Sección CARPE VERBA

El autor es escritor y profesor de Lengua castellana y Artes escénicas. Es autor de teatro entre otras obras de: La realidad es otra, Amores adorables (editorial Fundamentos), Viejos secretos, Quiero vivir (editada por la Asociación de Autores de Teatro). Asimismo se han representado sus obras: Gracias por vuestro voto y La decorosa vida de los Stuart. Ha publicado la colección de relatos Al otro lado con la editorial Dauro (2019) y obtuvo el Áccesit de relato en el certamen Leopoldo de Luis con el cuento El tren que no para. Ha colaborado en la colección de artículos La lucidez de un siglo, publicado por Páginas de espuma. Como docente, ha publicado Metodologías para una educación innovadora. Casos prácticos. En 2022 salió a la luz el libro de poemas Orografía del sentido.
Aquella tarde cuando te vi entrar en casa, confieso que te odié. No soportaba mirarte, era de esperar, después de… así que aparto los ojos, tomo aire y, para que no percibas nada extraño, dibujo en mi boca una ligera sonrisa. No obstante, no puedo evitarlo y te sigo con el rabillo del ojo; veo cómo dejas la americana en el respaldo de la silla, cómo lentamente te acercas a mí y, como todos los días, me das el beso en la cara. En esta ocasión, me resulta un beso frío, amargo, que me obliga a una fingida acogida, porque tan solo el roce de tus labios me provoca un escalofrío y siento cómo se me encoge el estómago.
Yo había permanecido toda la tarde sentada en el butacón del salón frente a un televisor apagado y con una taza entre las manos.
No te dije nada, ¿para qué?, ¿qué iba a conseguir con ello?, ¿que supieras que yo lo sabía?, ¿y qué…? Ya era demasiado tarde. Tarde para casi todo y no me quedaba tiempo para recomponerme.
Después del beso, el ¿qué tal el día? de costumbre; un… pues, ya
ves, aquí, nada nuevo. Y la mentira sigue adelante. Tú te vas al
dormitorio a cambiarte de ropa y yo prosigo el ataque a mi taza de
chocolate que por un rato me olvida del mundo.
Como habitualmente hacías antes de cenar, pasaste un rato por
el jardín, tu pequeño paraíso, para comprobar si el gladiolo había
agarrado bien, si los geranios necesitaban agua, o si el ficus
había quedado limpio tras la poda. Yo te observaba desde la
ventana de la cocina y me preguntaba si eras tú, ese hombre con el
que había compartido treinta años; sin duda se trataba del mismo
cuerpo, de la misma voz, de idénticos hábitos, pero una sensación
de ingravidez, de inexistencia, invadía mis recuerdos y la vida
compartida contigo se teñía ahora de sombras inconsistentes. De
repente un vértigo se apoderó de mis piernas, flaquearon, dejaron
de sostenerme y durante unos segundos me agarré a la pila para no
caerme. A través de la ventana pude oír un tarareo familiar, ese
soniquete que había escuchado en otras ocasiones me tranquilizó,
me trasladaba de nuevo a una realidad cercana y reconozco que me
hizo sonreír el torpe movimiento de tus pies cuando intentaban, en
vano, llevar el ritmo de la canción. Nunca fuiste un gran
bailarín, has de reconocerlo. Mientras tú estabas entre tus
flores, yo permanecía de pie abstraída por la nube malva del rosal
de la esquina. Está precioso. De mi ensimismamiento me sacó el
ruido de la puerta que comunica el jardín con la cocina. Antes de
entrar, te limpiaste concienzudamente los pies en el felpudo y
después te lavaste las manos.
A ver si engraso esta puerta, siempre se me olvida. ¿Has visto cómo ha crecido la dalia? Parecía que iba a morir, pero ha resucitado. Y yo sin compartir tu entusiasmo, finjo. Tienes mucha mano para las flores. Dichosas florecitas, dichoso jardín y, sobre todo, dichoso tú, Julián, quién me lo iba a decir.
Entre los dos preparamos la cena, yo poca cosa. Llevaba un tiempo sin apenas apetito aunque me forzaba a comer. Me decidí por la crema de zanahoria que había sobrado de la noche anterior y tú por un filete a la plancha con patatas y ensalada. Siempre has sido de buen comer y, sin embargo, no engordas, condenado. Cenamos en la mesa de la cocina teniendo como fondo, me acuerdo perfectamente, la voz de Àngels Barceló. Esa noche hablaba, una vez más, de la corrupción y de la urgencia de sanear las instituciones democráticas. Tú corroborabas animosamente la necesidad de un cambio y parecías formar parte del equipo de contertulios; yo apenas hablé, en mi cabeza bullían imágenes de manera descontrolada. Se mezclaban el presente y el pasado en una anacronía absurda: me veía a mí misma esa mañana plantada en la acera y con el traje de novia antes de salir para la iglesia contemplándome en el espejo. También me venía el rostro luminoso de mi madre y el de la niña del 5ºB con su coleta dorada, imágenes que aparecían y desaparecían con absoluta libertad, mientras que, con gran esfuerzo, me llevaba cucharadas de crema a la boca. Tú, erre que erre sobre lo mismo, que si esto debe cambiar, que si la situación es insostenible; y yo con un asfixiante ataque de pánico que me empuja a salir corriendo de allí, a dejar de escucharte porque no me interesa lo que me cuentas, pero sigues hablando y yo lucho por contener las lágrimas. Con mucho esfuerzo conseguí no llorar delante de ti, me lo había prometido.
Tras la cena, nos sentamos en el salón, encendimos la televisión
y al cabo de unos minutos empezaste a roncar. Yo me quedé viendo
un programa de viaje sobre Nueva York. Nunca hemos estado allí,
ese ha sido uno de mis sueños, pero lo fuimos dejando; ya iremos,
ya iremos, me decías, y ahora, ya es tarde. Mientras me perdía por
las calles neoyorquinas, pensé en Luis Atienza, hacía mes y medio
que me había dado los resultados.
—Pero…
—Lo siento. De verdad que lo siento.
—¿Estás seguro? ¿No hay ningún error?
—Isabel, hemos repetido las pruebas varias veces, no hay error
posible.
—Joder.
—Díselo a Julián hoy mismo. ¿Me oyes, Isa?
—Sí… claro…
Aquel lunes, nunca me olvidaré del día, salí del hospital aturdida; mi pensamiento, igual que un ordenador en desuso, se bloqueó, era incapaz de percibir con nitidez la realidad. No puede ser, debe haber una equivocación, se han confundido, ¿por qué yo? Desganada, arrastrando los pies como una sonámbula, llegué a la marquesina del autobús y me senté. No recuerdo el tiempo que estuve sin moverme. ¡Joder, qué putada!
Esa noche no dormí, me levanté de la cama y permanecí en el sofá hasta poco antes de que sonara tu despertador. Cuando lo apagaste, yo ya estaba a tu lado, noté tu mano en mi espalda y me hice la dormida. Esa noche sentí la soledad más profunda que jamás había sentido.
Díselo a Julián. Qué fácil es para ti, Luis; forma parte de tu profesión dar esas noticias, ya estarás acostumbrado ¿no? Pero yo, cómo lo digo yo. Tenía intención de contártelo, Julián, de verdad, créeme, pero no hallaba el momento ni la forma. Cómo demonios se dice que todo se acaba, que este jodido bicho que tengo dentro tiene un apetito voraz y que debe de encontrarse muy a gusto porque corre a la velocidad del rayo.
Trastornada por la noticia, entré en una inercia azul sin posibilidad de reacción alguna. Observaba mis propios acontecimientos a distancia, como si asistiera a la reconstrucción de una historia vivida por otra protagonista y me fuera imposible intervenir en ella. Llevada por esa parálisis mental y bloqueada por el miedo, continué con mi vida como si nada hubiese ocurrido. Al llegar a casa, dedicaba un tiempo a corregir las tareas que quería entregar al día siguiente, preparaba las clases seleccionando los ejercicios adecuados y revisando los contenidos que impartiría. Pero poco a poco esa actividad fue disminuyendo, las fuerzas iban mermando y había tardes que las pasaba metida en la cama, muerta de dolores hasta que me hacía efecto la morfina. Decidí no someterme a quimioterapia, no quería sufrir más de lo necesario. Con suerte lograba estar de pie cuando tú llegabas, entonces me darías el beso que yo recibiría con una sonrisa sin brillo y luego tú a tu paraíso en busca del afecto que tantas veces no hemos sabido darnos el uno al otro.
Los días pasaban y mi vida se movía agitada por el viento de la tristeza. Pero sin saber cómo, una mañana, mientras me esforzaba por tomarme la tostada y el café bien cargado, algo cambió. ¿Qué estoy haciendo? No puedo continuar así. Soy imbécil. ¿Qué haces, Isabel? Me acabé el café de un trago y fui corriendo a nuestra habitación. Busqué desesperadamente en el armario, está aquí, seguro, hace tanto tiempo que no me lo pongo… al final lo encontré debajo de la chaqueta roja de paño. Ahí estaba el vestido violeta que me regalaste unas navidades, aquel de tela suave con bordes de encaje. ¿Te lo puedes creer?, me sentaba perfecto, mejor que entonces; los kilos que he perdido favorecían la caída de la tela y se formaban ligeras ondulaciones al andar. Me pinté los ojos, me puse colorete para tapar la incipiente palidez y me lancé a la calle como un torrente de agua fresca. Llegué intencionadamente tarde al colegio. Qué maravilla, incumplir una norma solo por el placer de incumplirla. Qué bien me sentí. Ni un ápice de culpabilidad. Ya estaba bien de estar sometida al tirano mandato de un horario. A la mierda. ¡Pero… de repente, sin más! Así no se hacen las cosas, danos un tiempo al menos para que te busquemos una sustituta. A la directora, obviamente, no le hizo gracia que me fuera de esa manera, los ojos se le salían de las órbitas y le entró un nerviosismo que no supo disimular.
─Piensa en tus alumnos, Isabel, hazlo por ellos.
─Llevo veinticinco años pensando en ellos, por fin me toca pensar en mí, ¿no crees? Ah, y podéis hacer con mis cosas lo que queráis, no vendré a recogerlas. Hasta nunca.
Di media vuelta y, como una flor radiante de tu paraíso, cerré aquella puerta por última vez. Cuando salí del edificio, un torbellino me inundaba por completo. Por fin era capaz de dirigir mi propia vida y deseaba con ansiedad aprovechar el tiempo. Iba por la calle hablando sola; una locura dulce, maravillosa, me insuflaba borbotones de vida. Me sentía feliz, Julián, ¿entiendes? Feliz.
Llegué a los Jardines de Bielso, ¿te acuerdas de ellos? Por supuesto. Ha sido nuestro parque favorito, al principio solíamos ir un par de veces por semana hasta que te llevaste tu pequeño parque particular a casa y a partir de ahí te sobró todo lo demás. A veces he pensado que hasta yo te he sobrado, que hubieses estado mejor viviendo solo, ¿no es verdad? Me fijé en los pececillos de colores coleando por la superficie del estanque, abriendo sus ávidas bocas en espera de alguna migaja de pan. Paseé por la cortina de luz rosácea que se deslizaba entre las hojas de los plataneros mientras percibía el olor penetrante a césped recién segado. Los insólitos acontecimientos de aquella mañana me habían sobreexcitado y me habían robado mucha energía, de manera que empecé a sentirme cansada y decidí sentarme en un banco. Mientras esperaba a recuperarme, me distraje observando cómo un cocker juguetón de color canela brincaba tras la pelota que le tiraba su amo, un anciano regordete de aspecto pensativo. Frente a mí, había una pareja de jóvenes comiéndose a besos. No pude evitar mirarlos, hasta que él me hizo un gesto desafiante con la cabeza y me di la vuelta. Pensé en ti, eché de menos nuestras caricias, nuestros tiernos abrazos que se han ido perdiendo entre la niebla de los años, y me dije ¿por qué no? Nunca lo he hecho, pues hoy va a ser la primera vez. Iré a buscarle a su trabajo. Desde el principio de nuestra relación lo dejaste claro: los dos mundos, Isabel, nunca los mezclo, el del trabajo y el de la vida privada, cada uno en su esfera. Pues hoy, Julián, hoy se mezclarán. Hoy voy a incumplir todas las normas. Lo tengo pensado, te esperaré delante de la puerta y cuando salgas, zas, está decidido, nos vamos; hemos derrochado muchos años y tenemos que recuperarlos; pide una excedencia porque nos vamos a Nueva York y, de ahí, a Buenos Aires y luego a Pekín y a la India y a… yo qué sé, a donde nos apetezca, a estar juntos, los dos solos, olvidados de todo y de todos, quiero que me digas de nuevo al oído palabras de amor y que me conviertas otra vez en tu rosa preferida.
Llegué a tu trabajo y esperé en la acera de enfrente a que dieran las dos de la tarde, hora a la que sales a comer, según me habías dicho. El sol había conseguido burlar durante un rato las numerosas nubes y dejaba sentir su calor con fuerza. Busqué la sombra de un árbol y eché un trago de la botella de agua que guardaba dentro del bolso. Al cabo de unos segundos, te vi salir, bajabas las escaleras de forma pausada, con tu traje gris y tu camisa blanca. Cruzo la calle para acercarme por tu espalda, pero inesperadamente haces un giro rápido sobre ti mismo, momento que aprovecho para alzar el brazo con la idea de llamar tu atención; pero no me ves porque una mujer se pone a tu altura y os saludáis. Seguidamente ella llama a alguien. Un niño de unos diez años, moreno, se aproxima a vosotros saltando de dos en dos los escalones del edificio de tu trabajo, tú te agachas y te da un beso, le abrazas y los tres os encamináis calle abajo. No sé qué hacer, me quedo paralizada hasta que un estruendo agudo de bocina me saca de mi letargo. El niño va en medio de los dos agarrado de vuestras manos. Estoy confusa, necesito comprobar, en un arranque absurdo, si no me he equivocado de lugar. No, qué va, es esta la calle y esa es tu empresa, InformaticSA. Todo correcto. Y ese eres tú. No hay duda. La evidencia es real. Hago caso a mi instinto y os sigo. Al cabo de unos metros me destroza una idea cruel, ¡será desgraciado, tiene un hijo! Yo quería negar esa posibilidad, ¿cómo va a tener un hijo? ¡Tú! Me hubiese enterado, me lo habrías dicho, pero ¿por qué me lo iba a decir? No comprendía nada. Mi corazón se aceleró y me sentí diminuta. Me parecía asistir a una pesadilla, a una farsa de mal gusto. Pensé en ponerme a vuestra altura para aclarar las cosas, pero el miedo a la verdad me lo impidió y preferí mantener una prudente distancia. Como una adolescente intrépida en plena aventura prohibida os seguí ocultándome tras los coches, metiéndome en los portales o dando la espalda con ridículo disimulo. Durante esa persecución busqué otras opciones más complacientes, más racionales; quise ver en esa mujer una compañera de trabajo o una amiga que ha traído a su hijo para que le conozca, pero la forma de abrazarle, de besarse…
Entrasteis en una pizzería, ¡tú, en una pizzería! Tú que siempre has odiado la comida italiana. Ese gesto resultó determinante, cada vez estaba más convencida de que eras el padre de ese niño. Os esperé en la cafetería de enfrente y me coloqué cerca de la ventana. Desde allí divisaba perfectamente la puerta del restaurante; os tenía controlados. Mi estómago empezó a maullar amargamente. Un dolor intenso, como el pinchazo de una aguja, hizo doblarme sobre la mesa. Intenté relajarme con respiraciones profundas y continuas, y me tomé un par de pastillas. Con esfuerzo alzaba de vez en cuando la mirada para vigilar la puerta. El cielo empezaba de nuevo a cubrirse con unas amenazadoras nubes grises. Al cabo de una hora salisteis, en la puerta os decís unas breves palabras, tú sacas del bolsillo de la americana un muñequito y se lo das al niño, y él, contento, te da un abrazo. La mujer te da dos besos, coge de la mano al niño y se van en dirección opuesta a ti. Yo permanezco parada en la acera, os veo alejaros y no sé qué hacer, si seguirte a ti o seguirlos a ellos. Mis pies no se mueven porque mi cabeza no responde. Un llanto amargo me brota y una fría lluvia comienza a caer.
Cuando llegué a casa, me quedé sentada toda la tarde en el butacón, mirando un televisor apagado, absorbida por el negro de la pantalla y repitiéndose una y otra vez en mi mente la cara sonriente del niño. Aquella tarde cuando te vi entrar en casa, confieso que te odié. Lentamente te acercas a mí y como todos los días me das el beso en la cara.
Yo no te digo nada del colegio, de mi decisión tomada. Y tú no me cuentas con quién has comido. Nuestra mentira continúa. Te vas un rato al jardín y yo te miro por la ventana de la cocina.
Al día siguiente, volví a tu trabajo. Te esperé en el mismo lugar. A las dos en punto salías del edificio, busqué con la mirada a la mujer y al niño, pero no llegaron; ese día comiste solo. Días sucesivos repetí la misma operación, allí estaba plantada esperando verlos de nuevo, pero no aparecieron. La situación me desconcertó; me he precipitado, nada es como he imaginado, te he culpado sin motivo alguno. Así que me acerqué hacia ti llevada por un afán de cariño y un sentimiento de vergüenza. Quería decirte que tenías una mujer histérica, muy desconfiada, y que me perdonaras por lo que mi mente calenturienta había sido capaz de perpetrar. Te vas a reír cuando sepas lo que he imaginado, pero al acercarme a ti me topé con ellos, la mujer y el niño de pelo moreno sí que existen. Tú te agachas y él te da un beso, y ella… ella me da mucha envidia. En esta ocasión cambiasteis de dirección. Tomasteis la Rosaleda, para ir luego por Pinar Alto hasta llegar a la Plaza de san Juan. Y en lugar de pizzería, comida japonesa. Primero pasta, y ahora pescado crudo. En el fondo, creo que no hemos llegado a conocernos. A la salida, el ritual, el abrazo, el beso y la hermosa sonrisa de la muchacha que te dice hasta el próximo día. Descubrí que vuestros secretos encuentros se celebran los jueves, todos y cada uno de los jueves. ¿Desde cuándo os veis? ¿Cómo la conociste? ¿Por qué los jueves? Y sobre todo ¿cómo has sido capaz? Muchas preguntas se me agolpan en la mente, preguntas que se quedarán sin respuesta. Ya no sirven para nada.
Aquí sentada en el butacón del salón una tarde más, te veo entrar
y te hablo. Te imagino de pie, frente a mí, escuchando mi relato,
negando la evidencia, aunque, llegados hasta aquí, creo que no lo
negarías, ¿para qué? No tienen sentido más mentiras. Supongo que
buscaste fuera lo que no encontraste dentro. Eso es todo.
Pero ya es demasiado tarde y estoy cansada. Así que evitaré malos
tragos que no conducen a nada, incómodas confesiones, dolorosos
reproches, culpabilidades… En fin, todo ese rollo. Lo mejor será
una breve nota en tu mesilla. Eso es. La escribo ahora mismo.
Adiós, Julián, quiero pasear por las calles de Nueva York, voy a hacer por fin realidad mi sueño. Hoy jueves, he conocido a Raúl, forcé un encuentro fortuito, no podía irme sin conocer su nombre y mirarle de cerca. Desde luego tiene tus mismos ojos.