búho,
no te diga algún guasón
que es para taparte un un…
un… un… un… nubarrón.
TODOS (Estribillo)
ROSENDO
En las restricciones
el más obediente
es el Manzanares
que va sin corriente.
Las películas se harán
si no llueve antes de abril
alumbradas con un can… can… can… can… candil.
TODOS
¡Jácara!
(Acto 2º).
De manera similar a la novedad del Madrid la nuit, otras costumbres modernas del último cuarto del siglo XIX se llevan a la exageración, al disparate por reducción al absurdo en el XX. Es el caso de la afición a los cafés, en los que tanta vida hacían, sobre todo, los hombres. Desde mediados del siglo XIX los cafés proliferaron muchísimo en la capital (unos 70), y el Levante, Imperial, Universal, de las Columnas, Fornos, del Prado y Español, más los que les siguieron, se convirtieron en centros de reunión donde se habló de literatura durante lo que quedaba de siglo y parte del siguiente, se discutió sobre toros, teatro y actualidad, y todavía más de política. En muchos había música y espectáculos a partir de las 10 de la noche, como queda descrito en el pasillo Café-teatro y restaurant cantante (Emilio Álvarez, música de Oudrid, 1868).
El Café Suizo, lleno tan solo de caballeros (La ilustración Española y Americana, 5/11/1871). Fuente.
Por influencia de París había cafés-concierto y cafés teatro, pero también aparecieron los cafés del cante, coincidiendo con la edad de oro del flamenco, ambiente evocado en la Escena 2ª del sainete La verbena de la Paloma (Ricardo de la Vega, música de Tomás Bretón, 1894).
Detalle de la portada del libreto de La verbena de la Paloma (1894). Fuente.
Pues bien, uno de los escenarios de El siglo que viene es el interior de un café que ostenta, sobre una de las puertas «un letrero que dice: Dormitorios.» (Siglo.2.8.8.)
ÁNGEL: ¡Dormitorios! Diga usted, ¿quién duerme ahí?
PEPITO: Los parroquianos que se pasan aquí la vida. Así se evitan la molestia de ir a su casa, y lo hacen todo sin salir del café.
¡Hasta la noche la pasan entera en el café!
Pero con los toros, el espectáculo de masas de entonces, ocurre lo mismo: en el Madrid del año 2000, incluso las corridas de toros se celebran siempre de noche (Madrid.1.4.1.), extravagancia que causaría la hilaridad del público de los teatros. No así, la del crítico del Diario de avisos (15/01/1887):
no es ninguna novedad profetizarnos para el año 2000 las plazas de toros alumbradas eléctricamente, puesto que hoy mismo se podría realizar la maravilla, a semejanza del Hipódromo de París y de algunos teatros de las principales capitales de Europa.
Si no los toros, respetuosos con aquello de «a las cinco de la tarde» ─hoy siete─, el fútbol ha dado la razón a los libretistas Perrín y Palacios, autores, como Ramos Carrión de grandísimos éxitos para la zarzuela. Todavía alcanzó la zarzuela el nuevo espectáculo deportivo de masas del siglo XX en Don Manolito (Fernández de Sevilla y Carreño, con música de Sorozábal, 1943). Narró un magnífico partido Víctor de Narké, dirigido por el autor de la partitura, en la grabación de 1967:
¡Qué partido, chiquilla!
¡No tienes ni idea de cómo han jugao!
Al principio me dio el «Maravillas»
impresión de que estaba desentrenao.
Pero apenas pasado un minuto,
al portero del «Centro», que está cara al sol,
le cargaba Chiquirri, a lo bruto,
y un centro de extremo se cuela en el gol.
¡Gol, gol!
Y entonces dominan los nuestros
con furia y con gran decisión,
y se observa que ya los del «Centro»,
nerviosos, no saben ni darle al balón.
El segundo fue un gol de bandera,
no tuve en mi vida mayor emoción:
Zufiaurre le pasa a Pradera,
Pradera a Chiquirri, y Chiquirri a Juanón,
Juanón lanza un tiro que da en el larguero,
recoge Pichichi, que pasa a Tonino,
Tonino a Usabiaga, Usabiaga a Fitero,
que corre la línea cual «Pákar» o «Rolls»,
y sigue corriendo como un torbellino,
y le pasa a Chiquirri y Chiquirri ligero,
le cede a Pichichi y Pichichi a Tonino,
y Tonino la cuela, por fin en el gol.
¡Gol, gol!
¡Todos gritan de emoción!
¡Yo no he visto jamás tan contenta a la gente!
¡A mi lado moría un señor de repente
de un ataque al corazón!
Y mil pechos entonaban,
satisfechos, su canción:
¡A la bi! ¡A la ba!
¡A la bim, bom, ba!
¡Ra, ra, ra!
¡Alirón, alirón!
¡Maravillas campeón!
¡Campeón, campeón!
¡¡Campeón!!
(Acto 2º, Cuadro 1º, Escena 5ª)
Partido nocturno en el Bernabéu. Fuente.
Para el año 2000 se imaginaban más cambios que modernizaran la fiesta, empezando porque la plaza estaría dotada de un salón de conferencias donde se reuniría un «Capitolio Taurino» (Madrid.1.4.1.), trasunto de la parodia que hace Souvestre (1846: 200 ss.) del Instituto de Francia y de la reunión de las Academias. En vez de arena, habría moqueta. ¿No se extiende hoy, de momento en las categorías inferiores, la sustitución del césped por hierba artificial en los campos de fútbol? ¡Si hasta la Plaza de Oriente tiene unos cuadros de moqueta verde cerca del teatro! Pero vayamos con las explicaciones del torero Tapioca, que abundan en la eterna desconfianza de los aficionados respecto a la adulteración y el trucaje de la lidia:
TAPIOCA: El torero va provisto
de una maquinilla eléctrica,
como un hilo conductor
lleva en el asta derecha
y una pililla de Wolta
colgada del asta izquierda,
se hace contacto, y velay,
ya está parada la fiera.
[…] Montados en velocípedos
los picadores se acercan.
El toro lleva imantado
el morrillo y la cabeza.
COMETA: Como es de acero la pica,
al acercarse, se pega. […]
TAPIOCA: Por medio del cloroformo
queda atontada la fiera
y llega el banderillero. […]
COMETA: […] coge su lanza torpedos
[…] le lanza un torpedo al toro
y se termina la fiesta.
(Madrid.1.4.1.)
Fragmento recitado por los autores del artículo.
Encabezamiento del cartel de toros de una corrida benéfica (23/04/1874) en la plaza de toros de la calle de Alcalá, con el mítico Frascuelo como único espada. Fuente.
El teatro era el otro espectáculo que apasionaba entonces a los españoles, muy singularmente, a los madrileños, y por supuesto a los que compraron sus entradas para ver estas revistas. De nuevo encontramos la proyección de las novedades de su tiempo al futuro, pero exageradas. En la época de El siglo que viene, el teatro por horas o «género chico» apenas estaba alcanzando su primera década de existencia. Cada una de las tres o cuatro funciones diarias de un teatro, de una hora de duración, era independiente y, entre una y otra, las butacas de desocupaban y volvían a llenarse. Su brevedad y poco precio, su carácter ligero y cómico, la incorporación progresiva de la música, el talento de los actores, explican su éxito popular, que iba a ser arrollador y duradero. En el medio siglo que tiene como ecuador el Desastre del 98, subirían a los escenarios españoles varios miles de piezas de este tipo: durante décadas se estrenaron a un ritmo sostenido de dos o tres por semana, lo que obligaba a muchos autores, tanto entre libretistas como entre músicos, a asociarse y colaborar para hacer frente a semejante ritmo de producción «industrial», como lo calificó Corpus Barga (2002: 144).
No faltaban, lógicamente, las críticas de los partidarios del teatro largo, convencional y con más pretensiones. Veamos ahora de qué manera disparatada proyectan esto los autores de nuestra revista en el supuesto futuro. Explica Pepito (Siglo.3.9.4.). :
Hay funciones cada cinco minutos, y así se hacen cincuenta representaciones diarias [por teatro], en poco más de cuatro horas. La gente se aburría de pasar tanto tiempo en el teatro, y estas funciones por minutos están dando gran resultado.
Y como el espectáculo es tan breve, no hay siquiera asientos para el público (Siglo.3.10.7). También Verne (1995: 85) imagina las interminables funciones de Grand Opéra, como Los Hugonotes (1836), de cinco actos, reducidas en el futuro a uno solo, y esta vez es él quien se queda corto, porque lo que ha pasado con el aparatoso Meyerbeer es que ya casi ni se representa.
César Robinet trabajando (Souvestre 1846: 225). Fuente.
Pero, ¿cómo producir tantas piezas para renovar la cartelera? Todo está previsto y resuelto gracias al progreso (Siglo.3.9.4.).:
no hacen falta autores desde que se ha inventado la máquina de hacer comedias […]. Se reduce a una gran caldera de vapor. Se echan en ella dos onzas de argumento, medio adarme de gramática castellana y un escrúpulo de sentido común; se revuelve todo en un picadillo de obras francesas y chistes usados, y sale la comedia a disposición de ser servida al público.
Tal era la estupenda caricatura del género chico, dibujada precisamente por la pluma de uno de sus libretistas más prolíficos y celebrados, Ramos Carrión, autor de esta revista grande a la que puso música otro de los mejores compositores del género chico, el maestro Fernández Caballero. También en la novela de Souvestre (1846: 223) hay máquinas de este tipo, cada una de ellas adecuada, en este caso, para un tipo de novelas.
Una caricatura que va todavía más allá de lo que imaginara Julio Verne, que había empezado su carrera literaria escribiendo comedias y puso el texto a unas cuantas operetas, habitualmente en colaboración con otros libretistas. Ya hemos visto que las dos revistas que motivan este artículo fueron escritas también en colaboración: Ramos Carrión con Coello y Perrín con Palacios. Cuenta el novelista francés en París en el siglo XX que, en el Gran Depósito Dramático que monopoliza la producción teatral de Francia, escriben las obras entre varios autores, convertidos en funcionarios: el protagonista
se desesperaba maldiciendo aquella organización; olvidaba que la colaboración en el siglo XIX contenía el germen de esta institución.
(Verne 1995: 145).
Producían allí «obras medianas» pero que tenían éxito entre el público (1995: 143):
había empleados de talento, uno encargado de las Presentaciones, otro de los Desenlaces, este de las Salidas, aquel de las Entradas de los personajes.
Como si fuera uno de aquellos críticos de la prensa que se rasgaban las vestiduras ante cualquier cosa que no fuera un dramón de Echegaray, Ángel, el músico, exclama «¡Dios mío! ¡¡¡A lo que ha quedado reducido el teatro español!!!» (Siglo.3.10.7), tras una de estas microfunciones, digno antecedente de los videoclips y de tantos anuncios televisivos del auténtico siglo XX.
Jailhouse Rock (1957), de Elvis Presley, considerado el primer videoclip, con una puesta en escena que recuerda mucho la Jota de los Ratas de La Gran Vía (detalle de la portada de una partitura en francés de principios del siglo XX). Fuentes 1 y 2.
La minúscula parodia se resuelve en un diálogo tontísimo de unas pocas líneas, a diferencia de la ideada por Souvestre (1846: 253 ss.), que se recrea durante unas veinte enfadosas páginas inventándose un drama histórico sobre el general napoleónico Kléber en Egipto.
La música del futuro, cómo no, atrae también la atención de la zarzuela del XIX, en una época en que el wagnerismo suscitaba enconadas polémicas. Un alegato antiwagneriano es el de Quinsonnas, el músico que se ve obligado a producir música que no le gusta, en la novela de Verne (1995: 84):
En su época ya se había suprimido la melodía, por eso Wagner consideró oportuno expulsar también a la armonía y ahora [en el siglo XX] la casa está vacía.
En cambio, Ángel, el músico de El siglo que viene, es wagneriano y no consigue estrenar sus composiciones:
hay que sacar a la música del estado de postración en que se encuentra. Wagner ha hecho algo. Yo haré lo que falta. A él no le comprenden… A mí tampoco.
(Siglo.1.1.2.).
Despertar dentro de cien años. Entonces, mi música, que hoy es la del porvenir, será del presente, y valdrá dinero y podremos ser felices.
(1.1.6.).
Habría que esperar hasta 1881, un lustro después del estreno de El siglo que viene, para asistir a la primera función en España de Lohengrin (1850) en Madrid, y al año siguiente en Barcelona. Y aun así, los teatros españoles de la ópera seguirían dominados por el repertorio italiano. Ángel se reconcome (Siglo.1.1.4.) :
¡Las cosas que yo haría si me tocara la lotería! En primer lugar tomaba el Teatro Real, y una tras otra, ponía en escena mis quince óperas. ¿No hace veintiún años que se están haciendo allí las óperas de todo el mundo menos las mías? Pues ahora se harán las mías y no las de los demás.
Se parece mucho a Cecilio, el músico del juguete Canto de ángeles (de Ricardo Puente, música de Rogel, 1871).
Pues bien: gracias al doctor Farándula cumplirá su deseo de asistir a un concierto un siglo más tarde. Tiene lugar en «una explanada. En el centro de la escena una muralla aspillerada, detrás de la cual aparecen á su tiempo los músicos con sus enormes y caprichosos instrumentos y dos cañones». Tan bélica agrupación hace deducir a Ángel:
ÁNGEL: Por lo visto van a tocar algo de Wagner.
PEPITO: ¡Wagner! ¡Wagner! ¡Ese era un pobre melodista! ¡Un imitador servil de Bellini! Ya van a empezar.
Wagner dirigiendo el Idilio de Sigfrido en las escaleras de su casa (Liebigbilder, 1913). Simon Rattle lo dirige en este pequeño corte, a la Filarmónica de Berlín, en una grabación de 2016:. Fuentes 1 y 2.
Tanto ha progresado la música que ya parecen lo mismo el sajón de la «melodía infinita» que el siciliano de la «Casta diva». Y en eso no le falta algo de razón a Pepito. Pero llama la atención que no haya acudido el público a ocupar las sillas dispuestas en escenario de batalla (Siglo.2.7.7.) :
ÁNGEL: ¿Pues qué, Madrid ha perdido la afición a la música?
PEPITO: No señor, pero para oírla no necesita la gente venir al concierto; la oye desde casa y le sale más barato.
Podríamos pensar que el concierto va a ser retransmitido, como realmente se ha hecho habitual hace más de un siglo: por teléfono, a algunos abonados, que fue uno de los primeros usos comerciales de este invento, o bien por radio o televisión, pero no será así. En el futuro se podrá escuchar un concierto «desde casa» y «más barato», y en esto acierta el libretista, pero porque hará tanto ruido que resonará en la ciudad entera. ¿No es lo que consiguen las maravillas tecnológicas de hoy en día? Por algo hay que alejar estos «eventos» de las zonas habitadas.
Festival de Bass Canyon (2018). Fuente.
Recuerda el «concierto eléctrico» del París en el siglo XX de Verne, donde
¡ […] doscientos pianos comunicados entre sí a través de una corriente eléctrica tocaban juntos de la mano de un solo artista! Un piano con la fuerza de doscientos pianos.
(1995: 164).
Cuestión de decibelios. De hecho, antes de que empiece el concierto de nuestra zarzuela, pasa un vendedor que ofrece algodones para los oídos.
Pepito les cuenta el programa, que no tiene desperdicio como caricatura de la música «descriptiva» o «programática», tan en boga entonces: no hacía ni dos años (1874) que Mussorgsky había estrenado Cuadros de una exposición. Como ilustración podemos escuchar un pequeño fragmento, que empieza por Promenade, el deambular del espectador que visita la exposición de pintura, con pisadas un tanto erráticas y pesadas (sostenuto), y continúa con Limoges, le marché, cuando su atención se fija en un cuadro que representa el animado mercado de aquella ciudad francesa: a partir de aquí, los incesantes cambios súbitos de armonía y melodía, el uso del stacatto, los bruscos sforzati y las modulaciones súbitas a tonalidades lejanas en el reducido ámbito de solo tres octavas evocan una gran cantidad de personas que bullen, cada una con su objetivo, en un espacio relativamente escaso; la coda, con su martellato en fortissimo, muestra la discusión entre dos mujeres (Muñoz 2010: 14-15):
Portada de la primera edición de la partitura (1874). Fuente. Vídeo.
Interpretaba Evgeny Kissing en 2002. Pues bien; así reza el programa que lee Pepito en voz alta:
La primera es del maestro Zambomback y pertenece al género imitativo. Verán ustedes. «El viaje de placer.» Sinfonía histórica. Es un cuadro de costumbres de la época de ustedes. Primer tiempo: variable. Alegro triste. Reunión de viajeros acompañados de sus amigos y familias en la estación del ferrocarril. Despedidas, abrazos, lagrimones y besuqueo, todo imitado por la orquesta con tal perfección que no hay más que ir leyendo el programa para comprender lo que es aquello. Segundo tiempo: revuelto. Andante. Echa á andar el tren. Aquí la música imita el silbato, el color del humo y hasta el olor del carbón de piedra. Tercer tiempo: sereno. Scherzo. Merienda de viajeros. Detalle puramente bucólico. La música va expresando lo que come cada uno y describiendo el salchichón, los pollos asados, las galletas y el frasco del vino. Hay compases que se mascan realmente y que no tiene uno más remedio que tragar. Cuarto y último tiempo: nublado. Final. Robo del tren por una partida de ladrones. Lucha encarnizada por ambas partes y explosión de la máquina.
Merece la pena leer la telegráfica acotación final de la escena (Siglo.2.7.7.):
Concierto. Música. D. Pepito hace notar a los dos matrimonios los detalles marcados en el programa. A los disparos del final salen todos huyendo.
También son programáticas las piezas para piano que imagina Verne en su novela: como la poesía, la música se aplica en el siglo XX a explicar aspectos de la ciencia, en el caso del músico Quinsonnas «la licuefacción del ácido carbónico o el último experimento que le costó la vida a Thilorier [un científico]». Escribe Verne (1995: 87):
Bajo sus dedos, bajo sus manos, el desgraciado instrumento devolvió los sonidos más inverosímiles […] ¡Ninguna melodía! ¡Ningún ritmo!
Podría parecerse a la pieza de Arnold Schoemberg: Giga de la Suite para piano, Op. 25 (1923) interpretada por Glenn Gould:
De 1874, dos años antes de El siglo que viene, data también la primera de las ocho exposiciones que, hasta 1886, celebraron los pintores impresionistas en París. El eco de la que allí se armó parece estar detrás de este pasaje (Siglo.2.6.4.) :
PEPITO: […] (Los mozos saludan y enseñan el cuadro en el centro de la escena; es un lienzo con cuatro o cinco grandes borrones.) ¡Soberbio! ¡Qué tonos! ¡Qué tonos! Fíjense ustedes.
HILARIO: ¡Yo no veo nada! […]
PEPITO: No comprenden ustedes la nueva escuela. ¡Pues ese es el mérito! El pintor hace el cuadro y el que lo ve se lo imagina a su gusto.
Pinturas de Esteban Vicente (1903-2001) en el museo de su nombre, en Segovia. Fuente.
Pero no lo entienden. Ocurre como con el escultor Illustrandini, en la novela de Souvestre (1846: 239), cuando le hacen ver que a esa masa informe titulada Minerva le falta mucho para estar acabada, replica que eso se lo deja a sus discípulos, «sí, la parte del oficio; ¡los brazos, las piernas, el cuerpo! Pero, ¿qué es eso cuando se ha encontrado la idea? ¡Todo está en la idea!» Y no otra cosa fue en el siglo XX el fundamento del «arte conceptual». Tampoco se entendió en 1898 el yeso del Balzac que modeló un tal Rodin ─¿discípulo de Illustrandini?─, tenido por muchos como su mejor obra, y hubo que esperar a bien entrado «el siglo que venía» a que se fundiera en bronce.
Illustrandini. Minerva inacabada (Souvestre 1846: 240). Balzac (años 1890, aunque no se fundió en bronce hasta 1935), por Rodin. El caso es que tienen un cierto parecido…. Fuente.
Una tendencia nueva y marginal todavía, que sorprende, se descalifica maliciosamente y se quiere imaginarla como monopolizadora del gusto del futuro. No está de acuerdo en la propuesta el crítico de El imparcial (10/07/1876):
Según la caricatura de El siglo que viene, la pintura va a parar al caos: la forma y el pensamiento desaparecen de la obra del artista, y no queda en el lienzo otra cosa que un desbordamiento indescifrable del color, en el que cada hijo del siglo XX ve interpretado el asunto que más le cuadra. La sátira nos parece poco aguda: la decadencia progresiva de la pintura moderna se define por una excesiva claridad, o sea realidad de la imagen, en menoscabo del pensamiento, de la expresión y de la idealidad, y esta decadencia parece que haya de conducir, contra lo que indica la caricatura de El siglo que viene, a la idolatría de la línea y al culto fanático de la realidad imperfectible.
Impresión, sol naciente (1872), de Monet, título utilizado para bautizar maliciosamente a los «impresionistas» por un detractor. Fuente.
El crítico está pensando en el realismo, cuando seguramente es el revuelo provocado por la primera exposición impresionista lo que inspira la caricatura. Coincide esta condena que hace Grelotin en la novela de Souvestre (1846: 244):
«El arte vivo ya no existe entre nosotros; la tela y el mármol han dejado de cantar». Grelotin, artista amante de las obras maestras del pasado, sobrevive como celador del Museo. Ya lo preveía el doctor Farándula, cuando imaginaba el siglo XX: «La foto-electro-galva-zingrafía hará que muera la pintura al óleo» (Siglo.1.2.9.). La fotografía será uno de los adelantos que más juego den en el género chico. Un ejemplo muy temprano es el pasillo sin música Doce retratos seis reales, precisamente de Ramos Carrión (1874). El mismo recelo ante el futuro del arte anida en Verne: «Quieres ser un artista en una época en la que el arte ha muerto», le dice Quinsonnas a Michel el protagonista de París en el siglo XX (1995: 133). Para colmo, las pinturas del Louvre se restauraron tan mal en el siglo XIX, que se están deteriorando (1995: 133).
Ir de tiendas, aunque sea para curiosear, parece una actividad obligada cuando se visita por primera vez una ciudad. Un foco de atractivo para el viajero del siglo XX real, sobre todo si tenía inclinaciones intelectuales y culturales, han sido las librerías. Nada se habla de ellas en las obras que comentamos. Sí se ocupa de este tipo de comercio Verne en París en el siglo XX, donde presenta una gigantesca librería compuesta de grandes naves, con comunicación interior entre todos los departamentos mediante telégrafo y con «inmensas grúas de vapor» que descargan contenedores de libros en medio de los patios (Verne 1995: 51-52). Sin embargo, el contenido de todos los millones de volúmenes que se ofrecen es de tipo científico y tecnológico. Ya no se produce literatura, perdida la afición a su lectura, ni se recuerda la de los siglos pasados.
Volviendo a nuestro teatro, en El siglo que viene aparece otro gran comercio, más vistoso y divertido para el público:
Detalles de la portada de la partitura de El siglo que viene (1876).
El decorado es el «enorme escaparate de una tienda de juguetes» (Siglo.2.9.1.), inspirador, seguramente, de uno de los cuadros que se añadiría a La Gran Vía, como solía hacerse con las revistas de gran éxito, un «gran bazar de juguetes» (Cuadro 3º, en sustitución de otro, que se desarrollaba en la calle de Alcalá): un coro de dependientes ─chicas, cómo no─ presenta distintos juguetes con alusiones y dobles sentidos referidos a la vida política de la época del estreno. Pero si hay un comercio representativo de la ciudad moderna son los grandes almacenes, una especie de feria de muestras permanente donde se puede comprar de todo, especialmente ropa.
Grabado de finales del siglo XIX que representa los grandes almacenes parisinos Le bon Marché, edificio de 1862, acabado en 1887. Fuente.
A nuestros amigos lunáticos los llevan a Le Bon Marché de Madrid, que bien pudiera haberse llamado El corte inglés, dado el prestigio que tenían, en la época del estreno, los sastres de aquel país: «Telón de almacén de novedades. Gran perspectiva», dice la acotación inicial del cuadro correspondiente. Las dimensiones son colosales, los desplazamientos se aceleran por medios mecánicos, la rapidez de las gestiones y de la confección produce vértigo. La encargada de una sección ordena a un empleado (Madrid.2.7.1.):
ROPA NEGRA:
Ve a la sección treinta y dos
en el tren de vía estrecha,
y pregunta si al chaleco
dos mil seiscientos cincuenta
le pegaron los botones
y tiene la hebilla puesta.
Hace catorce segundos lo mandé,
que lo devuelvan.
El Corte Inglés de Sanchinarro (Madrid). Fuente.
Se intuye una sociedad de consumo como la perfilada en la novela de Souvestre (1846: 34):
Una población entera está a las órdenes de cada uno de nosotros; todos los productos del mundo salen, por así decirlo, a nuestro encuentro; apenas hemos llegado y ya han sido previstos nuestros deseos.
Dedica un capítulo a las Galeries du Bon Pasteur, cuyas instalaciones ocupan 200 hectáreas, y cuentan con una línea de ómnibus de servicio interior y estacionamiento para coches en la cabecera de cada mostrador.
¿Cómo se pagan todos estos productos? ¿Seguirá usándose el dinero en el siglo XX? (Siglo.2.5.2.) :
PEPITO: ¡Dinero! ¡Dinero en este siglo! ¡Ya no hay dinero, hombre! […]
ÁNGEL: ¿Y con qué han sustituido ustedes el metálico?
PEPITO: Con el papel. Ya no hay más que papel.
En cambio, en el París del siglo XX de Verne (1995: 152) seguirá existiendo, con sus monedas contantes y sonantes, y es a nosotros a los que parece que nos va a tocar asistir a su desaparición, pero ya en el siglo XXI.
La inspiración de nuestras dos revistas en Souvestre se aprecia también en el tratamiento del cambio de la moda en el vestir, que se iba acelerando en las ciudades del siglo XIX. En primer lugar está el contraste que se presenta ante el público entre el vestuario «normal» del siglo XIX y el «extravagante» del XX: «¡Qué trajes tan raros!» (Siglo.2.5.1.), dice alguien que asiste al despertar de los durmientes del siglo anterior en casa de Pepito. El asombro es mutuo (Siglo.2.5.2.) :
ÁNGEL: Qué hombre tan raro! Qué traje tan ridículo!
PEPITO: Já, já! Pues no dice que es ridículo mi traje?
En todo caso, a los madrileños del siglo XIX no les queda otra que adaptarse al nuevo escenario (Siglo.2.5.2):
PEPITO: Pero ante todo, tienen ustedes que dejar esos trajes y vestirse como nosotros.
HILARIO: ¿Por qué?
PEPITO: Porque de otro modo, quitaríamos la novedad al espectáculo, y al verlos así, con esas fachas, les correrían los chicos.
HILARIO: ¿Y a ustedes no los corren?
Porque lo que Pepito se propone es explotarlos comercialmente como un fenómeno de feria, lo que está inspirado en el caso de Extra, el personaje que hace su fortuna gracias a que le nace un cuerno sobre la frente, en la novela de Souvestre (1846: 114 ss.).
El rey Extra y su esposa (Souvestre 1846 :114). Fuente.
Hilario es el más reticente con la nueva indumentaria (Siglo.2.6.4.) :
HILARIO: Pero, ¿para qué sirve esto? ¿Quiere usted decirme para qué sirve esto? (Mostrando los faldones que tiene por delante de su levita.)
PEPITO: Para lo que servían los faldones de ustedes. Para nada.
La misma situación se da en la novela de Souvestre, donde la pareja protagonista, que sigue vistiendo en el año 3000 ropa del siglo XIX, se ve en el trance de justificar como puede su anticuada indumentaria, entre otras cosas aquellos faldones que cuelgan por detrás del traje de caballero, como «dos alas de escarabajo enfermo» (Souvestre 1846: 22)
Hosteleros y mandaderos (Souvestre 1846: 33). Fuente.
También causaba el natural asombro el atuendo del coronel Fougas, y eso que, en su caso, solo habían transcurrido unas pocas décadas (About 1968: 121)
Ilustración de Courboin para la edición de Hachette, París, 1884. Fuente.
¿Y cómo se imaginan el vestuario del futuro? En Madrid en el año dos mil, que recordemos que se estrenó en 1887, cantan los Figurines de los grandes almacenes:
Hoy a la española
hemos de vestir,
todas afectando
aire varonil.
[Tal vez como estas chicas de los años 1940]
Los colores más de moda
para traje de soirée,
son de rábano afligido
y de barro parisién.
[¿Como en los años 60?]
Un pimiento en la cabeza
del buen gusto es el non-plus,
y la moda para el pelo
es teñírselo de azul.
[Igual que Lucia Bosé]
El sombrero nuevo
sombra no ha de dar
porque sirva menos y moleste más.
[¿Cómo estos de los años 30?]
Vuelve á estar de moda
el olor de hollín,
y los abanicos
han de ser asi:
Riqui, riqui,
riqui, riqui rí,
hoy los abanicos han de ser así.
(Madrid.2.6.3.)
[Que se lo digan a los del grupo electro-pop Loco Mía]
Un poco más tarde, todavía ofrece el dependiente otro estampado: «tenemos una tela con dibujos de microbios» (Madrid.2.7.3.), lo que resulta muy adecuado al momento que vivimos al redactar estas líneas, en plena pandemia del Coronavirus:
También Verne, a quien este tema parece interesar mucho menos, deja caer alguna pincelada futurista sobre el vestuario de las parisinas del futuro ( 1995: 119):
La francesa se ha hecho americana, […] se viste mal, sin gusto, y lleva unos corsés de chapa galvanizada que pueden resistir las más altas presiones.
Tejidos de hilo de hierro, que cuando se oxidan, se pueden limar y volverse a pintar según «los colores de la moda» (Verne 1995: 47).
Niñas en los campos (1932), de Malévich. Vestido de Paco Rabanne (1967). Fuentes 1 y 2.
El libreto de Madrid en el año dos mil es minucioso en el detalle del vestuario, incluyendo un exhaustivo «Listado de trajes de esta obra» al final, muy útil para el montaje de una revista de gran espectáculo, donde lo visual era tan relevante, y lo fue siendo más a medida que se acercaba el final del siglo XIX. Reproducimos dos ejemplos:
DOÑA AGENCIAS. Falda corta escocesa. Chaleco de raso encarnado. Cuello alto y corbata blanca. Americana entallada azul pálido con grandes botones. Calcetín azul y zapato bajo. Malla carne. Guante blanco. Sombrero hongo negro con flores.
CONDECORACIONES [el ministro de Estado]. Pantalón corto negro. Media negra. Zapato con hebilla. Frac y chaleco negros. Condecoraciones en la espalda. Gran banda. Clac [sombrero de copa plegable] y guante blanco.
Algo parecido encontramos en Gibraltar en 1890, donde dos jóvenes británicas visten «trajes raros: Fanny y Ana, con calañés, rizos largos a la inglesa, cabello empolvado, jubón militar, falda corta y botas», según reza una nota previa al texto de la obra. Desde luego, el futuro es una buena excusa para presentar en el escenario mujeres luciendo las piernas. El caso es que, efectivamente, en los años 1960 llegó la minifalda.
Diseño de Elio Berhanyer (1965). Fuente.
No detalla los trajes, en cambio, El siglo que viene: «en traje del siglo XX», es todo lo que dice la primera acotación sobre quienes asisten al despertar de los que se durmieron en 1876 (Siglo.2.5.1.). Por lo que dice la extensa crítica de El imparcial (10/07/1876), no andarían a la zaga: «Los deplorables figurines de la época dan una muestra harto desgraciada de la progresiva extravagancia de la moda». Lo disparatado de estos trajes sigue muy de cerca la novela de Souvestre, en la que, por ejemplo, «los hombres graves se contentaban con un calzoncillo, realzado por sus gracias naturales» (1846: 22).
Uno de los atractivos de aquel libro estaba, como venimos viendo, en sus divertidas ilustraciones. Ya dice el doctor Farándula, en El siglo que viene, que en el futuro «acaso sea moda andar en cueros» (Siglo.1.2.9.), aunque una y otra revista pasan por alto que este desnudismo estaba justificado porque aquella civilización del año 3000 tenía su capital en la isla de Borneo (Souvestre 1846: 23), desde donde dominaba el mundo, y se extendía por los archipiélagos vecinos, todos de clima muy distinto al de Madrid. El hecho es que nos hemos acostumbrado, en las últimas décadas, a ver a la gente paseando por nuestras ciudades como imaginaron Souvestre y sus ilustradores, cuando llega el verano.
El Sr. Banqmann, diputado en el año 3000 (Souvestre 1846: 149). La Sra. Atout (Souvestre 1846: 69). Fuentes 1 y 2.
La fotografía es de Barcelona, hace unos años, donde, entre algunos peatones que lucen ya la moda del año 3000, hemos sorprendido al diputado Banqmann. Fuente.
Con la moda hemos entrado, y no es la primera vez, en el terreno de la pura extravagancia. En los grandes almacenes, son hombres los que toman medidas a las mujeres, y mujeres a los hombres (Madrid.2.7.3.). En la misma obra la gente se saluda besándose en la nuca (1.1.5.), lo que no es para sorprenderse, vistos los saludos que venimos ensayando últimamente con la pandemia; unos chulapos entreveran sus frases con expresiones en francés (1.3.3.), mientras que los aristócratas se expresan como chulos de sainete (1.3.4.), idea que puede venir de la mezcla de francés, inglés y alemán que se habla en el año 3000 según Souvestre (1846: 18); hay un coro de Sietemesinos, «niños de cinco o seis años en traje de hombre, con sombrero alto, lentes y fumando grandes puros» (3.9.1.), aún más jóvenes que los escolares de la novela de Souvestre (1846: 90), de doce años, pero«completamente iniciados ya en la vida de estudiante», con los mismos hábitos; aparecen incluso unos Precoces, bebés que fuman, beben y cortejan a las chicas (1.3.2.).
Un alumno de 6º en privado (Souvestre 1846: 91). Fuente.
Como donde las dan las toman, el crítico del Diario de avisos (15/01/1887) replica que eso ya existe en 1887 y que, sin ir más lejos
anoche mismo oí a unos mozalbetes de muy corta edad censurando con razonamientos de hombre maduro la obra [la misma de la que estamos hablando] que en teatro de Variedades estaban presenciando.
«─Mira, niña: vete a jugar un ratito con ese caballero, que tengo que decirle dos palabras en secreto a tu mamá.».
Los niños precoces, caricatura de Almoguera publicada en Madrid cómico (18/10/1910), que parece ideada para dar la razón al crítico del Diario de avisos. Fuente.
Dice una acotación de El siglo que viene: «D. Pepito, que anda siempre figurando patinar» (Siglo.2.6.6.).
Desplazarse sobre patines, incluso para acudir al trabajo, como hacía John Jr. Kennedy por Manhattan, también se ha visto hasta hace poco por Madrid. Fuente.
Lo que hemos visto de la moda podría sugerir, en algún momento, un progreso en la condición femenina, con su acceso al mundo profesional, ¿acaso por ello «todas afectando aire varonil» (Madrid.2.6.3.)? Lo más parecido a esto son las empleadas de Teléfonos, que se presentan al público cantando (Madrid. 1.1.1.):
Estas chicas listas
de talle gentil,
son telefonistas
del año dos mil.
Ganamos las plazas
por oposición, y
todas sabemos
nuestra obligación.
Por mucho que hayan ganado una oposición, su atuendo, tan de revista, no se parece al de las periodistas de las comedias americanas de los años 1930 ni al de las abogadas de los años 1980:
Telefonistas (Coro de señoras). Gorras rusas de terciopelo azul con adornos oro. Guerreras de paño encarnado con botones y cordonaduras de oro. Falda azul con adornos oro. Malla carne [luego la falda es corta]. Calcetín encarnado. Zapato bajo negro. Guante blanco.
(Madrid.Listado de trajes de esta obra, apéndice al libreto).
Nada que ver con la severa indumentaria de las telefonistas recién instaladas por entonces en la central de teléfonos de Madrid.
La estación central de teléfonos de Madrid, en Mayor 1 (La ilustración Española y Americana, 22/03/1886). Fuente.
El siguiente ejemplo aún es más explícito. Como uno de los viajeros lunáticos haga ademán de sacar su reloj de bolsillo para mirar la hora, su cicerone torero lo detiene (Madrid.2.8.3.) :
TAPIOCA:
Señor Cometa,
guarde usted esa cebolla. [por el reloj]
Madrid tiene un privilegio
y por lo tanto lo explota:
relojes ambulantes;
on chicas que dan la hora.
Van vestidas de esta guisa: “Falda corta de raso brochado, color rosa, con adornos dorados. Cuerpo escotado y sin mangas. Guante blanco que cubre el brazo. Aguja en forma de reloj en la cabeza. Botas altas de raso dorado”. Con lo que Cometa queda encantado de semejante servicio, y el público del teatro también (2.8.5.):
COMETA:
Qué relojes más bonitos.
Qué esferas tienen tan monas.
¡Qué maquinaria tendrán!
¡Qué relojitos! ¡Tapioca!
Es cierto que dirige el servicio telefónico una mujer, Eléctrica, a quien tratan con gran respeto sus empleadas «─¿Qué nos ordena vuecencia»” (1.1.2.) y como a un igual el ministro de Estado, Condecoraciones, que la llama «Director» (1.1.5.). Pero al fin y al cabo, es un servicio «femenino», como ya hemos visto que empezaba a serlo en la realidad de 1887. En España, como en los Estados Unidos, donde empezaron, que ya llevaban la delantera, pronto decidieron que las mujeres estaban más «dotadas» para aquella profesión, lo que en realidad quería decir que no bebían, eran más dóciles y aplicadas y cobraban menos que los hombres. En todo caso, es mejor que el París del siglo XX de Verne, donde la única profesional que aparece es… ¡una fregona! (1995: 76)
En la misma escena de Madrid en el año dos mil se presenta la sabia Ilustración moderna, que parece más un personaje alegórico ─como es frecuente en la revista─, que una dama que ocupe un puesto relevante. No hay mujeres que desempeñen los empleos que, en el siglo XX parece que seguirán acaparando los hombres: (Siglo.2.6.4.).
HILARIO: ¿Pero también es usté médico?
PEPITO: Yo soy todo cuanto hay que ser, amigo mío; en este siglo no basta tener una profesión, es preciso dedicarse a muchas cosas y saber de todo aunque se sepa mal. Soy médico, ingeniero, empresario de teatros, actor, polvorista, diputado, inspector general de arte, juez de primera instancia y choricero.
Fragmento recitado por los autores del artículo.
¿Nuestro famoso «pluriempleo» de mediados del siglo XX? Como el señor Atout, de la novela de Souvestre, que era especialista de todo y desempeñaba cargos en los campos de la Historia, Literatura, Universidad, Escuelas normales y «17.734 comités», con lo que valía «por veintiocho ciudadanos» (Souvestre 1846: 22).
En otra zarzuela que hemos citado, en cambio, la opereta El fantasma de los aires, nos tropezamos con este alegato de Diana, la intrépida protagonista femenina. No es madrileña. Tratándose de una zarzuela, solo se podía imaginar inglesa a una mujer así (Fantasma.1.1.4.) :
La mujer, ante todo,
para hacer suerte
debe ser instruida,
buena y valiente.
No sufrir las cadenas
del sexo feo,
y tener en el mundo
más alto empleo.
Yo monto a caballo,
patino, dibujo,
yo canto, yo bailo,
yo sé boxear.
Mejor que un marino
manejo los remos
y tiro las armas
como un militar.
Si hombre hubiera yo nacido
fuera toda mi ilusión
ser soldado, pues me encanta
el estruendo del cañón.
La Señorita Spartacus (Souvestre 1846: 284). Fuente.
Es lo más a tono que que se puede encontrar con el hexálogo feminista de Mlle Spartacus, de la novela de Souvestre (1846: 288-289), que sustituye la preponderancia masculina por la femenina, empezando porque «Dios será del género femenino», que es algo que también se ha propuesto recientemente. La zarzuela se ocupó varias veces de la utopía de un mundo gobernado por las mujeres, como en la tempranísima opereta La isla de San Balandrán (de Picón, música de Oudrid, 1862), aunque el número musical más conocido hoy sobre esta cuestión es este de la zarzuela Gigantes y cabezudos (Miguel Echegaray, música de Fernández Caballero, 1898). Lo cantó muy bien María Rodríguez en el Teatro Calderón de Madrid en 1995:
Portada de la partitura. María Rodríguez en el Calderón. Fuentes 1 y 2.
PILAR
No nos asusta
nada en la tierra.
Guerra les gusta,
pues haya guerra.
Los hombres todos
son muy bribones.
¡Ea! a ponerse
los pantalones.
Dinero quieren;
pues ni una perra.
Guerra les gusta;
pues guerra.
TODAS
¡Guerra!
PILAR
Si las mujeres mandaran
en vez de mandar los hombres,
serían balsas de aceite
los pueblos y las naciones.
No habría nunca
guerras odiosas,
que a concluir esas guerras irían
madres y esposas.
Y aun siendo muchos
y muy valientes,
en un día acababan con ellos
con uñas y dientes.
CORO
Si las mujeres mandaran, etc.
TIMOTEO
Valiente lío
si ellas mandaran.
¡Vaya un congreso
de diputadas!
(Cuadro 1º, Escena 10ª)
En consonancia con lo que la revista espera de las mujeres del siglo XX, o más bien de lo que esperan los caballeros que asisten a la representación de una revista, todas las madrileñas deberían ser guapísimas en una época de tan felices adelantos. Así reza la primera acotación de uno de los cuadros de El siglo que viene: «A la derecha una tienda en cuya muestra se lee: 'Perfumería maravillosa. Se ponen caras nuevas'.» (Siglo.2.6.1.) ¿Qué más quiere Melitona, gruesa y afeada por la edad? Cuando se encuentra con su marido, que le había dado esquinazo, se explica así (2.6.5.) :
Voy a la perfumería
donde ponen caras nuevas […].
Me colocan nuevo cutis,
me componen la nariz,
doy dos cuartos, hago mutis
y aquí vuelvo tan feliz.
Me pueblan las mandíbulas
de dientes de marfil
y a fuerza de cosméticos
mi pelo brota al fin.
Al talle en una máquina
le prestan esbeltez,
puliéndome y dejándome
tan mona como ve.
Exactamente lo mismo que ofrecen hoy día anuncios como este:
Acaso no hayan sido en el siglo XX real tan baratos los tratamientos de belleza y de cirugía estética, pero no puede negarse que aquí, la zarzuela da en la diana. Sin embargo, no habrá caras nuevas para los hombres (2.6.5.) :
HILARIO: […] voy á ponerme una cara nueva.
MELITONA: No las hay para caballero. La invención es de una señora, y sólo las hace en obsequio del bello sexo.
Una nariz a medida (Souvestre 1846: 42). Fuente.
El cambio de una nariz originalmente «microscópica» en rotunda nariz «clásica» se cuenta también en la novela de Souvestre (1846: 42), esta vez practicado a un caballero, así como el uso de un corsé de caucho que cubre todo el cuerpo con esculturales formas femeninas, para uso de la escuálida Madame Atout.
La Sra. Atout en su tocador (Souvestre 1846: 65). Fuente.
HILARIO: Dígame usted: ¿continúa la gente casándose?
PEPITO: Sí señor, ¡pues ya lo creo!
HILARIO: Está visto: la humanidad no escarmienta. ¿Y se casan por lo eclesiástico o por lo civil?
PEPITO: Por lo criminal.
(Siglo.2.5.2.)
Fragmento recitado por los autores del artículo.
Siempre hacía gracia en el teatro hablar mal del matrimonio. De hecho, ese era el tema del vodevil importado de Francia, inspirador de los juguetes cómicos del género chico. Y aunque en el siglo próximo parece que habría que seguir aguantando tan rancia institución, algunas cosas iban a cambiar. Explica Pepito (2.6.4.):
Usted ignora la costumbre de los matrimonios de ahora. En tiempo de ustedes ya empezó a iniciarse la reforma matrimonial viviendo los cónyuges cada uno en su cuarto. Ahora la moda obliga a vivir a cada uno en su casa y en diferente barrio.
Es más, en la otra revista, la que pospone la fecha de 1976 al 2000, ya en puertas de nuestro siglo, el matrimonio habrá dejado de ser necesario (Madrid.1.1.5.) :
ELÉCTRICA: ¿Casado, y en esta época?
CONDECORACIONES: Sí, Director, casé antes de que el decreto saliera proclamando el amor libre.
A pesar de ello, en la misma obra se presenta una agencia matrimonial con solteras disponibles. Se casan por dinero, sin el menor complejo, y depositan una fianza por si son infieles a sus maridos (2.8.3.), como en el caso de la agencia matrimonial de Sans-Pair imaginada por Souvestre (1846: 110 ss). Para algo de niñas han aprendido un catecismo que prescribe desear el matrimonio con un hombre rico y amarlo en proporción a su riqueza (1846: 92-93). Claro que eso de buscar en el matrimonio «hoteles y carruajes […] ofreciendo su corazón al que mejores ventajas ofrezca» no era una novedad inusitada en el año 1887, como avisa el crítico del Diario de avisos (15/01/1887).
Lo más sorprendente es cómo la ciencia ofrece a las mujeres la liberación de la carga de la maternidad, según explica Ilustración (Madrid.1.1.5.) :
De tan prolijas molestias
como el matrimonio causa
estoy libre por mi ciencia.
Soy madre, pero científica;
de la máquina moderna
de incubaciones humanas
tengo una niña pequeña.
No da más detalles, pero esta idea, que siempre pertenecerá a los «quiméricos terrenos de la fantasía», según un crítico de la prensa (Diario de avisos, 15/01/1887), toca de pasada la desarrollada en la novela de Souvestre:
es amamantado mecánicamente a la vez que otros centenares de bebés, clasificado e instruido para la formación adecuada al oficio que en el futuro desempeñará, según la forma de su cráneo. De esta manera
es tan libre como si no tuviera padres y los padres tan libres como si no tuvieran hijos […]. Así se ha resuelto el gran problema de la perpetuación de la especie, evitando la asociación pasional de los individuos.
(1846: 83 y 77).
En todo caso, y sin necesidad de un modelo tan «espartano», es cierto que en el siglo XX las sociedades desarrolladas han evolucionado hacia la temprana emancipación, no solo económica, sino también afectiva, de los hijos, lo que, por cierto, no reza de momento para Madrid ni para España. Por su parte, Verne, que indudablemente tiene presente esta obra, afirma que las mujeres acabarán siendo sustituidas en sus tareas de procreación «por máquinas de aire comprimido» (1995: 118).
El vapor ha sustituido a la maternidad (Souvestre 1846: 81). Fuente.
Todo el montaje de la «maison d’allaitement» de Souvestre prefigura las modernas y tan controvertidas granjas mecanizadas de ganadería intensiva, mientras que la aportación de Verne nos remite a las técnicas de reproducción asistida.
No parece que a los autores de nuestras dos revistas les apetezca especular sobre el futuro político de nuestro país, sino criticar y poner en solfa el gobierno que sufren en el presente los espectadores. En El siglo que viene (3.12.7.) se informa de que una partida carlista se ha levantado en La Mancha ─¡por Carlos IX!─, y hay que recordar que el mismo año del estreno acababa de terminar la tercera guerra carlista, la de Carlos VII. El suceso desata una gran tormenta parlamentaria y la caída del gobierno, cosa que, sobre el escenario, a nadie preocupa
Llegada de D. Carlos al puente de Améguy, frontera francesa, dibujo de Vierge (Le monde illustré, 11/03/1876). Fuente.
Los políticos son, por sistema, el estamento más implacablemente criticado por la zarzuela, donde aparecen caracterizados por su irresponsabilidad y apego al poder por encima de todo, defectos hoy en día felizmente desterrados. Cuando Hilario canta las alabanzas del siglo que abandonó, Coplas que enseguida presentaremos, retrata un «mundo al revés» destinado a provocar la hilaridad del público (Siglo.3.12.7.) :
Los ministros velando
por el bien del país,
solamente pensaban
en hacerle feliz.
Esta proverbial crítica a la autoridad es un rasgo propio de la farsa de todas las épocas. Aquí se acusa a los políticos de ocupar los altos cargos sin méritos ni capacidad para ello, y eso parece que será así lo mismo en el siglo XX que en el XIX (Madrid.2.6.4.):
FÓSILES:
Talento de nada sirve:
influencias y dinero.
COMETA:
Entonces, como en el siglo
aquel décimo noveno.
Y se lleva al disparate presentando esta inusitada extracción de la clase política (Madrid.1.4.1.) :
TAPIOCA:
Como todos los toreros
ocupan plazas diversas
en Estado y en Marina,
y en Gobernación, y en Guerra,
de día no pueden darse [las corridas].
COMETA:
Será una cosa estupenda
ver al director de un ramo
pareando a la media vuelta.
La política parece contemplarse con fatalismo, sin esperar nada bueno de ella ni del «turno» que caracterizó la Restauración. Para dejar más claro que la voluntad del pueblo soberano nada tiene que ver con la sucesión de los gobiernos, se propone esta feliz comparación con lo que ocurre en la Luna (Madrid.1.3.2.) :
PRECOZ 1º:
¿Y qué sistemas políticos
tienen en la luna nueva?
COMETA:
Según las fases y cuartos.
Conservador cuando mengua,
liberales en creciente,
republicanos en llena.
En las novelas de Souvestre y Verne se dibuja una sociedad muy organizada, con ribetes autoritarios y sin opción a la actividad política (Verne 1995: 134):
¿A quién le importa la política? ¿En el exterior? ¡No! La guerra ya no es posible y la diplomacia ha pasado de moda. ¿En el interior? ¡Tranquilidad absoluta! Ya no hay partidos en Francia: los orleanistas se dedican al comercio y los republicanos a la industria.
Que ya no haya partidos es una idea que se incluyó en las citadas Coplas de Hilario, a petición del público madrileño, que exigía «todas las noches la repetición de estas coplas y alguna nueva». Las improvisó en su mayor parte Suárez, el actor que dio vida al personaje. Al final del libreto se recogen unas cuantas, como esta:
Solo había un partido
cuando yo me dormí
y de paz envidiable
disfrutaba el país.
El golpe de Estado de Pavía, según un dibujo de Vierge, que inmediatamente nos trae a la memoria otro parecido de 1981 (Le monde illustré, 10/01/1874). Fuente.
Revela el hastío que provocaban las batallas parlamentarias, que muchos tenían por estériles. Pío Baroja recuerda el desvío de su generación, ya a finales del XIX respecto al régimen (Baroja 2006: 522):
En política se marchaba a la crítica de la democracia, se desdeñaba el parlamentarismo por lo que tiene de histriónico, y se comenzaba a dudar, tanto de los dogmas antiguos como de los modernos .
A eso obedecen muchas veces las comparaciones entre épocas diferentes. La revista chica Panorama nacional (Carlos Arniches y Celso Lucio, música de Brull, 1889) mira hacia atrás para juzgar el presente, con su escenario partido: el Madrid antiguo a un lado y el «actual» ─de entonces─ en el otro, comparando las costumbres y estilo de uno y otro. Mucho de eso tienen nuestras dos revistas, como venimos examinando, so pretexto de escudriñar el futuro de Madrid.
El primer recurso es establecer comparaciones desfavorables para el presente que sufre el distinguido público del siglo XIX, «siglo que pretenciosamente se llamaba de las luces ¡y se alumbraba con gas!», que dice Pepito desde las alturas del siglo XX (Siglo.2.5.1.). El Museo de Antigüedades de Madrid conserva recuerdos con los que recomponer el retrato del siglo anterior, por ejemplo en la Sala de maniquíes, donde se pueden ver los trajes siguientes: húsar con sable; sotana con boina blanca, trabuco y rosario; blusa y pantalón azules con gorro frigio y lata de petróleo; Pierrot, jockey, general con casco y llorón (penacho de plumas colgantes), miliciano nacional, andaluz gitano, frac sobre un globo, toreros y picadores (Madrid.2.6.1.).
Los políticos españoles del Sexenio, caricaturizados en esta ilustración de La Flaca (20/06/1869), se apuntan a la moda en el vestir profetizada por Souvestre. Fuente.
El sabio Fósiles es quien muestra a los embajadores lunáticos semejante resumen de aquel siglo de guerras, curas carlistas, atentados anarquistas, espectáculos, espadones, cambios de régimen, flamenco, novedades técnicas y toros (Madrid.2.6.5.) :
FÓSILES:
Políticos y toreros
de las pasadas edades.
COMETA:
Pero, ¿y los hombres de letras,
y de ciencias y de artes?
FÓSILES:
Hubo muchos en España;
no les hizo caso nadie.
Y pasando a otra sala (2.6.4.),
COMETA:
Lo que me ha chocado más
es la sala de proyectos.
TAPIOCA:
En aquel siglo los hubo…
Mas no pasaron de eso.
Ya lo vimos a propósito de la Gran Vía:
Dibujo de A. Galeron en un folleto sobre la construcción de la Gran Vía en español y francés, impreso en Francia (década de 1920). Procede del archivo personal de Federico Chueca. Fuente.
También en la novela de Souvestre se ocupan de cómo había sido el siglo XIX, pero les ocurre que sacan una idea muy deformada porque se fían de la literatura legada por dramaturgos y poetas «románticos, claro», de manera que los franceses no fueron, como se pensaba «ligeros, volubles ni amantes del placer», sino «sombríos, apasionados, sanguinarios, siempre con el puñal o el veneno a mano» (Souvestre 1846: 205).
Algunos males del siglo XIX habrán quedado atrás en el siglo XX, como la cesantía de los funcionarios, para asombro de Hilario, cesante él mismo, cuando Pepito le cuenta que ya «todos los españoles son empleados» (Siglo.2.5.2.). Acaso sea que casi todos se hayan convertido en funcionarios, como en la novela de Verne, cuando Quinsonnas aconseja al protagonista (1995: 137)
hacerse funcionario; hay diez millones en Francia; ¡calcula las posibilidades de ascenso y ponte a la cola!
Tampoco habrá soldados, condición tan frecuente en la España del XIX, con dos invasiones, tres guerras carlistas y una sublevación cantonal, guerras coloniales en Marruecos, Cuba y Filipinas, pronunciamientos y sus consiguientes fusilamientos y numerosas tragedias más. Dice Pepito: «¡Soldados! Ya no hay soldados: ¡ya son todos generales!» (Siglo.2.6.6.), igual que en la República de San Theodoros, de La oreja rota (1937), esta vez no la About, sino la de Hergé y su Tintín, donde casi todos son coroneles. Lo que está mucho mejor, sobre todo porque no hay más guerras, gracias a «la fraternidad de las naciones» (.2.9.). También en el París del siglo XX se han acabado las guerras gracias a que los intereses creados de todas las potencias lo impiden. Exclama Quinsonnas, que parece tan ingenuo como Verne: «¡El dinero es enemigo del plomo y la bala de algodón ha sustituido a la bala cónica!» (1995: 81). La verdad es que hubo guerras en el siglo XX, las peores, y más soldados que nunca, pero el siglo XXI se inició en España con la abolición de la «mili» obligatoria.
Por no haber, en el siglo XX no quedará ni rastro de los malos modos de los mozos de estación, que, en el año 2000, «como son gallegos son más finos que la seda» (Madrid.1.3.1.), según explica el sabio Fósiles a los lunáticos. La solución ha sido más radical: ya no los hay y las maletas llevan ruedas. Hasta la imposición de la «accesibilidad», con sus suaves rampas y sus ascensores, no hubo manera de poner en circulación un invento tan sencillo. Pero hemos conocido mozos de estación durante buena parte del siglo XX, como este de la Estación de Norte:
Farándula es el que más cumplidamente resume las carencias del siglo XIX cuando vende, como consumado charlatán, las excelencias del viaje al siglo siguiente (Siglo.1.2.9.):
¡El siglo XX!¡El siglo delicioso
en que todo mortal será dichoso,
sin que le deje carecer de nada
la civilización más depurada!
En ese siglo vivirá la gente
perfectísimamente,
y en todas ocasiones
dará muestra evidente
de la fraternidad de las naciones.
[…] Entonces, aunque halléis la cosa extraña,
habrá dinero en la infeliz España.
[…] Dentro de un siglo el ser menos pillastre
podrá vestirse sin pagar al sastre;
Acaso sea moda andar en cueros…
¡y se habrán abolido los caseros!
La foto-electro-galva-zingrafía
hará que muera la pintura al óleo;
producirá dinero la poesía,
y se harán los guisados con petróleo.
Fragmento El siglo delicioso del hablado por el Doctor, interpretado por el autor de este artículo, Miguel Etayo, (0:39 min). Texto digital en BDH (pp. 21-22).
Bien es cierto que algunas cosas seguirán funcionando mal, como la policía, según es obligado en la zarzuela. Pero por lo menos, en el siglo XX se ahorrarán sueldos. Ante un altercado callejero, se queja Melitona (Siglo.3.9.5.):
MELITONA: ¡Pero hombre! ¿No hay aquí policía? ¿Qué hacen ahí esos guardias?
PEPITO: ¿Esos guardias? ¡Si son pintados, señora! Están ahí para inspirar respeto a la autoridad. Antes los teníamos de carne y hueso y hacían el mismo servicio.
El sistema se emplea últimamente en la India y antes ya se ensayó en Gran Bretaña:
Otras veces se recurre a exagerar las últimas y más caprichosas novedades del presente, como vimos en el caso de la evolución de las costumbres matrimoniales. Lo mismo pasa con la cerveza, producto que se iba popularizando desde mediados del XIX hasta el punto de que Pepito, en el XX, no consiente que se pida otra bebida en el café: «¡Qué! ¡No señor! Cerveza. Traiga usté cerveza. Ahora las personas decentes no toman otra cosa que cerveza» (Siglo.2.8.8.). Y, aunque no haya llegado al monopolio, ¿no es cierto que la cerveza se ha hecho la reina de las consumiciones alcohólicas? En cambio, la otra revista yerra cuando habla del vino, tan adulterado entonces, que en el año 2000 ya no emborracha porque «se prepara con dos partes de amoniaco y lo restante de agua» (Madrid.2.8.1.): podemos dar fe de que hoy día se bebe en Madrid mejor vino que nunca, aunque emborrachar, emborracha.
Una novedad que ganaba adeptos en España era la homeopatía. Todavía faltaban dos años para el espaldarazo que significó la fundación en Madrid del Hospital Homeopático de San José (1878), cuando se estrenó El siglo que viene.
El Instituto Homeopático, en Eloy Gonzalo, 3. Fuente.
El hecho es que en las últimas décadas se iba extendiendo su práctica y se hablaba mucho de aquella «medicina alternativa». Pepito, que también es médico, suministra un remedio a Hilario (Siglo.2.6.6.) :
HILARIO: ¿Qué me ha dado usted?
PEPITO: Nada. Es el último sistema. Los homeópatas adelantaron un paso en la simplificación de los medicamentos, y de la homeopatía se ha pasado a la nadaopatía, que consiste en no dar nada a los enfermos.
Pepito da ya, en el siglo XX, el paso que le faltaba a don Mínimo, el médico homeópata de una revista tan temprana como 1866 y 1867 (José María Gutiérrez, música de Oudrid y Arche, 1866), que de un diminuto glóbulo diluido en ochenta arrobas de agua extraía una gota que diluía a su vez en igual cantidad de agua que antes, para administrar al enfermo finalmente la centésima parte de una gota de aquella solución (Cuadro 1º, Escena 7ª).
Más justificado quedaría tan fácil expediente, en la novela de Verne (1995:136) que tanto invocamos, donde las enfermedades están desapareciendo, «se gastan» y «dentro de poco los médicos se quedarán sin trabajo», si no fuera porque apostilla algo tan inquietante como esto: a no ser que «la facultad empiece a inocular algunas nuevas». La idea seguro que la sacó de Souvestre (1846: 160), donde los «matasanos» lo hacen para ahorrar tiempo y que los pacientes mueran antes.
Y llega el momento, como habíamos prometido, de que Hilario nos cante sus coplas en alabanza del siglo XIX que añora, porque en el Madrid de 1976 «no se halla». Miente como un bellaco, retratando un Madrid de «dime de qué presumes…» Pero para que ningún inocente se confunda, Pepito nos advierte de que «este viejo nos va a soltar unas bolas». Canta Hilario (Siglo.3.12.7) :
Los ministros velando
por el bien del país,
solamente pensaban
en hacerle feliz.
Trabajaba la gente
con constancia y ardor,
y no había ni un vago
en la Puerta del Sol.
En millones nadaba
el tesoro español.
Cada dos o tres días
se pagaba el cupón.
El respeto a lo ajeno
en Madrid era tal
que las casas abiertas
se podían dejar.
Y si acaso ocurría
algún robo casual,
ni una vez el ratero
se llegaba a escapar.
Pero había tan pocos,
que en más de una ocasión
se cerró el Saladero [la «cárcel de villa», en la plaza de Santa Bárbara]
por no haber ni un ladrón.
Por lo que atañe al final, ¿no presume Madrid hoy día de ser una de las capitales más seguras del mundo?
En las Notas que siguen al texto de El siglo que viene se añaden, como sabemos, otras seis que no estaban en el libreto inicial, que fueron improvisándose dado el éxito de este número. Se habla en ellas de maravillas como maestros bien pagados, panaderos que se equivocan en el peso a favor del cliente, un único partido político ─¿premoniciones del Movimiento Nacional?─ y paz social, pocos impuestos, trenes que no descarrilan, ropa barata y modas duraderas, socorro a los inquilinos insolventes, cortesía generalizada, justicia exprés, pérdida de afición a la lotería y al juego, servicio de correos eficaz y respeto del público a los actores.
Escribe el crítico de El imparcial (10/07/1876) a propósito de El siglo que viene, pero seguro que lo firmaría también para Madrid en el año dos mil, que «encuentran le mot pour rire siempre que su sátira hace presa en el ridículo que tienen a la vista; pero así como trasponen los horizontes del presente y penetran en el mundo de la fantasía», ya es otro cantar.
Tonterías aparte, aunque predominen, hemos encontrado continuamente que la ciencia aplicada está detrás de las nuevas y «fantásticas» soluciones que transformarán la vida de los madrileños. El mismo público que en el último cuarto del siglo XIX se complacía en lo castizo de los sainetes, estaba fascinado por la modernidad, por los cambios que estaba viviendo y por el futuro que se presentía. Era consciente de que ese futuro no se acercaba por sí solo, sino traído por el dinamismo y la creatividad de una sociedad activa, cosmopolita y optimista como nunca. ¿No sigue siendo una frase hecha aquella de D. Sebastián, el del sainete La verbena de la Paloma, de que «hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad»?
Intérpretes del estreno de La verbena de la Paloma: Manolo Rodríguez y Ramiro. La grabación que sugerimos recoge la interpretación de Enrique del Portal y Emilio Carretero en el Teatro Calderón de Madrid en 1995. Fuentes 1 y 2.
HILARION
El aceite de ricino
ya no es malo de tomar.
Se administra en pildoritas
y el efecto es siempre igual.
SEBASTIAN
Hoy las ciencias adelantan
que es una barbaridad.
HILARION
¡Es una brutalidad!
SEBASTIAN
¡Es una bestialidad!
HILARION
La limonada purgante
no la pide nadie ya.
SEBASTIAN
Como que esa limonada
nunca sirve para ná.
Es lo mismo que un refresco
de naranja ó de cebá.
HILARION
Pues por eso justamente
ya no es ni chicha ni limoná.
SEBASTIAN
Pues el agua de Loeches
es un bálsamo eficaz.
HILARION
Hoy la ciencia lo registra c
omo muy perjudicial.
SEBASTIAN
Hoy las ciencias adelantan
que es una barbaridad.
HILARION
¡Es una brutalidad!
SEBASTIAN
¡Es una bestialidad!
HILARION
El calor que hace esta noche
sí que es una atrocidad.
SEBASTIAN
Y yo tengo a todas horas
la cabeza tan sudá!
HILARION
Eso es bueno y conveniente,
mi señor don Sebastián.
El que suda con frecuencia
vence toda enfermedad.
SEBASTIAN
Pues yo tengo todo el día
la camisa tan pegá,
que dirán los que me vean
que no está recién planchá.
(Escena 1ª)
¡Qué bien les habría venido, a D. Hilarión y a D. Sebastián, la moda del año 3000, cuando «el aire hace las veces de abrigo» y “«un bien entendido interés ha reducido la vestimenta a su mínima expresión» (Souvestre 1846: 18). Tan importante es la ciencia que, cuando el torero Tapioca se muestra demasiado arrogante ante el sabio Fósiles, que le reconoce como «el genio del siglo», Ilustración, que es la alegoría de la ciencia, tercia muy picada: «Poco a poco, que la ciencia debe ser lo primerito». Y cuando Tapioca y Fósiles se abracen, como suelen preferir en público todos los rivales encumbrados socialmente, Condecoraciones, el ministro de Estado, se emocionará: «¡Ciencia y cuernos unidos!» (Madrid.1.1.6.). Un chiste a tiempo para neutralizar toda veleidad doctrinaria. El caso es que, en nuestro siglo XXI, ni la ciencia ni los toros viven sus mejores momentos en España.
El fantasma de los aires es una opereta y no una revista, lo que le permite dar pábulo al idealismo de la pareja protagonista, Jorge y Diana. Canta esta (2.6.5.) :
Dónde hay goce mayor en el mundo
que robar un secreto a la ciencia
y exponerse a perder la existencia,
en provecho de la humanidad.
Y Jorge, el inventor del buque aéreo proclama más adelante: «La ciencia no tiene patria y a ella sola le está reservado el porvenir.» (2.9.19.)
Madrid siente la carencia, como París, de no ser puerto de mar. Capitales emplazadas en el interior de sus Estados, sienten que el mar es lo único que les falta para codearse, por ejemplo, con Nueva York. Para cumplir este tipo de sueños, y a falta de otra cosa, existe la ficción: Madrid tendrá su puerto, no junto a la ermita de la Virgen de esa advocación, al pie del Campo del Moro y a orillas del río, sino arriba, en la mismísima Puerta del Sol. ¡Pues no faltaba más! Y no se trata del lema publicitario de las centenarias Pescaderías coruñesas, «el mejor puerto de mar en la capital de España», que tiene mucho más de sustancioso que de ficticio, sino del último cuadro de El siglo que viene, según reza su acotación inicial:
La Puerta del Sol convertida en puerto de mar. Varios barquitos de vapor ocupan una parada de coches con la tablilla Se alquila. De pronto aparece un tram-vía marítimo en la misma forma que el de hoy, lleno de gente y en los asientos de la parte superior los cinco personajes.
Ilustración de la partitura, con las aguas de la Puerta del Sol un tanto agitadas (1876 ?).
Hilario, el cesante del siglo XIX, comprobaba alborozado que se había cumplido aquella profecía que había oído ¡en una zarzuela!:
Convertiré en puerto
la Puerta del Sol.
Tal es, en efecto, la «maravilla anunciada hace tiempo por cierto ministro bufo de una zarzuela famosa, y realizada por sus sucesores en el transcurso del siglo XX. El mar ha tomado posesión tranquila de la Puerta del Sol», concluye el puntilloso crítico de El imparcial (10/07/1876). Qué zarzuela fuera aquella lo sabrían nuestros tatarabuelos, pero nos ha sido imposible encontrarla entre los miles que atesora la Biblioteca Nacional.
Ya sabemos que Ramos Carrión no pudo haber leído la novela París en el siglo XX, de Julio Verne, descubierta en 1989, pero el caso es que al novelista se le había ocurrido lo mismo: «El famoso proyecto de París puerto de mar se había realizado por fin» (1995: 111), concretamente en Grenelle, muy cerca del mismísimo Campo de Marte. Se conoce que el Sena ha sido canalizado hasta el punto de permitir el acceso a la ciudad del barco Leviatan IV (Verne 1995: 114).
El Titanic (1912), que no llegó a Nueva York en su primer viaje, es el trasatlántico que permanece en nuestro imaginario colectivo como la «ciudad flotante» por excelencia. Fuente.
La llegada de este gigantesco trasatlántico provoca una gran expectación entre los parisinos (Verne 1995: 114-115):
donde la multitud se apretujaba […] era en los muelles del más extenso de los diques, que apenas podía contener al gigantesco Leviatán IV […]; procedía de Nueva York, y los americanos podían vanagloriarse de haber vencido a los ingleses con aquella verdadera ciudad flotante: 30 mástiles, 15 chimeneas, 30.000 caballos de fuerza, trenes que facilitaban el desplazamiento de los pasajeros de una punta a la otra, plazoletas arboladas y ajardinadas, avenidas por donde pasear a caballo…
Es el único pasaje de la novela en que Verne se permite un elogio de la técnica. Incluye la incorporación del verde, propia de las ciudades a partir de la Ilustración, como el Cosmopolite, de Souvestre (1846: 102), un pueblo flotante que viaja por el mundo y mide varios kilómetros de eslora, claro que no tenía que remontar el Sena.
El Leviatán IV ¯venía de Nueva York», cuyo puerto dibuja, como una pintura futurista, la acotación inicial del Cuadro 4º de la opereta El fantasma de los aires (1.4.1.):
La vía del puerto de Nueva York, de noche. Los trenes cruzan por las vías colocadas a la altura del primer piso de las casas. Por debajo cruzan en distintas direcciones ómnibus, coches, carros, caballos, cargadores, transeúntes, mucha animación.
Un cuadro digno de un dibujo de Sant’Elia o de un fotograma de Metrópolis (1927) de Lang pero… ¡en un escenario madrileño en 1887! Jorge, el inventor y capitán del Relámpago, presenta aquel escenario desde las alturas a sus pasajeros (Fantasma.1.4.14.):
JORGE: Aquí tenéis la vía del puerto de Nueva York. Una de las más tranquilas de la ciudad.
PATRICIO: Pues si esta es la más tranquila, cómo serán las otras.
Paisaje urbano (1939), del aviador y pintor futurista Tullio Crali. Fuente.
Nuestras dos zarzuelas (subgénero revista) convierten el Madrid del siglo XX en una metrópolis, a imagen de París: «Entonces, todo lo que ocurría en París tomaba un relieve extraordinario» (Baroja 2006: 607). La ciudad de París encarna como ninguna el mito baudeleriano de la modernidad, el espejo en que quisieron mirarse otras capitales europeas y de ultramar. Ofreció entonces unas manifestaciones culturales y artísticas consolidadas, de inmensa influencia en el resto de Europa y en el devenir de nuestra civilización. Desde la perspectiva del siglo XX, Walter Benjamin la llamó en 1939 «capital del siglo XIX», basándose en el valor ejemplar de su cultura, aunque Hauser (1976: 74) se mostró desdeñoso una década más tarde, como si la considerara un escenario de revista: París es metrópoli del placer, es la ciudad de la ópera, de la opereta, del baile, de los bulevares, los restaurantes, los grandes almacenes, las exposiciones mundiales y los placeres corrientes y baratos, no el centro del arte y la cultura. En la novela de Souvestre (1846: 72), Sans-Pair es un nuevo París, con su Bois de Boulogne hacia donde pasea la alta sociedad a bordo de sus vehículos aéreos, igual que hacía en el siglo XIX en coches de caballos…
Pero Nueva York es ya una referencia que se deja sentir. Leído ahora, lo que cuenta Verne de la arribada del Leviatán IV, prodigio de la industria norteamericana, parece anunciar la toma del relevo de París, adonde llega como para recoger la antorcha que a lo largo del siglo XX habrá de brillar en la otra orilla del Atlántico.
Inauguración de la Estatua de la Libertad iluminando al mundo (1886), óleo de Eduard Moran. Fuente.
Por algo en la opereta El fantasma de los aires, estrenada el año siguiente al de la imagen precedente, el primer navío volador volará desde Europa directamente hasta allá, su Meca natural, donde Jorge, el talentoso y esforzado protagonista, acabará siendo «fichado» por los poderosos industriales yanquis que le hacían la competencia, para dirigir allí las nuevas fábricas destinadas a vender al mundo centenares de aeronaves: ¿McDonnell-Douglas, Boeing, Lockheed Martin…?
Hemos constatado cómo las críticas de la prensa, las más extensas y profundas, que son las que hemos seleccionado, recibieron mal las dos revistas comentadas, especialmente sus textos; la música, que desconocemos hoy y que se pasa por alto en el primer caso, apenas merece algunos parabienes en el segundo, pero se alaba la maestría de los escenógrafos. Los críticos no solían ser unos plumíferos indocumentados. Recuerda Chispero, hablando de la prensa, que
el único trabajo que se realizaba con escrúpulo, aparte de la confección del artículo de fondo, era la crítica, lo mismo la teatral que la taurina. Grandes espacios se dedicaban a las reseñas de los estrenos […]
(Ruiz Albéniz, 2002: 278).
Sin embargo, conviene tener presentes las palabras de Galdós en un artículo de prensa: «Los autores se equivocan a menudo; los críticos no siempre ven con claridad y, en conjunto, es el público quien menos se desorienta», escribe en Le Temps de París (15/08/1904), explicando el género chico a los parisinos. Por una vez, Baroja (2006 : 375), tan admirador de Chueca o de Fernández Caballero, que es el autor de una de las partituras, coincide con el novelista canario:
Lo que es ameno y divertido no desaparece del todo […]. Lo divertido no puede ser malo […]. Entre las gentes civilizadas, el público sin gran cultura acierta casi siempre más que los que se consideran especialistas y técnicos.
De El siglo que viene, a Pelegrín García Cadena solo le gusta el puerto de la Puerta del Sol, «un esfuerzo afortunado de la pintura y de la maquinaria» (El imparcial, 10/07/1876), pero condena todo el resto de esta «zarzuela grotesca», lamentando su éxito:
¿Cómo explicar esta propensión del público a desviarse tumultuosamente del culto regular del arte […] cada vez que la musa de la extravagancia y el genio del relumbrón proporcionan al buen sentido una ocasión de huelga y de asueto? ¿Cómo explicar esta depreciación de lo humano y de lo normal en provecho de lo excéntrico?
Solo le falta citar a Ángel, el músico: «¡Dios mío! ¡¡¡A lo que ha quedado reducido el teatro español!!!» (Siglo.3.10.7). Parece que hubiera adivinado esta reacción el libretista, Ramos Carrión, que ostenta el poco conocido récord de ser el autor teatral más representado en España en la segunda mitad del siglo XIX (Romero 2006: 59 ss.).
Ilustración de la revista Madrid Cómico (03/09/1892). En muchos estrenos los autores no se anunciaban al público hasta el final, solo si la obra había tenido buena acogida. Fuente.
También Madrid en el año dos mil tuvo éxito, especialmente a partir de la segunda función (La correspondencia de España, 17/01/1887), por muy mal que la recibiera la crítica: reconociendo su música «agradable», con su Coro de telefonistas, el de niños, que hubo que repetir a petición del público y, sobre todo, el terceto de los relojes, «que es un vals precioso»; Pedro Bofill sentencia que «el libreto de los Sres. Perrín y Palacios no puede ser peor», y que lo mejor de todo son los decorados de Busato y Bonardi ─eran entonces los mejores de Madrid, y trabajaban regularmente para el Teatro Real ─ (Diario de avisos, 15/01/1887). El crítico de La discusión (15/01/1887) se despacha con que «nos ha hecho ver que ocurrirán una porción de tonterías».
La risa neutraliza, en ambas revistas, por improbable y extravagante, lo que de ilusionante pudiera tener el futuro que se anima sobre el escenario. ¿Quién se puede creer ese Madrid? Bajo el seudónimo de «Un lunático», Isidoro Fernández Flórez deja caer esta sentencia sobre El siglo que viene, que podría sentar jurisprudencia para el caso de Madrid en el año dos mil, donde sí que hay lunáticos como él (El imparcial 10/01/1876):
tiene mucho que ver con el siglo que se va y nada con el siglo que viene.
Y sin embargo, como en el caso de la fealdad o de la mentira, la extravagancia muestra una variedad prácticamente infinita, de manera que no podían dejar de hacerse algunos blancos de resultas de tan nutridas perdigonadas: el reinado de la cerveza, el pluriempleo, el auge económico de España, que acabó llegando, el consumismo y los grandes almacenes, las incubadoras para neonatos, el amor libre, la abolición de la «mili», la cirugía estética que cambia las caras y el cuerpo, el pelo teñido de azul, la moda femenina «varonil», la minifalda, la ropa barata, la megafonía de los conciertos al aire libre, la música dodecafónica, los videoclips, el arte abstracto, el Madrid que no duerme ─ese ya existía, y lo insólito es que perdure─, Madrid como una de las capitales más seguras del mundo, el altísimo precio del metro cuadrado para vivienda, los electrodomésticos y la rarificación del servicio doméstico, los viajes a la Luna y las telecomunicaciones con ella, los vuelos de ida y vuelta en el día a Bruselas, los dirigibles, los taxis automóviles, los maniquíes en lugar de policías, la construcción de la Gran Vía, la «fosilización» del Madrid de los Austrias…
La Plaza Mayor, antaño llena de vida, un decorado vacío hoy, abandonada a los turistas. Fuente.
Si los lunáticos parecen haberse divertido durante su ajetreada excursión, tampoco se lamentan cuando han de marcharse precipitadamente porque convocan a Cometa a la Luna para recibir el nombramiento de ¡cadete guardiamarina! (Madrid.2.9.4.). Los madrileños del XIX, mucho más implicados emocionalmente, no solo porque son madrileños, sino porque su viaje no tiene retorno, parecen decepcionados. Hacia el final, muestran su disgusto de verse convertidos en «objetos raros» destinados a ser exhibidos y querrían volver al Madrid que dejaron (Siglo.3.12.6.):
ÁNGEL: Daría lo que no tengo por verme otra vez en aquel siglo del que tanto renegábamos.
HILARIO: Amigo mío, usté piensa como yo, usté es un hombre de talento.
ÁNGEL: ¡Ay! ¡Qué tiempos los nuestros tan hermosos!
Fragmento recitado por los autores del artículo.
Les ocurre como a Besuguete en la revista La corte del porvenir (1912), que querría dejar el Madrid de 2308 y volver al suyo (Apoteosis final). Se supone que Tesla (1856-1943), el célebre ingeniero que lo ha transportado al futuro, hará posible el retorno con su «futuroscopio». No es así en el caso de las parejas de El siglo que viene, pero conseguirán un acuerdo no muy oneroso con Pepito, para vivir en el casco antiguo del viejo Madrid, a la antigua usanza, dedicando solo una hora diaria a mostrarse ante el público. El resto del tiempo parece que lo pasarán en aquella «reserva india», una solución un tanto melancólica que rima, en medio de tanta risa consustancial al subgénero de la revista, con el pesimismo de las distopías de Souvestre y de Verne. Ambos apuntan a lo mismo, Souvestre desde una estética grotesca, Verne completamente en serio: los progresos técnicos, se acompañarán de la decadencia cultural y moral, lo que apenas escondía un juicio sobre su propia época.
Adorarás a un solo Dios ─el dinero, por si no se ve claro─ (Souvestre 1846: 293). Fuente.
Julio Verne, en la primeriza y rechazada novela París en el siglo XX condena aquella ciudad de un siglo futuro sin literatura, donde no hay lugar para los artistas, poetas ni militares (1995: 82):
aquí tenemos a Michel, un poeta, a Jacques, un soldado, y a Quinsonnas, un músico, ¡y esto cuando no hay ni música, ni poesía, ni ejército! Somos, sencillamente, unos estúpidos.
Se pregunta retóricamente el narrador respecto a Michel, el desgraciado protagonista, poco antes de revelarnos su trágico fin (1995: 165):
¿Se perdió sin poder marcharse de la funesta capital, de aquel París maldito?
Émile Souvestre, por su parte, cuenta al final de la novela, a propósito de la pareja formada por Marthe y Maurice (1846: 321):
Ambos lloraron por aquel mundo donde el hombre se había convertido en el esclavo de la máquina, el interés en el sustituto del amor.
Hombres esclavos de la máquina (Souvestre 1846: 321). Fuente.
«Ya no se sabe amar», había dicho antes Marthe (1846: 158), igual que Maurice, por otro lado: «Entre tantas mejoras aportadas a la materia, buscaba al hombre y lo veía ¡tan pobre, tan vicioso, tan desheredado!» (1846. 314). Su condena tiene su más brutal expresión en la imagen de las ruinas abandonadas y semienterradas de París en el año 3000, ante las que aúlla un perro. Algo tiene que ver con esa idea la última escena de la película ─que no la novela─ El planeta de los simios (1968).
París en el año 3000 (Souvestre 1846: 172). Fuente.
En Madrid sí se llevó a término la Gran Vía de las zarzuelas «que no daban un duro por ella» y acabamos de celebrar el centenario de su inicio. Sin recurso a procedimientos más o menos «científicos», al final de la revista de su nombre aparece la Gran Vía hecha realidad, un prodigio como los que se daban en las «comedias de magia» que se estilaron todavía en el siglo XIX y que dieron lugar, incluso, a alguna «zarzuela de magia» como Don Simplicio Bobadilla (Manuel y Victoriano Tamayo y Baus, música de los fundadores de la zarzuela moderna Inzenga, Hernando, Gaztambide y Barbieri, 1853). Así reza la acotación del último cuadro ─la apoteosis de toda revista─ de La Gran Vía, la única superviviente de cuantas zarzuelas transportaron por un rato al público al futuro:
El teatro representa una plaza de la que parte una vía inmensa, anchurosa y por todos conceptos magnífica, formada por edificios suntuosos. A uno y otro lado habrá en toda su extensión kioskos anunciadores, iluminados por dentro. En sus cristales figurarán los títulos de los principales periódicos de Madrid, sin distinción de colores políticos. En el centro de la plaza [¿del Callao, adonde se asoma precisamente el Palacio de la Prensa?] se eleva un monumento al que sirve de remate la estatua de la Libertad que tiene en la mano derecha la bandera española. En los cuatro ángulos del pedestal hay otras tantas figuras que representan la Ciencia, la Justicia, el Trabajo y la Virtud. Todos los edificios estarán colgados e iluminados como en día de grande fiesta.
¡Con Estatua de la Libertad y todo!
Portada de la partitura (1886 ?).
Aunque no haya quedado tan recta, la Gran Vía tiene mucho éxito entre propios y extraños. ¡Que también tenga suerte París el año 3000, y que rabie Souvestre!
ETAYO GORDEJUELA, Juan y Miguel (2022). «Madrid futuro. Cómo nos imaginó la zarzuela del siglo XIX». Letra 15. Revista digital de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» de Madrid. Año IX. N.º 12. ISSN 2341-1643
URI: http://letra15.es/L15-12/L15-12-12-Juan.y.Miguel.Etayo.Gordejuela-Madrid.futuro.thml
Recibido: 12 de mayo 2022.
Aceptado: 22 de mayo de 2022.